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—Mantente alejado —dijo Ender.

Las naves del lado alejado de la formación en globo no resultaron afectadas por la reacción en cadena, pero fue fácil cazarlas y destruirlas. Bean se ocupó de los rezagados que intentaban escapar hacia su confín del espacio. La batalla había concluí-do. Había sido más fácil que casi todas sus prácticas recientes.

Mazer se encogió de hombros cuando Ender se lo dijo.

—Se trata de una simulación de una invasión real. Tenía que haber una batalla en la que no supieran lo que podíamos hacer. Ahora es cuando empieza tu labor. No te envanezcas por la victoria. Pronto te enfrentaré a una situación verdaderamente comprometida.

Ender practicaba con sus jefes de escuadrón diez horas diarias, pero no con todos a la vez. Les daba unas horas de descanso al mediodía. Cada dos o tres días efectuaban batallas simuladas, bajo la supervisión de Mazer, y, tal como le había prometido, ninguna volvió a ser tan fácil. El enemigo abandonó rápidamente su intento de rodear a Ender, y no volvió a agrupar sus fuerzas hasta el punto de permitir la reacción en cadena. Cada vez había algo nuevo, algo más difícil todavía. Algunas veces, Ender tenía sólo una astronave y ocho cazas; una vez, el enemigo se escondió en un cinturón de asteroides; otras veces, el enemigo dejaba trampas estacionarias, grandes instalaciones que explotaban si Ender acercaba demasiado uno de sus escuadrones, e inutilizaban o destruían con cierta frecuencia algunas naves de Ender.

—¡No puedes reponer pérdidas! —le gritó Mazer en una batalla—. En una batalla real no te podrás permitir el lujo de tener un suministro infinito de cazas generados por ordenador. Tendrás lo que hayas traído contigo y nada más. Acostúmbrate ahora a combatir sin pérdidas innecesarias.

—No son pérdidas innecesarias —dijo Ender—. No puedo ganar batallas si el miedo de perder una nave me impide arriesgarme.

Mazer sonrió.

—Muy bien, Ender. Estás comenzando a aprender. Pero en una batalla real estarás rodeado de oficiales de rango superior y, lo que es peor, de civiles que te gritarán todas estas cosas. Veamos esta batalla. Si el enemigo hubiera sido mínimamente brillante te habría cazado aquí y habría capturado el escuadrón de Tom.

Juntos, repasaron la batalla; en la siguiente práctica, Ender enseñaría a sus jefes lo que Mazer le había demostrado, y la próxima vez que se vieran en esa situación la resolverían mejor.

Creían que ya estaban preparados, que habían funcionado perfectamente en equipo. Ahora, sin embargo, tras enfrentar juntos situaciones comprometidas, comenzaron a confiar unos en otros más que nunca, y las batallas eran cada vez más estimulantes. Dijeron a Ender que los que no jugaran estarían en las salas de los simuladores y observarían. Ender intentó imaginarse lo que significaría tener a sus amigos allí, con él, vitoreando o riendo o cortándoseles la respiración; algunas veces pensaba que le distraerían demasiado, pero otras veces lo anhelaba con todas sus fuerzas. Ni siquiera cuando se pasaba el día tumbado al sol en una balsa en un lago había estado tan solo. Mazer Rackham era su compañero, era su maestro, pero no era su amigo.

Sin embargo, no dijo nada. Mazer le había dicho que no habría piedad, y su infelicidad personal no significaba nada para nadie. La mayor parte del tiempo no significaba nada ni para Ender. Mantuvo su mente en el juego, intentando aprender de las batallas. Y no sólo las lecciones concretas de esa batalla concreta, sino lo que los insectores podrían haber hecho si hubieran sido más listos, y cómo reaccionaría Ender si lo hicieran en el futuro. Vivía con batallas pasadas y batallas futuras, despierto y dormido. Y dirigía a sus jefes de escuadrón con una energía que algunas veces provocaba rebeliones.

—Eres demasiado amable con nosotros —dijo Alai un día—. ¿Por qué no te enfadas con nosotros por no ser brillantes en cada momento de cada práctica? Si nos sigues mimando así llegaremos a creer que te gustamos.

Algunos se rieron por los micrófonos. Naturalmente, Ender captó la ironía, y respondió con un largo silencio. Cuando por fin habló, ignoró la queja de Alai.

—Otra vez —dijo—, y esta vez sin autocompasión.

Lo hicieron otra vez, y otra vez.

Pero a medida que crecía su confianza en Ender como comandante, desaparecía su amistad, traída en la memoria desde la Escuela de Batalla. Estrechaban su relación entre ellos; se intercambiaban confidencias entre ellos. Ender era su profesor y su comandante, tan distante de ellos como Mazer lo estaba de él, y tan exigente.

Ello les hizo combatir mejor. Y nada distraía a Ender de su trabajo.

Por lo menos, cuando estaba despierto. En cuanto se arrastraba a dormir por las noches, lo hacía con recuerdos del simulador jugueteando en su mente. Pero por la noche pensaba en otras cosas. Se acordaba con frecuencia del cadáver del Gigante, descomponiéndose constantemente; no se acordaba, sin embargo, de los pixels de la imagen de la consola. Era real, el apagado olor de la muerte seguía pegado a él. En sus sueños, las cosas habían cambiado. La pequeña aldea que había crecido entre las costillas del Gigante estaba poblada ahora por insectores, y le saludaban con gravedad, como gladiadores saludando a César antes de morir para divertirle. En sus sueños no odiaba a los insectores; y aunque sabía que escondían a la reina para que no la encontrara, no intentaba buscarla. Siempre abandonaba el cuerpo del Gigante rápidamente, y cuando llegaba al patio de recreo, los niños estaban allí siempre, lobunos y burlones; tenían caras que conocía. Algunas veces Peter y algunas veces Bonzo, algunas veces Stilson y Bernard; con no menos frecuencia, sin embargo, las criaturas salvajes eran Alai y Shen, Dink y Petra; algunas veces, uno de los niños-lobo era Valentine, y en su sueño la metía bajo el agua y esperaba a que se ahogase. Valentine se retorcía en sus manos, luchaba por asomar la cabeza, pero al final se quedaba quieta. Ender la sacaba del agua y la subía a la balsa, donde yacía con el rictus de la muerte en la cara. Ender chillaba y sollozaba sobre ella, y gritaba una y otra vez que era un juego, un juego, que sólo estaba jugando.

Entonces Mazer Rackham le sacudió hasta despertarle.

—Gritabas en sueños —dijo.

—Lo siento —dijo Ender.

—No te preocupes. Es hora de tener otra batalla.

El ritmo creció constantemente. Ahora había normalmente dos batallas diarias, y Ender redujo las prácticas al mínimo. Utilizaría el tiempo en que los demás descansaban para reflexionar sobre repeticiones de juegos pasados, intentando captar sus propios puntos débiles, intentando adivinar qué pasaría a continuación. Algunas veces estaba perfectamente preparado para las innovaciones del enemigo; otras, no.

—Creo que me está haciendo trampa —dijo Ender a Mazer un día.

—¿Qué?

—Usted puede observar mis sesiones prácticas. Puede ver lo que preparo. Da la impresión de que está preparado para todo lo que hago.

—La mayoría de lo que ves son simulaciones por ordenador —dijo Mazer—. Y el ordenador está programado para responder a tus innovaciones únicamente cuando las hayas utilizado en una batalla.

—Entonces el ordenador hace trampas.

—Necesitas dormir más, Ender.

Pero no podía dormir. Cada noche yacía despierto más tiempo, y su sueño era menos sosegado. Se despertaba con demasiada frecuencia por la noche. No estaba seguro de si se despertaba para reflexionar más sobre el juego o para escapar de los sueños. Era como si alguien le condujera en su sueño, obligándole a vagar por sus peores recuerdos, a vivirlos otra vez como si fueran reales. Las noches eran tan reales que los días empezaron a parecerle sueños. Comenzó a preocuparle la idea de que no pensaba con la suficiente claridad, de que estaba demasiado cansado para jugar. Siempre, Cuando daba principio cada juego, su intensidad le despertaba pero, «si mi capacidad mental sufriera algún lapsus —se preguntaba—, ¿lo notaría?».