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«No, no es cierto —se dijo a sí mismo—. Me necesitan, y si fracaso puede no haber ninguna casa donde volver.»

Pero no lo creía. En su mente consciente sabía que era cierto, pero en otros sitios, en sitios más profundos, dudaba de que le necesitaran. La urgencia de Mazer era otro juego más. Otra forma más de hacerle hacer lo que quieren que haga. Otra forma de no dejarle descansar. De no dejarle no hacer nada, durante mucho, mucho tiempo.

Entonces apareció la formación enemiga, y el hastío de Ender se tornó en desesperación.

El enemigo les superaba en la proporción mil a uno, teñía de verde el simulador. Estaban agrupados en una docena de diferentes formaciones que cambiaban de posición, que cambiaban de forma, que se movían por el campo del simulador siguiendo pautas aparentemente aleatorias. No veía ninguna vía abierta; un hueco que parecía abierto se cerraría súbitamente, y aparecería otro, y una formación que parecía expugnable cambiaría súbitamente y sería inútil atacarla. El planeta estaba en el otro extremo del campo, y por lo que Ender sabía, detrás de él había otras tantas naves enemigas, fuera del campo del simulador.

En cuanto a su flota, estaba constituida por veinte astronaves, cada una con sólo cuatro cazas. Conocía las astronaves de cuatro cazas; eran antiguas, torpes, y el alcance de su Pequeño Doctor era la mitad del de las más nuevas. Ochenta cazas contra por lo menos cinco mil, tal vez diez mil, naves enemigas.

Oyó las respiraciones entrecortadas de sus jefes de escuadrón; oyó también una maldición procedente de uno de los observadores que había detrás. Era consolador saber que uno de los adultos se daba cuenta de que no era un examen justo. No porque eso importara. La limpieza no era parte del juego, eso estaba claro. No habían intentado darle ni la más remota posibilidad de éxito. Con todo lo que había pasado, y no tuvieron nunca la intención de dejarle pasar.

Vio en su mente a Bonzo y a su ramillete de amigos, confrontándole, amenazándole; había conseguido avergonzar a Bonzo y arrastrarle a pelear con él, solos. Eso no funcionaría aquí. Y no podría sorprender al enemigo como había hecho con los chicos mayores en la sala de batalla. Mazer conocía perfectamente las posibilidades de Ender.

Los observadores que había detrás comenzaron a toser, a moverse nerviosos. Estaban empezando a pensar que Ender no sabía qué hacer.

«Ya no me importa —pensó Ender—. Te puedes quedar con tu juego. Si no me das ninguna posibilidad, ¿por qué habría de jugar?»

Como el último juego de la Escuela de Batalla, cuando le enfrentaron a dos escuadras.

Y justo cuando rememoraba ese juego, pareció que Bean también lo rememoraba, porque a través de los auriculares llegó su voz, y decía:

—No lo olvides, la puerta del enemigo está abajo.

Molo, Soup, Vlad, Dumper y Crazy Tom, todos se rieron. También se acordaban.

Y Ender se rió también. Era divertido. Los adultos tomándose todo tan en serio, y los niños jugando, jugando, creyéndoselo hasta que de repente los adultos iban demasiado lejos, ponían una prueba demasiado difícil, y los niños no veían el objeto del juego. «Olvídalo, Mazer. No me importa no pasar tu examen, no me importa no seguir tus reglas. Si tú puedes hacer trampas, yo también puedo. No permitiré que me derrotes jugando sucio; antes, te derrotaré yo jugando sucio.»

En aquella batalla final de la Escuela de Batalla había vencido ignorando al enemigo, ignorando sus propias pérdidas; se había dirigido hacia la puerta del enemigo.

Y la puerta del enemigo está abajo.

«Si rompo esta regla ya no me permitirán ser comandante. Seré demasiado peligroso. Ya no tendré que volver a jugar. Y eso es la victoria.»

Susurró algo por el micrófono. Sus comandantes se hicieron cargo de sus partes de la flota y se agruparon en un proyectil grueso, un cilindro dirigido a las formaciones enemigas más próximas. El enemigo, en vez de intentar repelerle, le daba la bienvenida, para poder encerrarlo antes de destruirlo. «Por lo menos, Mazer cuenta con que a estas alturas sabrán cómo actúo —pensó Ender—. Y eso me da tiempo.»

Ender amagó por abajo, por el norte, por el este y por abajo otra vez, sin seguir aparentemente ningún plan, pero quedando siempre un poco más cerca del planeta enemigo. Al final, el enemigo comenzó a cercarle y a apretar demasiado el cerco. Entonces, súbitamente, la formación de Ender estalló. Sus flotas parecía fundirse en el caos. Los ochenta cazas parecían no seguir ningún plan, disparando a las naves enemigas aleatoriamente, abriéndose cada uno un camino sin salida entre el entramado enemigo.

Sin embargo, cuando sólo habían transcurrido unos minutos desde el comienzo de la batalla, Ender susurró nuevas órdenes a sus jefes de escuadrón, y, súbitamente, una docena de cazas restantes formaron otra vez una formación. Pero ahora estaban en el lado más alejado de algunos de los más formidables grupos enemigos. A costa de terribles pérdidas, habían atravesado ese grupo, y ya habían cubierto más de la mitad de la distancia hasta el planeta enemigo.

«El enemigo se da cuenta ahora —pensó Ender—. Seguro que Mazer ve lo que estoy haciendo. O tal vez Mazer no se podía creer que lo haría. Bien, mucho mejor para mí.»

La diminuta flota de Ender se precipitaba en una y otra dirección, desplegando dos o tres cazas para amagar un ataque, volviéndolos a replegar luego. El enemigo se cerró, aportando las naves y las formaciones que habían sido dispersadas, las traía para que mataran. El enemigo estaba más concentrado más allá de Ender, para que no pudiera escapar hacia el espacio abierto, rodeándole. «Excelente —pensó Ender—. Más cerca. Venid más cerca.»

Entonces susurró una orden y las naves cayeron como rocas hacia la superficie del planeta. Eran astronaves y cazas, no estaban equipadas para enfrentarse al calor generado al atravesar una atmósfera. Pero Ender no pretendía hacerles llegar a la atmósfera. Casi desde el mismo momento en que comenzaron a caer, estaban enfocando el Pequeño Doctor hacia una sola cosa. El planeta.

Uno, dos, cuatro, siete de sus cazas se fundieron. Ahora era como una apuesta, saber si alguna de las naves sobreviviría suficiente tiempo para tener el planeta a su alcance. No tardaría demasiado, una vez estuvieran en disposición de enfocar la superficie del planeta. Sólo un momento con el doctor Ingenio, sólo quería eso. Se le ocurrió que quizá ni siquiera el ordenador estaba preparado para mostrar lo que pasaría a un planeta si le atacaba el Pequeño Doctor. «¿Qué haré entonces, gritar ¡pum, estás muerto!?»

Ender retiró las manos de los controles y se inclinó para ver qué pasaba. La perspectiva estaba ahora cerca del planeta enemigo, y las naves se abalanzaban en el pozo de gravedad. «Seguramente está a tiro ahora —pensó Ender—. Debe estar a tiro y el ordenador no lo puede controlar.»

Entonces, la superficie del planeta, que ocupaba la mitad del campo del simulador, comenzó a borbotear; hubo una explosión que arrojó escombros hacía los cazas de Ender. Ender intentó imaginarse lo que había pasado en el interior del planeta. El campo creciendo más y más, las moléculas desintegrándose pero sin que los átomos separados encuentren ningún sitio donde ir.

Dentro de tres segundos el planeta entero se desintegraría y se convertiría en una esfera de polvo brillante que lo arrojaría todo hacia afuera. Los cazas de Ender estaban entre los primeros; su perspectiva se desvaneció instantáneamente, y ahora el simulador sólo podía visualizar la perspectiva de las astronaves esperando más allá de los bordes de la batalla. Estaba a la distancia que Ender quería que estuviera. La esfera del planeta explosivo creció hacia el exterior, a tal velocidad que las naves enemigas no pudieron escapar. Y se llevaron consigo al Pequeño Doctor, que ya no era tan pequeño, y su campo desintegraba todas las naves a su paso, convirtiendo a cada una en un punto de luz antes de seguir adelante.