—Alguien ha tenido que construir esto —dijo Abra—. Fíjate en esta calavera, no es roca, aunque lo parece. Es hormigón.
—Lo sé —dijo Ender—. Lo construyeron para mí.
—¿Qué?
—Conozco este lugar, Abra. Los insectores lo construyeron para mí.
—Los insectores estaban muertos cincuenta años antes de que viniéramos aquí.
—Tienes razón, es imposible, pero sé lo que digo, Abra, no te puedo llevar conmigo. Puede ser peligroso. Si me conocían lo suficiente para construir este lugar, podrían haber planeado…
—Atraparte.
—Por haberles matado.
—No vayas entonces, Ender. No hagas lo que quieren que hagas.
—Si buscan la venganza, Abra, no me importa. Pero a lo mejor, no. A lo mejor esto es lo más parecido a hablar que podían hacer. Como escribirme una nota.
—No sabían leer ni escribir.
—A lo mejor estaban aprendiendo cuando murieron.
—De acuerdo, pero tan cierto como que estoy aquí que no me voy a quedar quieto por ahí fuera mientras te llevan a algún sitio. Voy contigo.
—No. Eres demasiado joven para arriesgarte.
—No me vengas con ésas. Eres Ender Wiggin. No me hables de lo que puede hacer o no un niño de once años.
Volaron juntos en el helicóptero, sobrevolando el patio de recreo, los bosques, el pozo del claro del bosque. Luego lo vieron; el acantilado, con una cueva en la pared y un antepecho justo donde debería estar el Fin del Mundo. Y allí, a lo lejos, justo donde debería estar el Juego de Fantasía, estaba la torre del castillo.
Dejó a Abra con el helicóptero.
—No me sigas, y si al cabo de una hora no he vuelto, ve a casa.
—Traga, Ender. Voy contigo.
—Traga tú, Abra, o te pringaré de barro. A pesar del tono de broma de Ender, Abra se dio cuenta de que lo decía en serio, y se quedó.
Las paredes de la torre estaban melladas y fue fácil escalarlas. Querían que Ender pudiera entrar.
La sala estaba como había estado siempre. Ender tenía el recuerdo lo suficientemente fresco en la memoria como para buscar una serpiente en el suelo, pero sólo había una alfombra con una cabeza de serpiente labrada en una esquina. Una imitación, no un duplicado. Para ser de gente que no conocía el arte, lo habían hecho bien. Debían haber dragado estas imágenes de la propia mente de Ender, buscando y aprehendiendo sus sueños más oscuros a través de años luz. Pero ¿por que? Para traerle a esta sala, por supuesto. Para dejarle un mensaje. Pero ¿dónde estaba el mensaje y cómo iba a entenderlo?
El espejo estaba esperándole en la pared. Era una burda hoja de metal, en la que había sido rayada toscamente la forma de una cara humana. Intentaron dibujar la imagen que debería ver en la escena.
Y mirando al espejo se recordó a sí mismo rompiéndolo, quitándolo de la pared, y las serpientes brincando del hueco escondido, atacándole, mordiéndole en todos los sitios donde sus venenosos colmillos encontraban donde aferrarse.
«¿Hasta qué punto me conocen? —se preguntó Ender—. ¿Lo suficiente como para saber con cuánta frecuencia he pensado en la muerte, para saber que no le tengo miedo? Lo suficiente para saber que, incluso temiendo a la muerte, no dejaría de quitar ese espejo de la pared.»
Se acercó al espejo, lo levantó y lo retiró. No surgió nada del espacio que había detrás. En cambio, en un recodo ahuecado había una bola blanca de seda, con unas cuantas hebras deshilachadas que asomaban al azar. ¿Un huevo? No. La crisálida de un insector reina, ya fertilizada por los machos larvales, fuera de su propio cuerpo y preparada para arrojar al mundo cien mil insectores, incluyendo unas cuantas reinas y machos. Ender podía ver a los machos con aspecto de babosa adherirse a las paredes de un túnel negro, y a los adultos grandes transportar a la niña reina a la sala de apareamiento; todos los machos penetrarían a la reina larval por turnos, se estremecerían en éxtasis, y morirían, cayendo al suelo del túnel y marchitándose. Después, la reina nueva sería depositada delante de la reina vieja, una criatura magnífica ataviada con alas blandas y trémulas, que habían perdido el poder de volar desde hacía mucho tiempo, pero que seguían teniendo el poder de la majestad. La reina vieja le dio un beso para que se durmiera con el agradable veneno de sus labios, luego la envolvió en hebras desde el vientre, y le mandó ser ella misma, ser una nueva ciudad, un nuevo mundo, dar a luz a muchas reinas y a muchos mundos.
«¿Cómo sé todo esto? —pensó Ender—. ¿Cómo puedo ver todas estas cosas como recuerdos de mi propia mente?»
A modo de respuesta, vio la primera de sus batallas contra las flotas insectoras. La había visto ya en el simulador; ahora la veía como la vio la reina-colmena, a través de muchos ojos distintos. Los insectores formaron su globo de naves, y entonces salieron de la oscuridad los terribles cazas, y el Pequeño Doctor los destruyó en un resplandor de luz. Sintió en ese momento lo que había sentido la reina-colmena, viendo a través de los ojos de sus obreros cómo la muerte venía hacia ellos a demasiada velocidad para esquivarla, pero no con la suficiente velocidad para no presentirla. No había sin embargo ningún recuerdo de dolor. Lo que la reina-colmena sentía era tristeza, resignación. La reina-colmena no había pensado estas palabras cuando vio a los humanos venir a matar, pero eran estas palabras lo que Ender entendió:
—No nos perdonaron —pensó la reina-colmena—. Moriremos.
—¿Qué puedo hacer para que volváis a vivir? —preguntó Ender.
La rema envuelta en su capullo de seda no podía responder con palabras; pero cuando Ender cerró los ojos e intentó recordar, en vez de recuerdos acudieron nuevas imágenes. Había que poner el capullo en un sitio frío, en un sitio oscuro, pero con agua, para que no se secara; no, no sólo agua, agua mezclada con la sabia de cierto árbol, y había que mantenerla tibia a fin de que pudieran tener lugar en el capullo ciertas reacciones. Luego, tiempo. Días y semanas, para que la crisálida que estaba dentro cambiara. Y luego, cuando el capullo hubiera tomado un color marrón polvoriento, Ender se vio rompiendo el capullo, y ayudando a salir a la pequeña y frágil reina. Se vio cogiéndola por el miembro anterior y ayudándola a ir desde sus aguas natales hasta un lugar de anidamiento, blando, con hojas secas sobre arena. «Entonces estaré viva —dijo el pensamiento—. Entonces despertaré. Entonces haré mis cien mil hijos.»
—No —dijo Ender—. No puedo. Angustia.
—Tus hijos son ahora los monstruos de nuestras pesadillas. Si te despierto, sólo será para que os matemos otra vez.
Entonces cruzaron por su mente docenas de imágenes de seres humanos asesinados por insectores, pero con las imágenes le llegó una aflicción tan fuerte que no pudo aguantarlo, y derramó las lágrimas que esos muertos no pudieron derramar.
—Si puedes hacer que sientan lo que me has hecho sentir, quizás os perdonen.
«Sólo yo —pensó—. Me localizaron a través del ansible, lo siguieron y moraron en mí mente. Consiguieron conocerme en la agonía de mis atormentados sueños. Aunque me pasara el día destruyéndolos; descubrieron el miedo que les tema, y descubrieron también que no sabía que les estaba matando. En las pocas semanas de que dispusieron, construyeron este lugar para mí, y el cadáver del Gigante y el patio de recreo y el parapeto del Fin del Mundo, para que mis propios ojos me condujeran a este lugar. Soy el único a quien conocen, y por lo tanto sólo pueden hablar conmigo, y a través de mí.»
«Somos como vosotros —el pensamiento se abrió paso en su mente—. No queríamos asesinaros, y cuando lo comprendimos, decidimos no volver nunca más. Creíamos que éramos los únicos seres racionales del universo, hasta que os encontramos, pero no podíamos imaginarnos que esos animales solitarios, que no pueden soñar los sueños de los otros, pudieran pensar. ¿Cómo íbamos a saberlo? Podríamos vivir en paz con vosotros. Créenos, créenos, créenos.»