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– Amigo Martín, las circunstancias han conspirado para que ni uno solo de los paladines que tenemos en nómina figure de cuerpo presente o resulte localizable en un margen de tiempo prudencial. Frente al desastre inminente, he decidido darle a usted la alternativa.

– Cuente conmigo.

– Cuento con cinco folios a doble espacio antes de seis horas, don Edgar Alian Poe. Tráigame una historia, no un discurso. Si quiero sermones, iré a la misa del gallo. Tráigame una historia que no haya leído antes y, si ya la he leído, tráigamela tan bien escrita y contada que no me dé ni cuenta.

Me disponía a salir al vuelo cuando don Basilio se levantó, rodeó el escritorio y me colocó una manaza del tamaño y peso de un yunque sobre el hombro. Sólo entonces, al verle de cerca, me di cuenta de que le sonreían los ojos.

– Si la historia es decente le pagaré diez pesetas. Y si es más que decente y gusta a nuestros lectores, le publicaré más.

– ¿Alguna indicación especial, don, Basilio? -pregunté:

– Sí: no me defraude.

Las siguientes seis horas las pasé en trance. Me instalé en la mesa que había en el centro de la redacción, reservada a Vidal para los días en que se le antojaba venir a pasar un rato. La sala estaba desierta y sumergida en una tiniebla tejida con el humo de diez mil cigarros. Cerré los ojos un instante y conjuré una imagen, un manto de nubes negras derramándose sobre la ciudad en la lluvia, un hombre que caminaba buscando las sombras con sangre en las manos y un secreto en la mirada. No sabía quién era ni de qué huía, pero durante las seis siguientes horas iba a convertirse en mi mejor amigo. Deslicé una cuartilla en el tambor y, sin tregua, procedí a exprimir cuanto llevaba dentro. Peleé cada palabra, cada frase, cada giro, cada imagen y cada letra como si fuesen las últimas que fuera a escribir. Escribí y reescribí cada línea como si mi vida dependiese de ello, y entonces la reescribí de nuevo. Por toda compañía tuve el eco del tecleo incesante perdiéndose en la sala en sombras y el gran reloj de pared agotando los minutos que restaban hasta el amanecer.

Poco antes de las seis de la mañana arranqué la última cuartilla de la máquina y suspiré derrotado y con la sensación de tener un avispero por cerebro. Escuché los pasos lentos y pesados de don Basilio, que había emergido de una de sus siestas controladas y se aproximaba con parsimonia. Cogí las páginas y se las entregué, sin atreverme a sostener su mirada. Don Basilio tomó asiento en la mesa contigua y prendió la lamparilla. Sus ojos patinaron arriba y abajo sobre el texto, sin traicionar expresión alguna. Entonces dejó por un instante el cigarro sobre el extremo de la mesa y, mirándome, leyó en voz alta la primera línea.

– ”Cae la noche sobre la ciudad y las calles llevan el olor a pólvora como el aliento de una maldición.”

Don Basilio me miró de reojo y me escudé en una sonrisa que no dejó un solo diente a cubierto. Sin decir más, se levantó y partió con mi relato en las manos. Le vi alejarse hacia su despacho y cerrar la puerta a su espalda. Me quedé allí petrificado, sin saber si echar a correr o esperar el veredicto de muerte. Diez minutos más tarde, que me supieron a diez años, la puerta del despacho del subdirector se abrió y la voz atronadora de don Basilio se dejó oír en toda la redacción.

– Martín. Haga el favor de venir.

Me arrastré tan lentamente como pude, encogiendo varios centímetros a cada paso que daba hasta que no tuve más remedio que asomar la cara y levantar la mirada. Don Basilio, el temible lápiz rojo en mano, me miraba fríamente. Quise tragar saliva, pero tenía la boca seca. Don Basilio tomó las cuartillas y me las devolvió. Las tomé y me di la vuelta rumbo a la puerta tan rápido como pude, diciéndome que siempre habría sitio para un limpiabotas más en el lobby del hotel Colón.

– Baje eso al taller y que lo entren en plancha -dijo la voz a mis espaldas.

Me volví, creyendo que era objeto de una broma cruel. Don Basilio abrió el cajón de su escritorio, contó diez pesetas y las colocó sobre la mesa.

Eso es suyo. Le sugiero que con ello se compre otro modelito, que hace cuatro años que le veo con el mismo y aún le viene unas seis tallas grande. Si quiere, vaya a ver al señor Pantaleoni a su sastrería de la calle Escudellers y dígale que va de mi parte. Le tratará bien.

– Muchas gracias, don Basilio. Así lo haré.

– Y vaya preparándome otro cuento de éstos. Para éste le doy una semana. Pero no se me duerma. Y a ver si en éste hay menos muertos, que al lector de hoy le va el final meloso en el que triunfa la grandeza del espíritu humano y todas esas bobadas.

– Sí, don Basilio.

El subdirector asintió y me tendió la mano. La estreché.

– Buen trabajo, Martín. El lunes le quiero ver en la mesa que era de Junceda, que ahora es suya. Le pongo en sucesos.

– No le fallaré, don Basilio.

– No, no me fallará. Me dejará tirado, tarde o temprano. Y hará bien, porque usted no es periodista ni lo será nunca. Pero tampoco es todavía un escritor de novelas policíacas, aunque lo crea. Quédese por aquí una temporada y le enseñaremos un par de cosas que nunca están de más.

En aquel momento, con la guardia baja, me invadió tal sentimiento de gratitud que tuve el deseo de abrazar a aquel hombretón. Don Basilio, la máscara feroz de nuevo en su sitio, me clavó una mirada acerada y señaló la puerta.

– Sin escenitas, por favor. Cierre al salir. Por fuera. Y feliz Navidad.

– Feliz Navidad.

El lunes siguiente, cuando llegué a la redacción dispuesto a ocupar por primera vez mi propio escritorio, encontré un sobre de papel de estraza con un lazo y mi nombre en la tipografía que había pasado años mecanografiando. Lo abrí. En el interior encontré la contraportada del domingo con mi historia enmarcada y con una nota que decía:

“Esto sólo es el principio. En diez años yo seré el aprendiz y tú el maestro. Tu amigo y colega, Pedro Vidal.”

Mi debut literario sobrevivió al bautismo de fuego, y don Basilio, fiel a su palabra, me ofreció la oportunidad de publicar un par más de relatos de corte similar. Pronto la dirección decidió que mi fulgurante carrera tendría periodicidad semanal, siempre y cuando siguiera desempeñando puntualmente mis labores en la redacción por el mismo precio. Intoxicado de vanidad y agotamiento, pasaba mis días recomponiendo textos de mis compañeros y redactando al vuelo crónicas de sucesos y espantos sin cuento, para poder consagrar luego mis noches a escribir a solas en la sala de la redacción un serial por entregas bizantino y operístico que llevaba tiempo acariciando en mi imaginación y que bajo el título de Los misterios de Barcelona mestizaba sin rubor desde Dumas hasta Stoker pasando por Sue y Féval. Dormía unas tres horas al día y lucía el aspecto de haberlas pasado en un ataúd. Vidal, que nunca había conocido esa hambre que nada tiene que ver con el estómago y que se le come a uno por dentro, era de la opinión de que me estaba quemando el cerebro y de que, al paso que iba, celebraría mi propio funeral antes de los veinte años. Don Basilio, a quien mi laboriosidad no escandalizaba, tenía otras reservas. Me publicaba cada capítulo a regañadientes, molesto por lo que consideraba un excedente de morbosidad y un desafortunado desaprovechamiento de mi talento al servicio de argumentos y tramas de dudoso gusto.