– Me llamo…
– Siiihhhh.
Antes de que pudiera decir alguna bobada más, me poso sus labios sobre los míos y, por espacio de una hora, me hizo desaparecer del mundo. Consciente de mi torpeza pero haciéndome creer que no la advertía, Cloe anticipaba cada uno de mis movimientos y guiaba mis manos por su cuerpo sin prisa ni pudor. No había hastío ni ausencia en sus ojos. Se dejaba hacer y saborear con infinita paciencia y una ternura que me hizo olvidar cómo había llegado hasta allí. Aquella noche, por el breve espacio de una hora, me aprendí cada línea de su piel como otros aprenden oraciones o condenas. Más tarde, cuando apenas me quedaba aliento, Cloe me dejó apoyar la cabeza sobre su pecho y me acarició el pelo durante un largo silencio, hasta que me dormí en sus brazos con la mano entre sus muslos.
Cuando desperté, la habitación permanecía en penumbras y Cloe se había marchado. Su piel ya no estaba en mis manos. En su lugar había una tarjeta de visita impresa en el mismo pergamino blanco del sobre en el que me había llegado la invitación y en la que, bajo el emblema del ángel, se leía lo siguiente:
ANDREAS CORELLI
Editeur
Editions de la Lumiére
Boulevard St.-Germain, 69. Paris
Había una anotación al dorso escrita a mano.
Querido David, la vida está hecha de grandes esperanzas. Cuando esté listo para hacer las suyas realidad, póngase en contacto conmigo. Estaré esperando. Su amigo y lector, A. C.
Recogí mi ropa del suelo y me vestí. La puerta de la habitación ya no estaba cerrada. Recorrí el corredor hasta el salón, donde el gramófono se había silenciado. No había rastro de la niña ni de la mujer del pelo blanco que me había recibido. El silencio era absoluto. A medida que me dirigía hacia la salida tuve la impresión de que las luces a mi espalda se desvanecían, y corredores y habitaciones se oscurecían lentamente. Salí al rellano y descendí por las escaleras de regreso al mundo, sin ganas. Al salir a la calle me encaminé hacia la Rambla, dejando el bullicio y el gentío de los locales nocturnos a mi espalda. Una niebla tenue y cálida ascendía desde el puerto, y el destello de los ventanales del hotel Oriente la teñían de un amarillo sucio y polvoriento en el que los transeúntes se desvanecían como trazos de vapor. Eché a andar mientras el perfume de Cloe empezaba a desvanecerse de mi pensamiento, y me pregunté si los labios de Cristina Sagnier, la hija del chófer de Vidal, tendrían el mismo sabor.
Uno no sabe lo que es la sed hasta que bebe por primera vez. A los tres días de mi visita a El Ensueño, la memoria de la piel de Cloe me quemaba hasta el pensamiento. Sin decir nada a nadie -y menos a Vidal-, decidí reunir los pocos ahorros que me quedaban y acudir allí aquella noche con la esperanza de que bastasen para comprar aunque sólo fuese un instante en sus brazos. Pasaba de la medianoche cuando llegué a la escalera de paredes rojas que ascendía a El Ensueño. La luz de la escalera estaba apagada y subí lentamente, dejando atrás la bulliciosa ciudadela de cabarés, bares, music-halls y locales de difícil definición con que los años de la gran guerra en Europa habían dejado sembrada la calle Nou de la Rambla. La luz trémula que se filtraba desde el portal iba dibujando los peldaños a mi paso. Al llegar al rellano me detuve buscando el llamador de la puerta con las manos. Mis dedos rozaron el pesado aldabón de metal y, al levantarlo, la puerta cedió unos centímetros y comprendí que estaba abierta. La empujé suavemente. Un silencio absoluto me acarició el rostro. Al frente se abría una penumbra azulada. Me adentré unos pasos, desconcertado. El eco de las luces de la calle parpadeaba en el aire, desvelando visiones fugaces de las paredes desnudas y el suelo de madera quebrada. Llegué a la sala que recordaba decorada con terciopelos y mobilario opulento. Estaba vacía. El manto de polvo que cubría el suelo brillaba como arena al destello de los carteles luminosos de la calle. Avancé dejando un rastro de pisadas en el polvo. No había señal del gramófono, de las butacas ni de los cuadros. El techo estaba reventado y se entreveían vigas de madera ennegrecida. La pintura de las paredes pendía en jirones como piel de serpiente. Me dirigí hacia el corredor que conducía a la habitación donde había encontrado a Cloe. Crucé aquel túnel de oscuridad hasta llegar a la puerta de doble hoja, que ya no era blanca. No había pomo en la puerta, apenas un orificio en la madera, como si la manija hubiese sido arrancada de golpe. Abrí la puerta y entré.
El dormitorio de Cloe era una celda de negrura. Las paredes estaban carbonizadas y la mayor parte del techo se había desplomado. Podía ver el lienzo de nubes negras que cruzaban sobre el cielo y la luna que proyectaba un halo plateado sobre el esqueleto metálico de lo que había sido el lecho. Fue entonces cuando escuché el suelo crujir a mi espalda y me volví rápidamente, comprendiendo que no estaba solo en aquel lugar. Una silueta oscura y afilada, masculina, se recortaba en la entrada al corredor. No podía leer su rostro, pero tenía la certeza de que me estaba observando. Permaneció allí, inmóvil como una araña, durante unos segundos, el tiempo que me llevó reaccionar y dar un paso hacia él. En un instante, la silueta se retiró hacia las sombras y cuando llegué al salón ya no había nadie. Un soplo de luz procedente de un cartel luminoso suspendido al otro lado de la calle inundó la sala durante un segundo, desvelando un pequeño montón de escombros apilados contra la pared. Me aproximé y me arrodillé frente a los restos carcomidos por el fuego. Algo asomaba entre la pila. Dedos. Aparté las cenizas que los cubrían y lentamente afloró el contorno de una mano. La cogí y al tirar de ella vi que estaba segada a la altura de la muñeca. La reconocí al instante y comprendí que la mano de aquella niña, que había creído que era de madera, era de porcelana. La dejé caer de nuevo sobre los escombros y me alejé de allí.
Me pregunté si habría imaginado a aquel extraño, porque no había rastro de sus pisadas en el polvo. Bajé de nuevo a la calle y me quedé al pie del edificio, escrutando las ventanas del primer piso desde la acera, completamente confundido. Las gentes pasaban a mi lado riendo, ajenas a mi presencia. Intenté encontrar la silueta de aquel extraño entre el gentío. Sabía que estaba allí, tal vez a unos pocos metros, observándome. Al rato crucé la calle y entré en un café angosto que estaba abarrotado de gente. Conseguí hacerme un hueco en la barra e hice una seña al camarero.
– ¿Qué va a ser?
Tenía la boca seca y arenosa.
– Una cerveza -improvisé.
Mientras el camarero me escanciaba la bebida, me incliné hacia adelante.
– Oiga, ¿sabe usted si el local de enfrente, El Ensueño, ha cerrado?
El camarero dejó el vaso sobre la barra y me miró como si fuese tonto.
– Cerró hace quince años -dijo.
– ¿Está seguro?
– Pues claro. Después del incendio no volvió a abrir.
¿Algo más?
Negué.
– Serán cuatro céntimos.
Pagué la consumición y me fui de allí sin tocar el vaso.
Al día siguiente llegué a la redacción del diario antes de mi hora y fui directo a los archivos del sótano. Con la ayuda de Matías, el encargado, y guiándome por lo que me había dicho el camarero, empecé a consultar las portadas de La Voz de la Industria de quince años atrás. Me llevó unos cuarenta minutos encontrar la historia, apenas un apunte. El incendio había tenido lugar durante la madrugada del día del Corpus de 1903. Seis personas habían perecido atrapadas por las llamas: un cliente, cuatro de las chicas en plantilla y una niña que trabajaba allí. La policía y los bomberos habían apuntado como causa de la tragedia el fallo de un quinqué, aunque el patronato de una parroquia próxima citaba la retribución divina y la intervención del Espíritu Santo como factores determinantes.