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Al volver a la pensión me tendí en el lecho de mi habitación e intenté en vano conciliar el sueño. Saqué del bolsillo la tarjeta de aquel extraño benefactor que había encontrado en mis manos al despertar en la cama de Cloe y releí las palabras escritas al dorso en la penumbra: “Grandes esperanzas.”

En mi mundo, las esperanzas, grandes y pequeñas, raramente se hacían realidad. Hasta hacía pocos meses, mi único anhelo cada noche al irme a dormir era poder reunir algún día el valor suficiente para dirigirle la palabra a la hija del chófer de mi mentor, Cristina, y que transcurriesen las horas que me separaban del alba para poder volver a la redacción de La Voz de la Industria. Ahora, incluso aquel refugio empezaba a escapárseme de las manos. Tal vez, si alguno de mis empeños fracasaba estrepitosamente, conseguiría recobrar el afecto de mis compañeros, me decía. Tal vez si escribía algo tan mediocre y abyecto que ningún lector fuese capaz de pasar del primer párrafo, mis pecados de juventud serían perdonados. Tal vez aquél no fuese un precio muy grande para poder volver a sentirme en casa. Tal vez.

Había llegado a La Voz de la Industria muchos años atrás de la mano de mi padre, un hombre atormentado y sin fortuna que a su vuelta de la guerra de Filipinas se había encontrado con una ciudad que prefería no reconocerle y una esposa que ya le había olvidado y que a los dos años de su regreso decidió abandonarle. Al hacerlo le dejó el alma rota y un hijo que nunca había deseado y con el que no sabía qué hacer. Mi padre, que a duras penas sabía leer y escribir su propio nombre, no tenía oficio ni beneficio. Cuanto había aprendido en la guerra era a matar a otros hombres como él antes de que ellos le matasen, siempre en nombre de causas grandiosas y huecas que se revelaban más absurdas y viles cuanto más cerca del combate se estaba.

A su retorno de la guerra, mi padre, que parecía un hombre veinte años más viejo que cuando se había marchado, buscó colocación en varias industrias del Pueblo Nuevo y de la barriada de Sant Martí. Los empleos le duraban apenas unos días, y tarde o temprano le veía volver a casa con la mirada envilecida de resentimiento. Con el tiempo, y a falta de otra alternativa, aceptó un puesto como vigilante nocturno en La Voz de la Industria. La paga era modesta pero pasaban los meses, y por primera vez desde su retorno de la guerra parecía que no se metía en líos. La paz fue breve. Pronto algunos de sus antiguos compañeros de armas, cadáveres en vida que habían regresado mutilados en cuerpo y alma para comprobar que quienes los habían enviado a morir en nombre de Dios y de la patria les escupían ahora en la cara, lo implicaron en turbios asuntos que le venían grandes y que nunca acabó de entender.

A menudo, mi padre desaparecía durante un par de días, y cuando volvía las manos y la ropa le olían a pólvora y los bolsillos a dinero. Entonces se refugiaba en su habitación y, aunque creía que yo no me daba cuenta, se inyectaba lo poco o mucho que había podido conseguir. Al principio nunca cerraba la puerta, pero un día me sorprendió espiándole y me pegó una bofetada que me partió los labios. Luego me abrazó hasta que la fuerza se le fue de los brazos y quedó tendido en el suelo, la aguja todavía prendida de la piel. Le saqué la aguja y le tapé con una manta. Después de aquel incidente, empezó a encerrarse con llave.

Vivíamos en un pequeño ático suspendido sobre las obras del nuevo auditorio del Palau de la Música del Orfeó Cátala. Aquél era un lugar frío y angosto en el que el viento y la humedad parecían burlar los muros. Yo solía sentarme en el pequeño balcón, con las piernas colgando, a ver la gente pasar y a contemplar aquel arrecife de esculturas y columnas imposibles que crecía al otro lado de la calle y que a veces me parecía que casi podía tocar con los dedos, y otras, la mayoría, me parecía tan lejos como la luna. Fui un niño débil y enfermizo, propenso a fiebres e infecciones que me arrastraban al borde de la tumba pero que, a última hora, siempre se arrepentían y partían en busca de una presa de mayor altura. Cuando caía enfermo, mi padre acababa por perder la paciencia y después de la segunda noche en vela solía dejarme al cuidado de alguna vecina y desaparecía de casa durante unos días. Con el tiempo empecé a sospechar que confiaba en encontrarme muerto a su regreso y así verse libre de la carga de aquel crío con salud de papel que no le servía para nada.

En más de una ocasión deseé que así fuese, pero mi padre siempre regresaba y me encontraba vivo, coleando y un poco más alto. La madre naturaleza no tenía pudor en deleitarme con su extenso código penal de gérmenes y miserias, pero nunca encontró el modo de aplicarme del todo la ley de la gravedad. Contra todo pronóstico, sobreviví aquellos primeros años en la cuerda floja de na infancia de antes de la penicilina. Por entonces, la muerte no vivía aún en el anonimato y se la podía ver y oler por todas partes devorando almas que todavía no habían tenido tiempo ni de pecar.

Ya en aquellos tiempos mis únicos amigos estaban hechos de papel y tinta. En la escuela había aprendido a leer y a escribir mucho antes que los demás crios del barrio. Donde mis compañeros veían muescas de tinta en páginas incomprensibles yo veía luz, calles y gentes. Las palabras y el misterio de su ciencia oculta me fascinaban y me parecían una llave con la que abrir un mundo infinito y a salvo de aquella casa, aquellas calles y aquellos días turbios en los que incluso yo podía intuir que me aguardaba escasa fortuna. A mi padre no le gustaba ver libros por casa. Había algo en ellos, además de letras que no podía descifrar, que le ofendía. Me decía que en cuanto tuviese diez años me iba a poner a trabajar y que más me valía quitarme todos aquellos pájaros de la cabeza porque de lo contrario iba a acabar siendo un desgraciado y un muerto de hambre. Yo escondía los libros debajo de mi colchón y esperaba a que él hubiera salido o estuviese dormido para poder leer. En una ocasión me sorprendió leyendo de noche y montó en cólera. Me arrancó el libro de las manos y lo tiró por la ventana.

Si vuelvo a encontrarte gastando luz leyendo esas bobadas te arrepentirás.

Mi padre no era un hombre tacaño y, pese a las penupasábamos, cuando podía me soltaba unas monedas para que me comprase dulces como los demás crios del barrio. Él estaba convencido de que las gastaba en palos de regaliz, pipas o caramelos, pero yo las guardaba en una lata de café debajo de la cama y, cuando había reunido cuatro o cinco reales, corría a comprarme un libro sin que él lo supiese.

Mi lugar favorito en toda la ciudad era la librería de Sempere e Hijos en la calle Santa Ana. Aquel lugar que olía a papel viejo y a polvo era mi santuario y refugio. El librero me permitía sentarme en una silla en un rincón y leer a mis anchas cualquier libro que deseara. Sempere casi nunca me dejaba pagar los libros que ponía en mis manos, pero cuando él no se daba cuenta yo le dejaba las monedas que había podido reunir en el mostrador antes de irme. No era más que calderilla, y si hubiese tenido que comprar algún libro con aquella miseria, seguramente el único que habría podido permitirme era uno de hojas para liar cigarrillos. Cuando era hora de irme, lo hacía arrastrando los pies y el alma, porque si de mí hubiese dependido, me habría quedado a vivir allí.

Unas Navidades, Sempere me hizo el mejor regalo que he recibido en toda mi vida. Era un tomo viejo, leído y vivido a fondo.

– ”Grandes esperanzas, de Carlos Dickens…” -leí en la portada.

Me constaba que Sempere conocía a algunos escritores que frecuentaban su establecimiento y, por el cariño con el que manejaba aquel tomo, pensé que a lo mejor el tal don Carlos era uno de ellos.

– ¿Amigo suyo?

– De toda la vida. Y a partir de hoy tuyo también.

Aquella tarde, escondido bajo la ropa para que no lo viese mi padre, me llevé a mi nuevo amigo a casa. Aquél fue un otoño de lluvias y días de plomo durante el que leí Grandes esperanzas unas nueve veces seguidas, en parte porque no tenía otro a mano que leer y en parte porque no pensaba que pudiese existir otro mejor, y empezaba a sospechar que don Carlos lo había escrito sólo para mí. Pronto tuve el firme convencimiento de que no quería otra cosa en la vida que aprender a hacer lo que hacía aquel tal señor Dickens.