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Ted Nash y George Foster iban juntos, y Kate Mayfield y yo caminábamos detrás. La idea era no parecer cuatro federales llevando a cabo una misión, por si había alguien vigilando. Y es que hay que poner en práctica las reglas de la profesión aunque a uno no le impresionen realmente sus adversarios.

Consulté el panel de llegadas, según el cual el Vuelo 175 de Trans-Continental venía puntual, lo que significaba que aterrizaría al cabo de unos diez minutos, con llegada por la Puerta 23.

Mientras caminábamos en dirección a la zona de llegadas observábamos con atención a la gente que nos rodeaba. Normalmente, uno no ve facinerosos cargando sus pistolas ni nada parecido pero es sorprendente cómo, después de treinta años en el oficio, uno puede detectar complicaciones.

La terminal no estaba abarrotada aquel sábado por la tarde del mes de abril, y todo el mundo parecía más o menos normal, excepto los neoyorquinos nativos, que siempre tienen aire de estar posando para una postal.

– Quiero que seas amable con Ted -me dijo Kate.

– Muy bien.

– Lo digo en serio.

– Sí, señora.

– Cuanto más te metes con él, más disfruta -añadió.

Tenía razón. Pero hay algo en Ted Nash que no me gusta. En parte es su afectación y su complejo de superioridad, pero principalmente es que no confío en él.

Todo el que espera un vuelo internacional permanece fuera del recinto aduanero, en la planta baja, de modo que nos dirigimos allí y nos movimos un poco entre la multitud, buscando a alguien que se comportara de manera sospechosa.

Supongo que el terrorista medio sabe que si su objetivo está protegido, ese objetivo no pasará por la aduana. Pero la calidad de los terroristas que llegan a este país es generalmente baja, no sé por qué motivo, y es legendaria la cantidad de estupideces que han cometido. Según Nick Monti, los miembros de la BAT cuentan en los bares historias de terroristas memos y luego se inventan para la prensa una historia diferente sobre lo peligrosos que son esos activistas. Sí son peligrosos, pero sobre todo para ellos mismos. Aunque acuérdense del World Trade Center, por no mencionar los dos atentados con bombas contra otras tantas embajadas en África.

– Pasaremos unos dos minutos aquí y luego iremos a la puerta -me dijo Kate.

– ¿Debo levantar ya mi cartel de «Bien venido, Asad Jalil»?

– Después. En la puerta. -Y añadió-: Ésta parece ser la temporada de las defecciones.

– ¿Qué quieres decir?

– Tuvimos otra en febrero.

– Cuéntame.

– Un asunto parecido. Un libio en busca de asilo.

– ¿Dónde se entregó?

– En París también -respondió.

– ¿Qué fue de él?

– Lo retuvimos aquí unos días y luego lo llevamos a Washington.

– ¿Dónde está ahora?

– ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Por qué? Porque este asunto apesta.

– ¿Verdad que sí? ¿Qué opinas?

– Parece un truco para ver qué pasa si vas a la embajada estadounidense en París y te entregas.

– Eres más listo de lo que pareces. ¿Has recibido entrenamiento antiterrorista?

– Más o menos. Estuve casado. -Y añadí-: Solía leer muchas novelas de la guerra fría.

– Sabía que acertábamos al contratarte.

– Cierto. ¿Y ese otro terrorista está aislado o puede llamar a sus camaradas de Libia?

– Estaba en libertad, aunque bajo vigilancia. Se fugó.

– ¿Por qué estaba en libertad?

– Bueno, era un testigo amigo -respondió ella.

– Ya no -puntualicé.

No replicó, y yo no le hice más preguntas. En mi opinión, los federales tratan a los llamados espías y terroristas desertores mucho mejor que los policías tratan a los delincuentes que aceptan cooperar con ellos. Pero ésa es sólo mi opinión.

Nos dirigimos a un punto previamente concertado, junto a la puerta de la aduana, y nos reunimos con el detective de la Autoridad Portuaria allí destinado, que se llamaba Frank.

– ¿Conocen el camino o necesitan compañía? -preguntó Frank.

– Yo conozco el camino -respondió Foster.

– Muy bien -dijo Frank-, los presentaré. -Cruzamos la puerta del recinto, y Frank anunció a varios aduaneros-: Son agentes federales. Pueden pasar.

A nadie pareció importarle, y Frank nos deseó buena suerte, encantado de que no quisiéramos que hiciera con nosotros todo el largo recorrido hasta la Puerta 23.

Kate, Foster, Nash y yo cruzamos la extensa sección de Aduanas y recogida de equipaje y seguimos por un pasillo hasta las garitas de control de pasaportes, donde nadie nos preguntó siquiera qué hacíamos allí.

Quiero decir que a aquellos idiotas se les podía enseñar una placa de Roy Rogers y pasar con un lanzacohetes al hombro.

En resumen, la seguridad del JFK es horrible; ese aeropuerto es un caldero en el que se mezclan los buenos, los malos, los feos y los estúpidos, por donde entran y salen treinta millones de viajeros al año.

Íbamos andando todos juntos ahora por uno de esos largos y surrealistas corredores que unen la zona de Pasaportes e Inmigración con las puertas de llegada. De hecho, estábamos haciendo el camino inverso del que hacen los pasajeros que llegan, y yo sugerí que camináramos de espaldas para no llamar la atención pero a nadie le pareció necesario, y ni tan siquiera gracioso.

Kate Mayfield y yo íbamos delante de Nash y Foster.

– ¿Has estudiado el perfil sicológico de Asad Jalil? -me preguntó ella.

No recordaba haber visto ningún perfil sicológico en el dossier, y así se lo dije.

– Pues había uno -respondió-. Indica que un hombre como Asad Jalil, a propósito, Asad significa «león» en árabe, que un hombre como ése adolece de baja autoestima y tiene problemas no resueltos de inadaptación infantil que necesita superar.

– ¿Cómo?

– Es el tipo de hombre que necesita una reafirmación de su propia valía.

– ¿Quieres decir que no puedo partirle la nariz?

– No. Tienes que validar su autoestima.

La miré y vi que estaba sonriendo, y comprendí que me estaba tomando el pelo. Me eché a reír, y ella me dio un codazo juguetonamente, lo que me agradó.

En la puerta había una mujer de uniforme azul con un bloc y un transmisor-receptor de radio en la mano. Supongo que teníamos un aspecto peligroso o algo parecido, porque empezó a farfullar por la radio mientras nos veía acercarnos.

Kate se adelantó, mostró su credencial del FBI y le habló a la mujer, que se calmó. Ya saben, todo el mundo está un poco paranoico últimamente, en especial en los aeropuertos internacionales. Cuando yo era pequeño, solíamos ir hasta la misma puerta para recibir a la gente, un detector de metales era lo que llevaba uno a la playa para encontrar monedas perdidas, y los únicos vehículos que se asaltaban eran los camiones de mercancías. Pero el terrorismo internacional ha cambiado todo eso. Y, por desgracia, la paranoia no se traduce necesariamente en un buen sistema de seguridad.

Nash, Foster y yo nos acercamos y empezamos a charlar con la mujer, que resultó ser una empleada de Trans-Continental. Se llamaba Debra Del Vecchio, que suena la mar de bien. Nos dijo que, por lo que ella sabía, el vuelo llegaba puntual y que por eso estaba allí. Hasta el momento, todo perfecto.

Hay un procedimiento establecido para el embarque, transporte y desembarque de presos y sus escoltas; éstos son los primeros en embarcar y los últimos en desembarcar. Incluso personajes importantes, como por ejemplo políticos, tienen que esperar a que desembarquen los presos, pero muchos políticos acaban esposados y entonces pueden desembarcar los primeros.

Kate le dijo a Del Vecchio:

– Cuando lleve el pasillo móvil hasta el aparato, nosotros iremos por él hasta la puerta del avión y esperaremos allí. Las personas que estamos esperando desembarcarán primero y los acompañaremos por la escalera hasta la pista, donde nos aguarda un vehículo. Usted no volverá a vernos. Sus pasajeros no sufrirán ninguna molestia.