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Sorentino estaba estudiando un plano del 747-700 que tenía apoyado sobre las rodillas.

– Es un señor avión -dijo.

– Sí.

McGill esperaba que, si se trataba de un problema mecánico, el piloto fuera lo bastante listo como para haberse deshecho del combustible sobrante. McGill tenía la convicción de que los reactores eran poco más que bombas volantes… combustible zarandeado, motores recalentados y cables eléctricos, y Dios sabía qué más en las bodegas de carga, surcando el espacio con la capacidad de hacer saltar en pedazos varias manzanas de casas. Andy McGill nunca le había dicho a nadie que tenía miedo a volar, y ciertamente jamás volaba y jamás lo haría. Encontrarse con la bestia en el suelo era una cosa; estar allá arriba en su vientre, otra muy distinta.

McGill y Sorentino miraron por el parabrisas el hermoso cielo de abril. El 747 se había ido haciendo más grande y ahora ya tenía relieve y color. Cada pocos segundos su tamaño se duplicaba.

– Parece que va bien -dijo Sorentino.

– Sí.

McGill cogió sus prismáticos de campaña y enfocó al avión que se acercaba. El enorme aparato había sacado cuatro bogies -grupos de ruedas- distintos, dos de debajo de las alas y dos del centro del fuselaje, además del correspondiente al morro. Veinticuatro neumáticos en total.

– Los neumáticos parecen intactos -dijo.

– Estupendo.

McGill continuó mirando al avión, que ahora parecía suspendido a pocos cientos de metros por encima y más allá del extremo de la pista nordeste del Kennedy, de tres mil metros de longitud. Pese a su miedo a volar, McGill se sentía hipnotizado por aquellos espléndidos monstruos. Le parecía que había algo mágico en el acto de despegar y aterrizar. Varias veces en su carrera había subido a una de aquellas míticas bestias, cuando su magia se había esfumado entre el humo y el fuego. En tales ocasiones, el avión se convertía en una conflagración más que en nada se diferenciaba de la de un camión o un edificio decidido a consumirse. Entonces McGill tenía que impedir que eso sucediera. Pero hasta ese momento parecía como si aquellos monstruos gigantescos hubieran llegado de otra dimensión, produciendo un terrible estruendo y desafiando las leyes de la gravedad terrestre.

– A punto de tocar tierra… -anunció Sorentino.

McGill apenas lo oyó y continuó mirando por sus prismáticos de campaña. El tren de aterrizaje colgaba con un aire desafiante que parecía estar ordenando a la pista que ascendiera hasta él. El avión mantenía el morro elevado, con sus dos ruedas centradas por encima del nivel del tren de aterrizaje principal. Los alerones estaban bajos, la velocidad, altitud y el ángulo eran perfectos. Ondas de calor rielaban tras los cuatro gigantescos motores. El avión parecía vivo y en excelentes condiciones, pensó McGill, dotado de decisión e intensidad.

– ¿Ves algo raro? -preguntó Sorentino.

– No.

El 747 atravesó el umbral de la pista y descendió hacia su habitual punto de toma de tierra, varios cientos de metros más allá. El morro se elevó ligeramente instantes antes de que las primeras ruedas principales tocaran el suelo y se nivelaran desde su oblicua posición inicial. Una nubécula de humo gris plateado se elevó detrás de cada grupo de ruedas cuando éstas tocaron el cemento y pasaron en un segundo de cero a trescientos kilómetros por hora. Desde que las primeras ruedas se posaron en tierra hasta que lo hicieron las dos del morro transcurrieron cuatro o cinco segundos, pero la elegancia del movimiento lo hizo parecer más largo, como un pase de fútbol perfectamente ejecutado a la zona del área. Aterrizaje.

Brotó una voz de la radio del vehículo de emergencia y anunció:

– Rescate Cuatro en movimiento.

Otra voz dijo:

– Rescate Tres, estoy a tu izquierda.

Los catorce vehículos estaban ahora moviéndose y transmitiendo. Uno a uno, se fueron incorporando a la pista a medida que el gigantesco aparato pasaba ante ellos.

El 747 estaba ahora al lado del vehículo de McGill, y éste tuvo la impresión de que iba a demasiada velocidad.

Sorentino pisó el acelerador, y el V8 diesel saltó a la pista con un rugido, lanzándose en persecución del reactor.

– Eh, Andy -dijo Sorentino-, no ha accionado la marcha atrás.

– ¿Qué…?

Mientras el vehículo le iba ganando terreno al aparato, McGill pudo ver que las palas escalonadas que había detrás de cada uno de los cuatro motores continuaban aún alineadas en su posición de crucero. Los paneles metálicos articulados -del tamaño de puertas de granero- no estaban desplegados en la posición conveniente para desviar hacia adelante el chorro del reactor durante el rodaje, y ésa era la causa de que el avión fuese a demasiada velocidad.

Sorentino consultó su velocímetro y anunció:

– Ciento setenta y cinco.

– Demasiado de prisa. Va demasiado de prisa.

McGill sabía que el Boeing 747 estaba diseñado para poder detenerse simplemente con los frenos de las ruedas, y la pista era suficientemente larga, por lo que no había problema, pero tenía la impresión de que algo marchaba mal.

El 747 continuó rodando, desacelerando más lentamente que de costumbre pero disminuyendo claramente la velocidad. McGill iba en cabeza, seguido por los otros cinco camiones, a los que seguían los seis coches patrulla, que eran seguidos a su vez por las dos ambulancias.

McGill cogió el micrófono y dio una orden a cada uno de los vehículos. Éstos se acercaron al gigantesco aparato y tomaron posiciones: un vehículo de interceptación rápida detrás, dos camiones T2900 a cada lado, y los coches patrulla y las ambulancias desplegados a retaguardia. Sorentino y McGill pasaron bajo la monstruosa ala del avión y mantuvieron su posición junto al morro mientras el reactor continuaba frenando. McGill miró por la ventanilla lateral, y elevando la voz para hacerse oír por encima del rugido de los motores, le dijo a Sorentino:

– No veo nada anormal.

Sorentino estaba concentrado en la tarea de mantener la velocidad y la distancia.

– ¿Por qué no utiliza el mecanismo de inversión? -le dijo.

– No sé. Pregúntaselo a él.

Finalmente, el Boeing 747 frenó y se detuvo a cuatrocientos metros del extremo de la pista, balanceando un par de veces el morro hacia arriba y hacia abajo por efecto de la inercia.

Cada uno de los cuatro vehículos T2900 se había situado a cuarenta metros del avión, dos a cada lado, con los vehículos de interceptación rápida delante y detrás. Las ambulancias se detuvieron detrás del avión, mientras los seis coches patrulla se situaban a la altura del vehículo del Servicio de Emergencia, aunque los coches patrulla estaban más lejos del avión que los camiones motobombas. Los seis hombres de los coches patrulla salieron de sus vehículos y, de acuerdo con el procedimiento operativo habitual y como medida de precaución, se situaron a cubierto, protegidos por sus propios coches, lejos del avión. Cada uno de ellos iba armado con una escopeta o un rifle automático AR-15.

Los hombres de los camiones permanecieron en sus vehículos. McGill cogió el micrófono y preguntó a los otros cinco camiones:

– ¿Alguien ve algo?

Nadie respondió, lo cual era bueno, ya que, según el procedimiento establecido, los otros vehículos de rescate mantendrían silencio por radio a menos que tuviesen algo pertinente que decir.

McGill consideró cuál debía ser su próximo paso. El piloto no había accionado la marcha atrás, así que había tenido que sobreutilizar los frenos de rueda.