– Avanza hacia los neumáticos -le dijo finalmente a Sorentino.
Éste aproximó el vehículo a las ruedas principales del lado de estribor del avión. Apagar los incendios de los frenos era lo fundamental de su profesión. No hacía falta ser un héroe, pero si no se echaba pronto agua sobre unos frenos recalentados, no era nada raro ver estallar súbitamente en llamas todo el tren de aterrizaje. Esto no solamente no era bueno para los frenos, sino que, estando los depósitos de combustible directamente encima de ellos, tampoco era bueno para nadie ni para nada que estuviese dentro de un radio de cien metros del avión.
Sorentino detuvo el vehículo a quince metros de las ruedas.
McGill levantó los prismáticos y miró atentamente los discos de los frenos. Si presentaban un brillante color rojo sería el momento de empezar a echarles agua, pero su color era el suyo negro habitual.
Tomó el micrófono y ordenó que los vehículos T2900 comprobasen los tres grupos restantes de ruedas.
Los otros vehículos informaron de que no había frenos recalentados.
– Está bien, retroceded -ordenó McGill.
Los cuatro vehículos T2900 se alejaron del 747. McGill sabía que el vuelo había llegado en situación de silencio de radio, que era por lo que ellos estaban allí, pero pensó que debían intentar hablar con el piloto. Transmitió por la frecuencia terrestre:
– Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental, aquí Rescate Uno. ¿Me copia? Cambio.
No hubo respuesta.
McGill esperó y luego volvió a transmitir. Miró a Sorentino, que se encogió de hombros.
Los vehículos de emergencia, los coches policiales, las ambulancias y el 747 permanecían inmóviles. Los cuatro motores del Boeing continuaban funcionando, pero el avión no se movía.
– Acércate a donde el piloto pueda vernos -le dijo a Sorentino.
Éste puso el coche en marcha y se situó delante y a la derecha del aparato. McGill salió y agitó los brazos en dirección al parabrisas del avión. Luego, utilizando las señales de los controladores de tierra, indicó al piloto que continuase en dirección a la calzada de llegadas.
El 747 no se movió.
McGill trató de ver el interior de la cabina de mando pero había demasiado reflejo en el parabrisas y la cabina estaba a demasiada altura. Dos cosas se le ocurrieron casi simultáneamente. La primera era que no sabía qué hacer a continuación. La segunda, que algo marchaba mal. No manifiestamente mal, sino discretamente mal. La peor manera de que algo marchase mal.
CAPÍTULO 7
Nos quedamos allí esperando en la puerta de Llegadas Internacionales, Kate Mayfield, George Foster, Ted Nash y Debra Del Vecchio, la empleada de Trans-Continental. Soy un hombre de acción, por lo que no me gusta esperar, pero los policías aprenden a hacerlo. Una vez me pasé tres días de vigilancia haciéndome pasar por vendedor de perritos calientes, y comí tantos perritos calientes que necesité medio kilo de sal de fruta para volver a la normalidad.
– ¿Hay algún problema? -le pregunté a Del Vecchio.
Ella miró su pequeño walkie-talkie, que tenía también una pantallita, y me la volvió a enseñar. Seguía poniendo: «En tierra.»
– Llame a alguien, por favor -dijo Kate.
Ella se encogió de hombros y habló por la radio portátil.
– Aquí Debbie, Puerta 23. Estado del vuelo Uno-Siete-Cinco, por favor.
Escuchó, cortó y nos dijo:
– Están comprobando.
– ¿Por qué no lo saben? -inquirí.
Ella respondió pacientemente:
– El aparato está bajo la jurisdicción de torre de control, dirigida por la Administración Federal de Aviación, los Federales, no por Trans-Continental. Sólo llaman a la compañía cuando hay algún problema. Si no hay llamada, no hay problema.
– La llegada del avión a la puerta se está retrasando -señalé.
– Eso no es un problema -me informó-. Ha llegado puntual. Tenemos un excelente promedio de puntualidad.
– ¿Y si se queda una semana en la pista? ¿Sigue siendo puntual?
– Sí.
Miré a Ted Nash, que continuaba apoyado contra la pared con expresión inescrutable. Como a la mayoría de los tipos de la CÍA, le gustaba dar la impresión de que sabía más de lo que decía. En la mayoría de los casos, lo que parecía serena seguridad y sabiduría en realidad no era más que desorientada estupidez. ¿Por qué odio a ese hombre?
Pero, a cada uno lo suyo, Nash sacó su teléfono móvil y marcó varios números, al tiempo que nos anunciaba:
– Tengo el número directo de la torre de control.
Se me ocurrió que quizá el señor Nash realmente sabía más de lo que decía y que, mucho antes de que el avión aterrizara, sabía que podría haber un problema.
En la torre de control, el supervisor Ed Stavros continuaba observando a través de sus prismáticos la escena que se desarrollaba en la pista Cuatro-Derecha.
– No están echando espuma -les dijo a los controladores que lo rodeaban-. Se están alejando del avión… uno de los tipos del Servicio de Emergencia le está haciendo señales al piloto…
El controlador Roberto Hernández estaba hablando por teléfono.
– Jefe -dijo, dirigiéndose a Stavros-, la sala de radar quiere saber cuánto tiempo falta para que puedan utilizar la Cuatro-Izquierda y cuándo podemos volver a dejarles disponible la Cuatro-Derecha. Están esperando para aterrizar varios aviones a los que no les queda mucho combustible -añadió.
Stavros sintió que se le formaba un nudo en el estómago. Inspiró profundamente y respondió:
– No sé. Diles… Ya los llamaré.
Hernández no contestó ni transmitió la falta de respuesta de su supervisor.
Finalmente, Stavros cogió el teléfono que sostenía Hernández y dijo:
– Aquí Stavros. Tenemos… una situación de silencio en radio, sí, ya sé que lo saben, pero eso es todo lo que yo sé… Mire, si hubiese un incendio, tendrían que desviar las llegadas a alguna parte y no me estarían incordiando… -Escuchó y luego replicó secamente-: Entonces dígales que el presidente se está cortando el pelo en la Cuatro-Derecha y que tienen que desviar el tráfico a Philly.
Colgó y al instante se arrepintió de haber dicho aquello, aunque se daba perfecta cuenta de que todos los que lo rodeaban reían aprobadoramente. Se sintió mejor por un momento; luego, se le volvió a formar un nudo en el estómago.
– Llama otra vez al avión -le dijo a Hernández-. Utiliza las frecuencias de torre y de control de tierra. Si no contestan podemos dar por hecho que no han tenido suerte -con sus problemas de radio.
Hernández cogió un micrófono de consola y trató de conectar con el aparato en cada una de las dos frecuencias.
Stavros enfocó los prismáticos y escudriñó de nuevo la escena. Nada había cambiado. El gigantesco Boeing permanecía estoicamente inmóvil, y podía ver las ondas del humo y el aire caliente que se elevaban detrás de cada uno de los motores. Los diversos vehículos del Servicio de Emergencia y los coches policiales mantenían sus posiciones. A lo lejos, un equipo similar se hallaba estacionado a distancia de la pista, quemando combustible y haciendo lo mismo que todos los demás: nada. Quienquiera que fuese el que había intentado atraer la atención del piloto -probablemente McGill- había desistido y permanecía allí, de pie, con las manos en las caderas y un aire ciertamente estúpido, como si estuviese enojado con el 747.
Lo que no tenía sentido para Stavros era la actitud del piloto. Cualquiera que fuese el problema, el primer impulso de un piloto sería despejar una pista activa a la primera oportunidad. Pero el Boeing 747 continuaba allí, inmóvil.
Hernández dejó la radio y preguntó a Stavros:
– ¿Debo llamar a alguien?
– No queda nadie a quien llamar, Roberto. ¿A quién vamos a llamar? Los tipos que se suponía que iban a sacar de ahí al jodido avión están tocándose las narices a su alrededor. ¿A quién voy a llamar ahora? ¿A mi madre? Ella quería que yo fuese abogado… -Stavros se dio cuenta de que estaba perdiendo los estribos y procuró calmarse. Volvió a inspirar profundamente y le dijo a Hernández-: Llama a esos payasos de ahí abajo. -Señaló hacia el grupo congregado al final de la Cuatro-Derecha-. Llama a Pistolas y Mangueras. McGill.