El móvil de Debra Del Vecchio sonó, y ella se lo llevó al oído.
– Bien, gracias -dijo al cabo de unos momentos. Se volvió hacia nosotros y explicó-: Ahora me dicen que Control de Tráfico Aéreo ha llamado hace un rato a Operaciones de Transcontinental para informar de que el vuelo Uno-Siete-Cinco estaba en situación de silencio de radio.
– Eso ya lo sabíamos -repliqué-. ¿Sucede a menudo que se interrumpa la comunicación por radio?
– No sé…
– ¿Por qué el avión está parado en el extremo de la pista?
Del Vecchio se encogió de hombros.
– Quizá el piloto necesita que alguien le dé instrucciones. Ya sabe, qué calzada de rodaje utilizar. -Y añadió-: Creía que había dicho usted que había un personaje importante a bordo. No un fugitivo.
– Es un fugitivo importante.
De modo que nos quedamos allí, esperando que los polis de la Autoridad Portuaria recogiesen a Hundry, Gorman y Jalil y los llevaran hasta los vehículos de escolta de la policía de Nueva York y de la Autoridad Portuaria que aguardaban delante de la puerta, tras lo cual el agente Jim Nosecuántos nos llamaría y bajaríamos a la explanada, montaríamos en los vehículos y nos dirigiríamos al Club Conquistador. Miré mi reloj. Les daría quince minutos de tiempo; diez, quizá.
CAPÍTULO 8
Andy McGill oyó el bocinazo de su camión, regresó rápidamente al vehículo y saltó al estribo.
– Ha llamado Stavros -le dijo Sorentino-. Dice que entremos en el avión. Lo han llamado unos federales; hay un fugitivo a bordo. Va esposado y escoltado. Hay que recogerlo a él y a sus dos escoltas y entregarlo a uno de los coches patrulla. Tienen que ir todos a la Puerta 23, donde los estarán esperando varios vehículos de la policía de Nueva York y de la Autoridad Portuaria. ¿Vamos a recibir órdenes de ese tío?: -le preguntó a McGill
Por un instante, McGill consideró la posibilidad de que existiera una relación entre el fugitivo y el problema del Boeing, pero no parecía haber ninguna, ni siquiera una coincidencia. Había montones de vuelos que llegaban con personas escoltadas, delincuentes, personajes importantes, testigos…, muchos más de lo que la gente imaginaba. En cualquier caso había algo que le rondaba por la cabeza. No podía recordar qué era pero tenía algo que ver con aquella situación. Se encogió de hombros y le respondió:
– No, no recibimos órdenes de Stavros ni de los federales pero quizá ha llegado el momento de subir a bordo. Comunícaselo al comandante de turno.
– Voy. -Sorentino encendió la radio.
McGill pensó en llamar al vehículo de la escalera móvil pero estaba a cierta distancia y en realidad no la necesitaba para entrar en el avión.
– Bien -le dijo a Sorentino-. Puerta delantera derecha. En marcha.
Sorentino dirigió el voluminoso vehículo hacia la puerta delantera derecha del gigantesco avión. La radio crepitó, y una voz dijo:
– Eh, Andy, acabo de acordarme del caso Saudí. Ten cuidado.
– Mierda… -exclamó Sorentino.
Andy McGill quedó petrificado en el estribo. Todo acudió a su mente. Una película de entrenamiento. Hacía unos veinte años, un Lockheed L-1011 Tristar de Arabia Saudí había despegado del aeropuerto de Riad y, tras informar de la existencia de humo en la cabina de mando y en la de pasajeros, regresó al aeropuerto y aterrizó sin novedad. Al parecer, había fuego en la cabina de pasajeros. Varios camiones de bomberos rodearon al avión, y el personal del Servicio de Emergencia saudí se limitó a esperar a que las puertas se abrieran y se desplegaran las rampas de salida. Pero, como consecuencia de una mezcla de mala suerte y estupidez, los pilotos no habían despresurizado el avión, y la presión interior del aire mantenía cerradas las puertas. Los ayudantes de vuelo no podían abrirlas, y a nadie se le ocurrió utilizar un hacha de bombero para romper una ventanilla. El final de la historia fue que las trescientas personas que se hallaban a bordo murieron en la pista como consecuencia de la inhalación de humo y de gases.
El infame caso Saudí. Habían sido entrenados para reconocerlo, la situación que tenían delante parecía una repetición del caso, y no se habían dado cuenta.
– Oh, mierda…
Sorentino condujo con una mano y entregó a McGill su equipo Scott, que consistía en una botella de aire comprimido, una máscara completa y un hacha.
Mientras el vehículo de interceptación rápida salía de debajo del avión, McGill trepó por la escalera del camión hasta el techo de éste, donde estaba montado el cañón de espuma.
Rescate Cuatro se había unido a su camión, y uno de los hombres también estaba en el techo, detrás de su propio cañón de espuma. McGill observó igualmente que uno de los hombres de un coche patrulla se había puesto el traje ignífugo y estaba desplegando una manguera de agua a alta presión. Los otros cuatro camiones y las ambulancias se habían alejado en previsión de que se produjera una explosión. McGill advirtió con satisfacción que tan pronto como alguien pronunció las palabras «caso Saudí», todo el mundo supo qué hacer. Por desgracia, habían permanecido sin hacer nada durante demasiado tiempo, como los bomberos saudíes de los que se habían reído en la película de entrenamiento.
Montada sobre el techo había una pequeña escalera plegable, y McGill la extendió en toda su longitud de dos metros y la hizo girar hacia la puerta. Era justo lo bastante larga para llegar al picaporte del 747. McGill se puso la máscara, inspiró profundamente y subió por la escalera.
Ed Stavros miró a través de sus prismáticos. Se preguntó por qué habría adoptado el Servicio de Emergencia la disposición de lucha contra incendios. Él nunca había oído hablar del caso Saudí pero sabía reconocer una disposición de lucha contra incendios cuando la veía. Cogió su radioteléfono y llamó al vehículo de McGill.
– Aquí Stavros. ¿Qué ocurre?
Sorentino no respondió.
Stavros llamó de nuevo.
Sorentino no tenía la menor intención de informar de que habían entendido demasiado tarde cuál podía ser el problema. Aún había un cincuenta por ciento de probabilidades de que no fuese el caso Saudí, y lo sabrían dentro de unos segundos.
Stavros volvió a llamar, con más insistencia esta vez.
Sorentino comprendió que debía contestar.
– Sólo estamos adoptando las precauciones necesarias -dijo.
Stavros consideró su respuesta durante unos instantes y luego preguntó:
– ¿Algún indicio de que haya fuego a bordo?
– No… no se percibe humo.
Stavros inspiró profundamente y dijo:
– Bien… Manténgame informado. Conteste a mis llamadas.
– Estamos en una posible situación de rescate -replicó Sorentino-. Deje libre la frecuencia. ¡Fuera!
Stavros miró a Hernández para ver si su subordinado había oído la insolencia del idiota de Pistolas y Mangueras. Hernández fingió no haber oído nada, y Stavros tomó nota mentalmente de que debía redactar un informe favorable sobre la eficiencia de Roberto.
A continuación pensó si debía llamar a alguien con relación a aquel despliegue del servicio contra incendios.
– Comunica a Control de Tráfico Aéreo que las pistas Cuatro-Izquierda y Cuatro-Derecha permanecerán cerradas durante quince minutos por lo menos -le dijo a Hernández.
Enfocó los prismáticos y miró la escena que se desarrollaba al extremo de la pista. No podía ver la puerta delantera derecha, que quedaba hacia el otro lado, pero podía ver el despliegue de los vehículos. Si el avión hacía explosión y aún había mucho combustible a bordo, los vehículos que se habían alejado a cien metros necesitarían una buena mano de pintura. Los dos camiones contraincendios cercanos al aparato quedarían reducidos a unos amasijos de metal.