Yo no quería ser portador de un futuro karma malo, pero no podía imaginarme a Asad Jalil esposado.
Tom volvió a sentarse ante el ordenador de Wiggins.
– Estoy tratando de encontrar en su ordenador una pista de dónde podría estar -informó-. He revisado su correo electrónico para ver si mantuvo correspondencia con un parque nacional o estatal o si había reservado plaza en un camping, algo así. Nosotros creemos que está de camping… -Y agregó, creo que dirigiéndose a mí-: Eso es cuando va uno al bosque con una tienda o una caravana.
Deduje que la López y Tom habían hablado.
– ¿Han examinado la ropa interior de Wiggins? -pregunté.
Levantó la vista del ordenador.
– ¿Perdón?
– Si usa calzoncillos boxers de talla mediana, me gustaría cogerle prestado un par.
Tom reflexionó unos instantes y respondió:
– Todos hemos traído mudas, señor Corey. Quizá alguien… uno de los hombres quiero decir, pueda prestarle un par de calzoncillos. No puede usar la ropa interior del señor Wiggins -añadió.
– Bueno, se lo preguntaré a él directamente si aparece.
– Buena idea.
Kate, dicho sea en su honor, no estaba tratando de aparentar que no me conocía.
– Nos gustaría ver el garaje y el resto de la casa -le dijo a Kim Rhee.
La señora Rhee nos condujo al vestíbulo y abrió la puerta de una habitación que daba a la parte trasera. La habitación, que probablemente había sido antes dormitorio, era ahora un centro de ocio que contenía un enorme televisor, equipo de sonido y altavoces suficientes como para provocar otro terremoto. Observé que en el suelo había seis maletines.
– Pueden usar más tarde esta habitación. El sofá se transforma en cama -dijo la señora Rhee-. Nos iremos turnando para dormir un poco si esto se prolonga durante la noche.
Yo creía que mi peor pesadilla era una comida de día de Acción de Gracias con mi familia pero estar atrapado en una casa pequeña con agentes del FBI lo superaba.
La señora Rhee nos enseñó también el pequeño cuarto de baño, lo que me hizo preguntarme si en otro tiempo habría sido agente inmobiliaria. Observé que no había en la casa ninguna clase de recuerdos militares, lo cual me indicaba que Elwood Wiggins no quería nada que le recordase la época en que sirvió en la Fuerza Aérea. O quizá lo había perdido todo, lo cual sería congruente con el perfil que habíamos elaborado sobre él. O quizá nos habíamos equivocado de casa. No sería la primera vez que los federales tomaban mal la dirección. Pensé en mencionarle esta última posibilidad a la señora Rhee pero es un tema delicado para ellos.
Volvimos a la cocina, y la señora Rhee abrió una puerta que reveló un desordenado garaje. Sentado en una silla de jardín detrás de varias cajas de cartón apiladas se encontraba un joven rubio, evidentemente el agente más joven, leyendo un periódico a la luz de la bombilla fluorescente que colgaba del techo. Se levantó, y la señora Rhee le hizo seña de que volviera a sentarse, a fin de que permaneciera oculto si la puerta del garaje se abría de pronto automáticamente.
– Éste es Scott, que se ha ofrecido voluntario para el puesto del garaje -dijo la señora Rhee, sonriendo.
Scott, que parecía que acabara de bajarse de una tabla de surf, descubrió los dientes en una sonrisa y saludó con la mano.
– ¿Qué, se está bien aquí, holgazaneando, eh? -dije.
Naturalmente, no dije tal cosa pero me apetecía. Scott era de mi talla pero no tenía aspecto de usar calzoncillos boxers.
La señora Rhee cerró la puerta, y nos quedamos en la cocina con Edie y Juan.
– Hemos traído alimentos congelados y en conserva para que nadie tenga que salir si esto se prolonga -dijo la señora Rhee. Y añadió incisivamente-: Tenemos comida para seis días y seis personas.
Tuve una súbita imagen de agentes del FBI volviéndose caníbales al agotarse la comida, pero no comuniqué a los demás mi pensamiento. Ya estaba caminando sobre hielo demasiado fino, o lo que sea el equivalente californiano.
– Ahora que tenemos dos bocas más que alimentar -dijo Juan-, encarguemos pizza. Necesito mi pizza.
Juan era un tipo estupendo, decidí. Por desgracia, era mucho más corpulento que yo y tampoco parecía de los que usan boxers.
– Yo preparo unos macarrones con queso bastante buenos en el microondas -me dijo Edie.
Reímos todos. Aquello era como para vomitar. Pero hasta el momento estaba resultando mucho mejor de lo que habría podido esperar veinticuatro horas antes. Asad Jalil estaba a nuestro alcance, ¿no? ¿Qué podía salir mal? No preguntes.
Pero, al menos, Wiggins, si todavía estaba vivo, tenía muchas posibilidades de continuar con vida.
Kate dijo que iba a llamar a Jack Koenig y me invitó a ir con ella a la habitación de atrás. Decliné la invitación, y ella salió. Yo me quedé en la cocina charlando con Edie y Juan.
Kate volvió unos quince minutos después y me informó:
– Jack dice que nos manda saludos y nos felicita por el buen trabajo detectivesco. Nos desea suerte.
– Qué amable. ¿Le has preguntado cómo estaba Frankfurt?
– No hemos hablado de Frankfurt.
– ¿Dónde está Ted Nash?
– ¿A quién le importa eso?
– A mí.
Kate miró de reojo a nuestros colegas.
– No te obsesiones por cosas sin importancia -dijo en voz baja.
– Sólo quería pegarle un puñetazo en la nariz. Nada más.
Sin hacerme caso, ella continuó:
– Jack quiere que lo llamemos si se producen novedades. Estamos autorizados para conducir a Jalil, vivo o muerto, a Nueva York, mejor que a Washington. Es una operación importante.
– Yo creo que Jack está vendiendo la piel del oso antes de cazarlo.
Kate volvió a ignorarme.
– Está trabajando con varias fuerzas de policía locales para trazar una imagen clara de los movimientos de Asad Jalil -dijo-, de sus asesinatos y de quiénes son o quiénes podrían haber sido sus cómplices.
– Estupendo. Eso lo mantendrá ocupado y me dejará en paz.
– Eso es exactamente lo que le he dicho.
Yo creo que se estaba burlando de mí. De cualquier modo, no queríamos divertir más a nuestros colegas, así que pusimos fin a la conversación.
Edie nos ofreció café, y Kate, Kim y yo nos sentamos a la mesa de la cocina con Edie, mientras Juan vigilaba la puerta trasera. Estaban todos muy interesados en todo lo que había sucedido desde el sábado y no dejaban de hacernos preguntas sobre cosas que no habían aparecido en las noticias ni en sus informes. Tenían curiosidad por saber qué ambiente había en Federal Plaza y qué decían los jefes de Washington. Los agentes de la ley y el orden eran iguales en todas partes, decidí, y, pese a la hostilidad cortésmente disimulada con que se nos había recibido, nos estábamos llevando muy bien, creando lazos y todo eso. Pensé en dirigirlos a todos en un coro de Carretera de Ventura, o quizá Allá voy, California. Pero no quería exagerar aquel jubiloso momento de la costa Oeste.
Parecía que todo el mundo sabía que yo era ex policía de Nueva York, por lo que supongo que habrían sido advertidos, si ésa es la palabra adecuada, o quizá simplemente lo habían deducido.
Era una de esas ocasiones en que las cosas parecen tranquilas y normales pero todo el mundo sabe que el timbre de un teléfono podría poner fin a las apariencias y helarte la sangre. Yo había pasado por ello, y también todos los demás que se encontraban en la casa. Supongo que me sientan bien esta clase de cosas, porque no estaba pensando en mi acogedora y segura clase del John Jay. Estaba pensando en Asad Jalil, y casi podía sentir la proximidad de aquel bastardo. De hecho, pensaba en el coronel Hambrecht, descuartizado a hachazos, y en los escolares de Bruselas.