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Scott tenía la cartera del repartidor en la mano y estaba registrándola.

– ¿Cómo se llama usted? -le preguntó.

El hombre trató de dominarse y sollozó algo que parecía una mezcla de flema y moco.

Scott, sosteniendo en la mano el carnet de conducir del hombre con su foto, repitió:

– Dígame cómo se llama.

– Azim Rahman.

– ¿Dónde vive?

El hombre dio una dirección de Los Ángeles.

– ¿Cuál es su fecha de nacimiento?

Y así sucesivamente. El hombre dio correctamente todas las respuestas del carnet de conducir, lo que le indujo a creer que lo iban a dejar en libertad. Error.

Tom empezó a formularle preguntas sobre cuestiones que no figuraban en su carnet de conducir.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Por favor, señor, he venido a entregar un paquete.

Roger estaba examinando el paquetito pero, naturalmente, no lo abrió, por si contenía una bomba.

– ¿Qué hay dentro? -preguntó.

– No lo sé, señor.

– No lleva remite -dijo Roger, dirigiéndose a todos-. Voy a dejarlo fuera y a llamar al vehículo de desactivación de explosivos. -Y salió, lo que hizo sentirse un poco más feliz a todo el mundo.

Juan entró en el cuarto de estar, y para entonces Azim Rahman se estaba preguntando probablemente por qué andaban rondando la casa del señor Wiggins todos aquellos tipos con cazadoras del FBI. Pero quizá ya sabía por qué.

Miré la cara de Tom y vi que estaba preocupado. Tratar con violencia a un ciudadano, nativo o nacionalizado, no era bueno para su carrera, por no mencionar la imagen del FBI. Últimamente, incluso golpear a un extranjero ilegal podía traerle a uno complicaciones. Quiero decir que todos somos ciudadanos del mundo, ¿no?

– ¿Es usted ciudadano norteamericano? -preguntó Tom al señor Rahman.

– Sí, señor. He prestado el juramento.

– Enhorabuena.

Tom formuló a Rahman una serie de preguntas acerca de su barrio, en West Hollywood, que Rahman pareció capaz de contestar, luego le formuló otras del tipo de educación ciudadana, primer curso, que Rahman contestó no demasiado mal. Incluso sabía quién era el gobernador de California, lo que me hizo sospechar que fuese un espía. Pero luego no supo decir quién era su congresista, y concluí que, ciertamente, era un ciudadano norteamericano.

Miré de nuevo a Kate, que meneó la cabeza. Yo me sentía bastante deprimido en aquellos momentos, lo mismo que todos los demás. ¿Por qué no salían las cosas conforme a lo planeado? ¿De qué lado estaba Dios?

Edie había marcado el número de teléfono que el señor Rahman le había dado como el de su domicilio, y confirmó que un contestador automático respondía «Residencia Rahman», y la voz parecía la del hombre tumbado en el suelo, no obstante su actual estado emocional.

Edie dijo, sin embargo, que el número de teléfono que figuraba en la furgoneta de Servicio de Entregas Rápidas no estaba dado de alta. Yo sugerí que la pintura de la furgoneta parecía nueva. Todo el mundo miró a Azim Rahman.

Comprendió que estaba de nuevo en dificultades y explicó:

– Acabo de empezar el negocio. Es nuevo para mí, hace unas cuatro semanas…

– ¿De modo que pintó un número en su furgoneta y esperaba que la compañía telefónica le diese ese número? ¿Le parece que somos idiotas?

Yo no podía imaginar qué le parecíamos al señor Rahman desde su perspectiva en el suelo. La posición determina la perspectiva, y cuando estás en el suelo, esposado y rodeado de gente armada, tu perspectiva es diferente de la de las personas que te rodean empuñando armas. Sea como fuere, el señor Rahman se mantuvo firme en su historia, que parecía plausible salvo en lo referente al número de teléfono del negocio.

Así pues, según todos los indicios, nos encontrábamos en presencia de un honrado inmigrante que perseguía el Sueño Americano, y teníamos al pobre bastardo tirado en el suelo y con un chichón rojo en la frente sin más motivo que el hecho de ser oriundo de Oriente Medio. Vergonzoso.

El señor Rahman estaba empezando a recuperar el dominio de sí mismo.

– Por favor, quisiera llamar a mi abogado -dijo.

Oh, oh. Las palabras mágicas. Es axiomático que si un sospechoso no habla durante los cinco o diez primeros minutos, cuando está conmocionado, por así decirlo, puede que no hable nunca. Mis colegas no le habían sonsacado a tiempo.

– Aquí, todos menos yo son abogados -dije-. Hable con ellos.

– Quiero llamar a mi propio abogado.

No le hice caso y pregunté:

– ¿De dónde es usted?

– De West Hollywood.

Sonreí y le aconsejé:

– No me jodas, Azim. ¿De dónde eres?

Carraspeó y dijo:

– De Libia.

Nadie dijo nada pero nos miramos, y Azim advirtió nuestro renovado interés por él.

– ¿Dónde recogiste el paquete que estabas entregando?

Ejerció su derecho a guardar silencio.

Juan había ido a la furgoneta y ahora, ya de regreso, anunció:

– Esos paquetes parecen falsos. Todos están envueltos en el mismo papel marrón, la misma cinta adhesiva, hasta la misma jodida letra. -Miró a Azim Rahman y preguntó-: ¿Qué clase de mierda estás tratando de meternos?

– ¿Cómo dice?

Todo el mundo empezó a intimidar otra vez al pobre señor Rahman, amenazándolo con la cárcel seguida de deportación, y Juan incluso le ofreció una patada en los huevos, que él rehusó.

Llegados a este punto, con el señor Rahman dando respuestas contradictorias, probablemente teníamos elementos suficientes para practicar una detención en toda regla, y pude ver que Tom se inclinaba en esa dirección. La detención significaba lectura de derechos, abogados y todo lo demás, y había llegado el momento de observar las formalidades legales… en realidad había pasado hacía unos minutos.

John Corey, sin embargo, al no estar tan preocupado por las directrices federales ni por su carrera, podía tomarse unas cuantas libertades. La cuestión fundamental era si aquel tipo estaba relacionado con Asad Jalil. Sería realmente bueno que lo supiéramos. Ya.

Así pues, cuando ya habíamos oído suficientes evasivas del señor Rahman, a la sazón sentado en el suelo, lo ayudé a pasar a la posición de decúbito supino y me senté a horcajadas sobre él para asegurarme de que me prestara atención. Apartó la cara.

– Mírame. Mírame -le dije.

Volvió de nuevo la cara hacia mí, y nuestros ojos se encontraron.

– ¿Quién te ha enviado aquí? -pregunté.

No respondió.

– Si nos dices quién te ha enviado aquí, y dónde está ahora, quedarás libre. Si no nos lo dices rápidamente, te echaré gasolina por todo el cuerpo y te prenderé fuego. -Esto, naturalmente, no era una amenaza física, sino sólo una expresión idiomática que no había que tomar al pie de la letra-. ¿Quién te ha enviado aquí?

El señor Rahman permaneció en silencio.

Enuncié de otro modo mi pregunta, esta vez en forma de sugerencia al señor Rahman:

– Creo que debes decirme quién te ha enviado y dónde está.

Por cierto, yo había sacado mi Glock y, por alguna razón, el señor Rahman tenía el cañón dentro de la boca.

El libio estaba adecuadamente aterrorizado.

Para entonces, los agentes federales que se encontraban en la estancia se habían apartado y miraban hacia otro lado.

– Voy a volarte la tapa de los sesos a menos que respondas a mis preguntas -informé al señor Rahman.

Tenía los ojos desorbitados, y empezaba a comprender que había una diferencia entre los demás y yo. No estaba seguro de cuál era la diferencia, y para ayudarlo a comprenderlo mejor, le di un rodillazo en los huevos.

Lanzó un gemido.

El hecho es que cuando adoptas este tipo de medidas más te vale estar seguro de que la persona cuyos derechos puedes estar violando sabe las respuestas a las preguntas que se le formulan y de que te dará esas respuestas. En otro caso, agente contratado o no, me iba a quedar con el culo al aire. Pero nada tiene tanto éxito como el éxito, así que volví a darle otro rodillazo para animarlo a compartir conmigo sus conocimientos.