Varios de mis colegas salieron de la habitación, dejando sólo a Edie, Kate y Tom como testigos de que el señor Rahman era un testigo voluntario cuya cooperación era obtenida sin violencia, etcétera, etcétera.
– Mira, capullo, puedes ir a la cárcel para el resto de tu puta vida, o quizá a la cámara de gas como cómplice de asesinato. ¿Entiendes eso? -le dije.
Ya no estaba chupando mi automática, pero seguía negándose a hablar.
Detesto dejar marcas, así que le metí el pañuelo por la garganta al señor Rahman y le pincé la nariz con dos dedos. No parecía poder respirar por las orejas y empezó a debatirse, tratando de quitarse de encima mis noventa kilos.
Oí carraspear a Tom.
Dejé que el señor Rahman se pusiera un poco azul y luego retiré los dedos con los que le apretaba la nariz. Cogió aliento a tiempo para recibir otro rodillazo en los huevos.
Me habría gustado realmente que Gabe estuviese allí para instruirme sobre lo que daba resultado y lo que no, y no disponía de mucho más tiempo para tratar con aquel tipo, así que volví a apretarle las aletas de la nariz.
Sin entrar en detalles, el señor Azim Rahman percibió la ventaja que suponía colaborar e indicó su voluntad de hacerlo. Le saqué el pañuelo de la boca, y le hice sentarse de un tirón.
– ¿Quién te envió aquí? -le pregunté de nuevo.
Sollozó un poco, y advertí que tenía sentimientos encontrados con respecto a todo aquello.
– Nosotros podemos ayudarte -le recordé-. Podemos salvarte la vida. Habla conmigo, o te llevo de nuevo a esa jodida furgoneta y puedes reunirte con tu amigo y explicarle las cosas a él. ¿Quieres hacer eso? ¿Quieres irte? Te dejaré ir.
No parecía querer irse, así que volví a preguntarle:
– ¿Quién te ha enviado? -Y añadí-: Estoy harto de hacerte la misma jodida pregunta. ¡Responde!
Sollozó un poco más, tomó aliento, se aclaró la garganta y respondió con voz apenas audible:
– No conozco su nombre… él… sólo lo conocía como señor Perleman pero…
– ¿Perleman? ¿Como un judío?
– Sí… pero no era judío… hablaba mi idioma… -Kate tenía ya una foto en la mano y se la puso delante de la cara.
El señor Rahman miró largo rato la foto y luego asintió con la cabeza.
Voilá! Yo no iba a ir a la cárcel.
– ¿Tiene este aspecto ahora? -pregunté.
Negó con la cabeza.
– Ahora lleva gafas… bigote… tiene el pelo gris…
– ¿Dónde está?
– No lo sé. No lo sé.
– Está bien, Azim, ¿cuándo fue la última vez que lo viste y dónde?
– Yo… me reuní con él en el aeropuerto.
– ¿Qué aeropuerto?
– El de Santa Mónica.
– ¿Llegó en avión?
– No sé…
– ¿A qué hora te reuniste con él?
– Temprano… a las seis de la mañana…
Para ahora, terminada la fase violenta y cooperando ya el testigo, los seis agentes del FBI estaban de nuevo en la habitación, detrás del señor Rahman para no ponerlo nervioso.
Por ser yo quien había conseguido la cooperación y la confianza del testigo, era yo también quien formularía ahora la mayoría de las preguntas.
– ¿Adonde llevaste a ese hombre? -inquirí.
– Yo… lo llevé… quería ir en coche… así que fuimos en coche…
– ¿Adónde?
– Subimos por la carretera de la costa…
– ¿Por qué?
– No sé…
– ¿Cuánto tiempo fuisteis en coche? ¿Adónde fuisteis?
– A ningún sitio… estuvimos… quizá una hora, o más, y luego volvimos aquí, y encontramos un centro comercial que estaba abierto…
– ¿Un centro comercial? ¿Qué centro comercial?
El señor Rahman dijo que no conocía el centro comercial porque no era de allí. Pero Kim, que era de la oficina de Ventura, lo identificó por la descripción de Rahman y salió rápidamente de la habitación para dar la alarma. Pero yo tenía la seguridad de que Asad Jalil no se había quedado todo el día en el centro comercial. Así que volví al aeropuerto.
– ¿Fuiste a buscarlo con tu furgoneta? -pregunté a Rahman:
– Sí.
– ¿Lo esperaste en la terminal principal?
– No… al otro lado. En una cafetería…
El subsiguiente interrogatorio reveló que el señor Rahman se reunió con Asad Jalil en el lado de Aviación General del aeropuerto de Santa Mónica, lo que me inducía a creer que Jalil había llegado en un avión privado. Era lógico.
Luego, con tiempo de sobra hasta el anochecer, los dos caballeros libios dieron un paseo turístico por la costa y regresaron a Ventura, donde el señor Jalil expresó su deseo de hacer algunas compras, adquirir algo de comer quizá y acaso unos cuantos souvenirs.
– ¿Cómo iba vestido?
– Traje y corbata.
– ¿Color?
– Gris… traje gris oscuro.
– ¿Y qué llevaba? ¿Equipaje?
– Sólo un maletín, señor, del que se deshizo durante el trayecto. Lo llevé a un cañón.
Miré a mi alrededor.
– ¿Qué es un cañón?
Tom lo explicó. Me pareció una estupidez.
Me volví de nuevo hacia Azim Rahman y le pregunté:
– ¿Podrías encontrar de nuevo ese cañón?
– No sé… quizá… de día… lo intentaré…
– Desde luego que lo harás. ¿Le diste algo? ¿Tenías algún paquete para él?
– Sí, señor. Dos. Pero no sé qué contenían.
Bueno. Probablemente todos los presentes habían seguido el mismo curso que yo sobre una cosa llamada paquetología, así que pedí al señor Rahman:
– Describe los paquetes, peso, tamaño, todo eso.
El señor Rahman describió una caja genérica, del tamaño aproximado de un horno microondas, salvo que era ligero, lo que nos indujo a todos a creer que podría haber contenido ropa para cambiarse y quizá algunos documentos. Paquetología.
El segundo paquete era más interesante y más terrible. Era alargado. Era estrecho. Era pesado. No contenía una corbata.
Nos miramos todos. Hasta Azam Rahman sabía lo que había en aquel paquete.
Volví de nuevo mi atención hacia nuestro testigo estrella.
– ¿Se deshizo también de los paquetes, o los tiene todavía? -inquirí.
– Los tiene.
Reflexioné unos instantes y llegué a la conclusión de que Asad Jalil iba ahora ataviado con nuevas ropas, tenía nuevos documentos de identidad y llevaba un rifle de alta precisión desmontado en piezas en el interior de alguna bolsa de aspecto inofensivo, como una mochila, por ejemplo.
– ¿Ese hombre te mandó venir aquí para ver si estaba en casa el señor Wiggins?
– Sí.
– Sabes que ese hombre es Asad Jalil, que mató a todos los que iban a bordo de aquel avión que aterrizó en Nueva York.
El señor Rahman aseguró que no veía qué relación tenía eso con él, de modo que se lo expliqué:
– Si estás ayudando a ese hombre, serás fusilado, o ahorcado, o achicharrado en la silla eléctrica, o ejecutado mediante una inyección letal o llevado a la cámara de gas. O quizá te corten la cabeza. ¿Comprendes?
Pensé que se iba a desmayar.
– Pero si nos ayudas a capturar a Asad Jalil -continué-, recibirás una recompensa de un millón de dólares. -No era probable-. Lo has visto en la tele, ¿verdad?
Asintió entusiásticamente, delatando el hecho de que sabía quién había sido su pasajero.
– De modo, señor mío, que basta de dar largas. Quiero tu plena cooperación.
– Se la estoy ofreciendo, señor.
– Muy bien. ¿Quién te contrató para que te pusieras en contacto con ese hombre en el aeropuerto?