Carraspeó de nuevo y respondió:
– No lo sé… de verdad, no sé…
Se lanzó a una complicada explicación de un hombre misterioso que lo abordó un día, hacía unas dos semanas, en la gasolinera de Hollywood donde el señor Rahman trabajaba realmente. El hombre pidió su colaboración para ayudar a un compatriota y le ofreció diez mil dólares, el diez por ciento entonces, el noventa por ciento más adelante, etcétera, etcétera. El clásico reclutamiento realizado por un agente de los servicios de inteligencia -quizá cambiado dos veces- de un pobre patán que necesitaba dinero y tenía parientes en el viejo país. Callejón sin salida, ya que el señor Rahman no volvería a ver más a aquel hombre para cobrar sus nueve mil.
– Esa gente te mataría antes de pagarte -le dije a Rahman-. Sabes demasiado, ¿comprendes?
Comprendía.
– Te eligieron a ti de entre los demás miembros de la comunidad libia porque te pareces a Asad Jalil, y fuiste enviado aquí para ver si había una trampa esperándolo. No sólo para ver si estaba Wiggins. ¿Entiendes?
Asintió.
– Y mira lo que te ha pasado ahora. ¿Estás seguro de que esos tipos son amigos tuyos?
Sacudió la cabeza. El pobre hombre parecía consternado, y yo me sentía mal por los rodillazos que le había dado en los huevos y por haberlo asfixiado prácticamente. Pero él se lo había buscado.
– Muy bien -dije-, ahora viene la gran pregunta, y tu vida depende de la respuesta. ¿Cuándo, dónde y cómo tienes que contactar con Asad Jalil?
Inspiró larga y profundamente y contestó:
– Tengo que llamarlo por teléfono.
– Muy bien. Llamémoslo. ¿Cuál es el número?
Azim Rahman recitó un número de teléfono.
– Ése es un número de móvil -dijo Tom.
Rahman asintió.
– Sí, le di a ese hombre un teléfono móvil. Se me ordenó que comprara dos teléfonos móviles… el otro está en mi vehículo.
El móvil de Kate tenía la función de identificación de llamadas, y supuse que el teléfono de Asad Jalil la tenía también.
– ¿Cuál es la compañía telefónica de esos móviles? -pregunté a Rahman.
Pensó un momento y respondió:
– Nextel.
– ¿Estás seguro?
– Sí. Me indicaron que utilizara Nextel.
Miré a Tom, que meneó la cabeza, indicando que no podían detectar el origen de una llamada hecha por Nextel. En realidad, era difícil rastrear la llamada hecha desde cualquier teléfono móvil, aunque en 26 Federal Plaza y en One Police Plaza teníamos esos artilugios llamados Trigger Box y Swamp Box que, al menos, te podían indicar la localización general de una llamada hecha por AT &T o Bell Atlantic. Al parecer, los amigos del señor Rahman habían ignorado los señuelos y las presiones de las grandes compañías y habían aprovechado una característica poco difundida de una compañía pequeña. Mala suerte para nosotros pero ya habíamos tenido muchos casos de mala suerte, y éste no sería el último.
Había llegado el momento de poner un poco más cómodo al señor Rahman, así que Tom le quitó las esposas. Rahman se frotó las muñecas, y lo ayudamos a ponerse en pie.
Parecía tener dificultades para mantenerse erguido y se quejaba de dolor en una zona imprecisa.
Sentamos al señor Rahman en un sillón, y Kim fue a la cocina a prepararle una taza de café.
Todo el mundo se sentía un poco más optimista, aunque eran escasas las probabilidades de que Azim Rahman convenciera a Asad Jalil de que todo iba bien en la casa de Wiggins. Pero nunca se sabe. Incluso a un tipo listo como Jalil se le podía engañar si estaba obsesionado con un objetivo como el de asesinar a alguien.
Kim regresó con un café solo. Rahman se lo tomó. Y, terminada la pausa del café, dije a nuestro testigo del gobierno:
– Mírame, Azim. ¿Hay alguna palabra en clave que debes usar para indicar peligro?
Me miró como si yo hubiese descubierto el secreto del universo.
– Sí. Eso es -respondió-. Si estoy… como estoy ahora… entonces tengo que decir la palabra «Ventura» durante mi conversación con él. -Nos ofreció un buen ejemplo, utilizando la palabra en una frase como las que yo tenía que hacer en la escuela, y dijo-: Señor Perleman, he entregado el paquete en Ventura.
– Muy bien, pues cuídate muy mucho de pronunciar la palabra «Ventura», o tendré que matarte.
Asintió vigorosamente con la cabeza.
Así pues, Edie entró en la cocina para descolgar el teléfono, todo el mundo apagó sus móviles, y si hubiera habido un perro en la casa lo habríamos mandado a dar un paseo.
Miré mi reloj y vi que Rahman llevaba con nosotros unos veinte minutos, lo cual no era suficiente para que Jalil se pusiera nervioso.
– ¿Tenías que llamar a una hora concreta? -le pregunté.
– Sí, señor. Debía entregar el paquete a las nueve de la noche, conducir luego durante diez minutos y hacer la llamada telefónica desde la furgoneta.
– Muy bien, dile que te has extraviado durante unos minutos. Respira hondo, relájate y piensa cosas agradables.
El señor Rahman adoptó una postura de meditación, respirando pausada y profundamente.
– ¿Ves «Expediente X»? -le pregunté.
Me pareció oír a Kate soltar un gemido.
El señor Rahman sonrió.
– Sí -respondió-, lo he visto alguna vez.
– Estupendo. Scully y Mulder trabajan para el FBI. Igual que nosotros. ¿Te gustan Scully y Mulder?
– Sí.
– Son los buenos, ¿verdad? Nosotros somos los buenos.
Fue lo bastante cortés como para no aludir a mis rodillazos. Con tal de que no los olvidase…
– Y nos encargaremos de que seas trasladado sano y salvo al lugar en que quieras vivir. Yo puedo sacarte de California -le aseguré-. ¿Estás casado?
– Sí.
– ¿Hijos?
– Cinco.
Me alegré de que hubiera tenido los hijos antes de vérselas conmigo.
– Has oído hablar del programa de protección de testigos, ¿verdad?
– Sí.
– Y te ganas un dinero, ¿verdad?
– Sí.
– Muy bien. ¿Tienes que reunirte con ese hombre después de tu llamada telefónica?
– Sí.
– Excelente. ¿Dónde?
– Donde él diga.
– Bien. Asegúrate de que tu llamada telefónica conduce a esa reunión. ¿Sí?
No obtuve una respuesta entusiasta.
– Si todo lo que necesitaba de ti era que vinieses aquí a ver si Wiggins estaba en casa, o si quien estaba era la policía, ¿por qué tiene que reunirse otra vez contigo? -pregunté.
No tenía ni idea, así que yo le di una.
– Porque quiere matarte, Azim. Sabes demasiado. ¿Comprendes?
El señor Rahman tragó saliva y asintió con la cabeza.
Yo tenía alguna buena noticia para él, y dije:
– Ese hombre será capturado y no te causará más problemas. Si haces esto por nosotros, te llevaremos a comer a la Casa Blanca y estarás con el presidente. Entonces te daremos el dinero. ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
Llevé a Tom a un lado y le pregunté en voz baja:
– ¿Alguien aquí habla árabe?
Negó con la cabeza.
– En Ventura nunca ha hecho falta alguien que hablase árabe. Juan habla español -añadió.
– Suficiente.
Volví junto a Rahman.
– Bien, marca el número -dije-. Mantén la conversación en inglés. Pero, si no puedes, aquí mi amigo Juan entiende un poco de árabe, así que ojo con lo que dices. Marca.
El señor Azim Rahman respiró hondo, carraspeó una vez más y dijo:
– Necesito fumar.
¡Oh, mierda! Oí unos cuantos gemidos.
– ¿Hay alguien que fume aquí? -pregunté.
– Usted ha cogido mis cigarrillos -dijo el señor Rahman.
– No puedes fumar de los tuyos, amigo -le informé.
– ¿Por qué no puedo…?
– Por si son venenosos. Creía que veías «Expediente X».
– ¿Venenosos? No son venenosos.
– Claro que lo son. Olvídate de los cigarrillos.