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– Necesito fumar un pitillo. Por favor.

Sé lo que es eso.

– Encenderé uno de los suyos -le dije a Tom.

Tom sacó los cigarrillos de Azim -no eran Camel- y, en un acto de valentía extraordinaria, se puso uno en los labios y encendió el mechero de Azim.

– Si esto es veneno y me hace daño, mis amigos… -dijo Tom.

Le ayudé a terminar:

– Te descuartizaremos con un cuchillo y echaremos los pedazos a un perro.

Azim me miró.

– Por favor -dijo-. Sólo quiero un cigarrillo.

Tom lo encendió, dio una chupada, tosió, no se murió y se lo pasó a Azim, que se puso a fumar sin caerse muerto.

– Bien, amigo -dije-. Es el momento de hacer tu llamada telefónica. Hazla en inglés.

– No sé si podré. -Sujetó delicadamente el cigarrillo mientras marcaba el número, al tiempo que sacudía la ceniza en la taza de café-: Lo intentaré.

– Inténtalo a fondo. Y asegúrate de que entiendes dónde debes reunirte con él.

Rahman escuchó los tonos de llamada, que todos podíamos oír, y luego dijo:

– Sí, aquí Tannenbaum.

¿Tannenbaum?

– Lo siento. Me he perdido.

Escuchó de nuevo, y su expresión cambió de pronto. Nos miró y dijo algo al teléfono. No tengo ni idea de lo que dijo, porque lo hizo en árabe.

Continuó la conversación en árabe, mientras nos miraba encogiéndose de hombros para indicar que no tenía más remedio. Pero Juan mantuvo la calma, fingiendo escuchar, asintiendo con la cabeza e incluso susurrándome al oído.

– ¿Qué coño está diciendo? -me dijo en un murmullo.

Miré a Rahman a los ojos, dibujé con los labios la palabra «Ventura» e hice gesto de rebanarme el pescuezo, perfectamente comprensible en árabe, en inglés y en lo que sea.

Continuó su conversación, y era evidente, pese al desconocimiento del árabe que teníamos todos, que el señor Jalil estaba poniendo en un aprieto al señor Rahman. De hecho, éste empezó a sudar. Finalmente, se apoyó el teléfono en el pecho y dijo simplemente:

– Pide hablar con mis nuevos amigos.

Nadie dijo nada.

El señor Rahman parecía muy turbado.

– Lo siento -nos dijo-. Lo he intentado. Este hombre es demasiado listo. Me pide que toque la bocina de mi furgoneta. Sabe cuál es la situación. Yo no se lo he dicho. Por favor. No quiero hablar con él.

De modo que cogí el teléfono móvil y me encontré hablando con Asad Jalil.

– ¿Oiga? ¿Señor Jalil? -dije con cortesía.

– Sí. ¿Y quién es usted? -respondió una voz grave.

No es buena idea darle tu nombre a un terrorista, así que respondí:

– Soy un amigo del señor Wiggins.

– ¿Sí? ¿Y dónde está el señor Wiggins?

– Por ahí. ¿Dónde está usted, señor?

Se echó a reír. Ja, ja.

– Yo también estoy por ahí -respondió.

Yo había subido el volumen del teléfono y mantenía éste apartado de la cara, y tenía siete cabezas apiñadas a mi alrededor. Todos estábamos interesados en lo que Asad Jalil tenía que decir pero también estaba todo el mundo atento a algún sonido de fondo que pudiera dar una pista del lugar en que se encontraba.

– ¿Por qué no viene a casa del señor Wiggins y lo espera aquí? -le propuse.

– Quizá lo espere en otra parte.

El tío era escurridizo. Yo no quería perderlo, así que resistí la tentación de llamarle jodido asesino follacamellos. Sentí latirme violentamente el corazón y tomé aliento.

– ¿Oiga? ¿Está ahí?

– Sí, señor -respondí-. ¿Hay algo que quiera decirme?

– Quizá. Pero no sé quién es usted.

– Soy del FBI.

Hubo un silencio, y, luego:

– ¿Y tiene un nombre?

– John. ¿Qué quería decirme?

– ¿Qué querría saber, John?

– Bueno, creo que sé casi todo lo que hay que saber. Por eso estoy aquí, ¿no?

Rió. Detesto la risa de los cabrones.

– Permítame que le cuente varias cosas que no sabe.

– Muy bien.

– Mi nombre, como sabe, es Asad, de la familia de Jalil. En otro tiempo tuve un padre, una madre, dos hermanos y dos hermanas. -Procedió luego a darme sus nombres y algunos otros detalles sobre su familia y terminó con-: Ahora están todos muertos.

Prosiguió, hablando de la noche del 15 de abril de 1986, como si permaneciera aún fresca en su mente, como así supongo que era.

– Los norteamericanos mataron a toda mi familia -terminó.

Miré a Kate, y ambos movimos afirmativamente la cabeza.

Habíamos acertado esa parte, aunque ya no importaba gran cosa.

– Simpatizo con usted, y yo… -dije:

– No necesito su simpatía. -Y añadió-: He consagrado mi vida a vengar a mi familia y a mi país.

Iba a ser una conversación difícil, dado lo poco que teníamos en común, pero yo quería mantenerlo al aparato, así que recurrí a las técnicas que había aprendido en la clase de negociación con secuestradores y dije:

– Bueno, ciertamente, lo comprendo. Tal vez haya llegado el momento de contarle al mundo su historia.

– Todavía no. Mi historia no ha terminado.

– Entiendo. Bien, cuando haya terminado, estoy seguro de que querrá contarnos todos los detalles, y nos gustaría darle la oportunidad de hacerlo.

– No necesito que me den ninguna oportunidad. Yo creo mis propias oportunidades. /

Respiré hondo. La técnica clásica no parecía dar resultado. Pero probé de nuevo.

– Escuche, señor Jalil, nos gustaría reunimos con usted, hablar personalmente, a solas…

– Acogería con agrado la oportunidad de reunirme con usted a solas. Quizá lo hagamos algún día.

– ¿Qué tal hoy?

– Otro día. Quizá vaya algún día a su casa, como fui a las casas del general Waycliff y del señor Grey.

– Llame antes de ir.

Se echó a reír. Bueno, aquél cabrón estaba jugando conmigo pero eso no me importa. Forma parte del trabajo. No creía que aquello fuese a conducirme a nada útil, pero si quería hablar, perfecto.

– ¿Cómo piensa salir del país, señor Jalil? -pregunté.

– No sé. ¿Qué me sugiere?

Cabrón.

– ¿Qué le parece que lo llevemos a Libia a cambio de alguna persona que se encuentre en Libia y que nos gustaría tener aquí?

– ¿A quién les gustaría tener en la cárcel más que a mí?

Buena observación, cabrón.

– Pero si lo cogemos antes de que abandone el país, no le ofreceremos ese trato.

– Está usted subestimando mi inteligencia. Buenas noches.

– Un momento. ¿Sabe, señor Jalil? Llevo más de veinte años en esta profesión y es usted el… -mayor hijo de puta-… el hombre más inteligente con el que he tenido que tratar.

– Quizá a usted todo el mundo le parece inteligente.

Estaba a punto de perderlo. Respiré hondo y dije:

– Como lo de hacer matar a aquel hombre de Frankfurt, para que creyéramos que era usted.

– Eso fue inteligente, sí. Pero no tanto. Y lo felicito por ocultárselo a los periodistas… -añadió- o quizá es que usted tampoco lo sabía.

– Bueno, un poco de cada cosa. Oiga, señor Jalil, sólo por saberlo, ¿ha eliminado usted a alguien más que nosotros ignoremos aún?

– Pues sí. El empleado de un motel en las cercanías de Washington y el encargado de una gasolinera en Carolina del Sur.

– ¿Por qué lo hizo?

– Me vieron la cara.

– Comprendo. Bien, es un buen… pero la piloto de Jacksonville también le vio la cara.

Hubo una larga pausa.

– De modo que conoce usted varios detalles -respondió finalmente.

– Desde luego. Gamal Yabar, Yusef Haddad a bordo del avión. ¿Por qué no me habla usted de sus viajes y de las personas con las que se ha encontrado por el camino?

No tenía ningún problema con ello y me hizo una somera exposición de sus viajes en coche y en avión, las personas a las que había matado, dónde se había alojado, cosas que había visto y hecho y todo eso. Yo pensaba que quizá pudiéramos atraparlo si lográbamos determinar qué falsa identidad había utilizado, pero él frustró mis esperanzas.