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– Dispongo de una nueva identidad completa, y le aseguro que no tendré ningún problema para marcharme de aquí.

– ¿Cuándo se marcha?

– Cuando quiera. -Y añadió-: Lo único que siento, naturalmente, es no poder ver al señor Wiggins. En cuando al coronel Callum, que sufra y muera retorciéndose de dolor.

Santo Dios. El muy cabrón. Me sentía un poco irritado.

– Puede agradecerme a mí que le haya salvado la vida a Wiggins.

– ¿Sí? ¿Y quién es usted?

– Ya se lo he dicho, John.

Permaneció unos momentos en silencio. Luego dijo de nuevo:

– Buenas noches…

– Espere. Estoy pasando un buen rato. Oiga, ¿le he dicho que yo fui uno de los primeros agentes federales que subieron a bordo de aquel avión?

– ¿De veras?

– ¿Sabe qué me estoy preguntando? Me estoy preguntando si nos habremos visto. ¿Cree que es posible?

– Es posible.

– Quiero decir que usted llevaba un mono azul de mozo de equipajes de Trans-Continental, ¿verdad?

– Exacto.

– Bueno, pues yo era el tipo del traje marrón claro. Iba con una rubia estupenda. -Le guiñé un ojo a Kate-. ¿Nos recuerda?

No contestó en seguida. Al cabo de unos momentos dijo:

– Sí. Yo estaba en la escalera de caracol. -Rió-. Usted me dijo que saliera del avión. Gracias.

– Vaya, que me ahorquen. ¿Era usted? Qué pequeño es el mundo.

El señor Jalil recogió la pelota y dijo:

– De hecho, vi su foto en los periódicos. Usted y la mujer. Sí. Y su nombre aparecía mencionado en el informe del señor Weber que encontré en el Calvin Childers. El señor John Corey y la señorita Kate Mayfield. Naturalmente.

– Eh, es formidable. De verdad. -Maldito cabrón.

– De hecho, señor Corey, creo que he soñado con usted. Sí, era un sueño, y una sensación… una presencia en realidad.

– ¿De veras? ¿Está de broma?

– Usted estaba tratando de capturarme pero yo era más listo y mucho más rápido que usted.

– Yo he tenido justo el sueño contrario. Oiga, realmente me gustaría estar con usted e invitarlo a un trago. Parece un tipo divertido.

– Yo no bebo.

– No bebe alcohol. Usted bebe sangre.

Se echó a reír.

– Sí, de hecho, lamí la sangre del general Waycliff.

– Es usted un follacamellos mentalmente trastornado. ¿Lo sabe?

– Quizá nos reunamos antes de marcharme. Sería muy agradable. ¿Cómo puedo contactar con usted?

Le di el número de la BAT y añadí:

– Llame a cualquier hora. Si no estoy, deje un mensaje y yo lo llamaré.

– ¿Y el número de su casa?

– No lo necesita. Casi todo el tiempo estoy trabajando.

– Y, por favor, dígale al señor Rahman que lo visitará alguien, y también al señor Wíggins.

– Puede olvidarse de eso, amigo. Y, a propósito, cuando lo coja, le voy a sacar los huevos por la boca de una patada y luego le cortaré la cabeza y cagaré encima de su cuello.

– Veremos quién coge a quién, señor Corey. Saludos a la señorita Mayfield. Que tenga un buen día.

– Su madre follaba con Gadafi. Por eso Muammar hizo matar a su padre en París, estúpido… -Se había cortado la comunicación, y permanecí inmóvil unos momentos, tratando de dominarme. Había un silencio absoluto en la habitación.

– Has hecho un buen trabajo -dijo finalmente Tom.

– Sí. -Salí del cuarto de estar, entré en el cuarto de la tele, me dirigí a un mueble bar que había visto antes y me serví varios dedos de whisky. Respiré hondo y lo bebí todo de un trago.

Kate entró y preguntó en voz baja:

– ¿Estás bien?

– Lo estaré pronto. ¿Quieres un trago?

– Sí pero no, gracias.

Me serví otro vaso y me quedé con la mirada perdida en el vacío.

– Creo que ya podemos irnos -dijo Kate.

– ¿Ir adonde?

– Encontraremos un motel y nos quedaremos en Ventura. Luego, por la mañana, nos presentamos en la oficina de Los Ángeles. Todavía conozco a varias personas allí, y me gustaría presentártelas.

No respondí.

– Después, te enseñaré Los Ángeles, si quieres, y luego volvemos a Nueva York.

– Está aquí -dije-. Está muy cerca de aquí.

– Lo sé. Entonces nos quedaremos aquí unos días a ver cómo evolucionan las cosas.

– Quiero que se revisen todas las agencias de alquiler de coches, quiero que se registre de arriba abajo toda la comunidad libia, se vigilen todos los puertos, la frontera mexicana…

– John, ya sabemos todo eso. Se está realizando en estos momentos. Igual que en Nueva York.

Me senté y tomé un sorbo de whisky.

– Maldita sea.

– Escucha, le hemos salvado la vida a Wiggins.

Me puse en pie.

– Voy a estrujar un poco más a Rahman.

– No sabe nada más.

Volví a sentarme y terminé el whisky.

– Sí… bien, supongo que se me han acabado las ideas. -La miré-. ¿Qué crees tú?

– Creo que es hora de dejar que esta gente haga su trabajo. Vámonos.

Me levanté.

– ¿Crees que nos dejarán jugar con la pistola viscosa?

Se echó a reír, la clase de risa que es más bien un suspiro de alivio cuando alguien que quieres empieza a comportarse de forma rara y luego vuelve a la normalidad.

– Está bien -dije-. Vámonos de aquí.

Volvimos al cuarto de estar para recoger nuestras cosas y dar las buenas noches. Rahman había desaparecido, y todo el mundo tenía un cierto aire de abatimiento.

– He llamado a Chuck para que os lleve a un motel -nos dijo Tom.

Justo entonces sonó el móvil de Tom, y todos quedamos en silencio. Él se llevó el teléfono al oído, escuchó y luego dijo:

– Bien… bien… no, no lo pares… nosotros nos encargaremos de todo.

Colgó.

– Elwood Wiggins viene hacia aquí. Le acompaña una mujer.

Se volvió hacia los demás.

– Vamos a permanecer todos aquí, en el cuarto de estar, y dejaremos que el señor Wiggins y su amiga entren en la casa… por el garaje o por la puerta principal. Cuando nos vean…

– Gritamos todos: «¡Sorpresa!» -sugerí.

Tom sonrió.

– Mala idea. Yo lo tranquilizaré y le explicaré la situación.

Detesto cuando se desmayan o salen corriendo. La mitad de las veces se creen qué somos cobradores.

De todos modos, yo no necesitaba estar allí en aquel interesante momento pero luego decidí que me gustaría conocer a Chip Wiggins, sólo por satisfacer mi curiosidad y ver qué aspecto tenía y cómo hablaba. Estoy convencido de que Dios vela por sus creaciones más imprevisibles y despreocupadas.

Pocos minutos después, oímos detenerse un coche en el camino particular, la puerta del garaje se abrió y se cerró de nuevo. Se abrió a continuación la puerta de la cocina y se encendió la luz.

Oímos al señor Wiggins moverse por la cocina y abrir la puerta del frigorífico.

– Oye, ¿de dónde ha salido toda esta comida? -le dijo finalmente a su amiga. Y luego-: ¿De quién son estas gorras de béisbol? Mira, Sue, en estas gorras pone FBI.

– Creo que alguien ha estado aquí, Chip.

¿Qué te ha hecho pensar eso, encanto?

– Sí -convino Chip, preguntándose quizá si se habría equivocado de casa.

Esperamos impacientemente a que el señor Wiggins entrara en el cuarto de estar.

– Quédate aquí -dijo-. Voy a mirar.

Chip Wiggins entró en su cuarto de estar y se detuvo en seco.

– No se alarme, por favor -dijo Tom. Mostró su placa-. FBI.

Chip Wiggins miró a los cuatro hombres y cuatro mujeres que estaban de pie en su cuarto de estar.