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Debía reconocer que había ocasiones en que la gente del Servicio de Emergencia se ganaba su sueldo. Pero el trabajo que él tenía lo mantenía en constante tensión durante cada minuto de su turno de siete horas. Aquellos tipos quizá atravesaban una situación de tensión una vez al mes.

Stavros recordó lo que había dicho el tipejo insolente del Servicio de Emergencia: «Estamos en una posible situación de rescate.» Esto, a su vez, le recordó que su papel en aquel drama había terminado oficialmente en el mismo momento en que el 747 se detuvo. Todo lo que tenía que hacer era seguir informando del estado de las pistas al Control de Tráfico Aéreo. Más tarde tendría que redactar un informe consistente con sus transmisiones grabadas y con la suerte que hubiera corrido el avión. Sabía que su conversación telefónica con el tipo del Departamento de Justicia también estaba grabada, y eso también lo hacía sentirse un poco mejor.

Stavros se apartó del amplio ventanal y se dirigió hacia el bar. Sabía que si el avión hacía explosión, lo oiría y lo notaría, incluso allí arriba, en la torre. Pero no quería verlo.

Andy McGill se echó al hombro el hacha con la mano izquierda y apoyó el dorso de su enguantada mano derecha contra la puerta del avión. El guante era fino, y teóricamente se podía sentir el calor a través de él. Esperó unos segundos pero no notó nada.

Desplazó la mano hacia la manilla de la puerta exterior de emergencia y tiró de ella. La manilla se salió de su cavidad, y McGill empujó hacia arriba para desarmar el cierre automático.

Volvió la vista hacia atrás y hacia abajo, y en el suelo, a su derecha, vio al hombre del traje ignífugo del coche patrulla. Tenía la manguera apuntando directamente a la puerta cerrada del avión. El otro camión, Rescate Cuatro, estaba a quince metros por detrás del suyo, y el hombre encaramado en su techo lo apuntaba con el cañón de espuma. Todo el mundo se había puesto el equipo de faena, y no podía distinguir quién era quién, pero confiaba en todos ellos, así que no importaba. El hombre del cañón de espuma levantó el pulgar en gesto de ánimo. McGill le correspondió con el mismo ademán.

Andy McGill agarró con fuerza la manilla y empujó. Si el avión estaba presurizado todavía, la puerta no se movería, y tendría que romper la pequeña ventana con el hacha para despresurizar el aparato y dejar salir los gases que pudiera haber en el interior.

Continuó empujando, y de pronto la puerta empezó a abrirse hacia adentro. Soltó la manilla, y la puerta continuó retrocediendo y luego se elevó hasta desaparecer en el techo.

McGill se agachó en el umbral de la puerta para esquivar cualquier emanación de humo, calor o gases. Pero no hubo nada.

Sin perder un segundo, se introdujo en el avión. Miró rápidamente a su alrededor y vio que se encontraba en la zona de la despensa delantera, tal como indicaban los planos que había consultado en el archivo. Comprobó la mascarilla y el flujo de aire, revisó el indicador de nivel para asegurarse de que el depósito estaba lleno y luego apoyó el hacha contra el mamparo.

Permaneció inmóvil unos momentos y miró a través del ancho fuselaje hasta la otra puerta de salida. Definitivamente, no había humo, pero por lo que se refería a la presencia de gases no podía estar seguro. Se volvió hacia la puerta abierta e indicó con un gesto a los hombres de la manguera y el cañón de espuma que estaba bien.

Volvió de nuevo al interior del avión y pasó a una zona abierta. A su derecha estaba la cabina de primera clase; a la izquierda, la clase turista. Delante de él se encontraba la escalera de caracol que llevaba a la cúpula, donde estaba la clase business.

Permaneció quieto unos instantes y sintió las vibraciones de los motores que hacían retemblar la estructura del avión. Todo parecía normal, a excepción de dos cosas: había demasiado silencio y estaban corridas las cortinas de las zonas de primera clase y de clase turista. Las normas de la Administración Federal de Aviación exigían que estuviesen descorridas durante el despegue y el aterrizaje. Si hubiera pensado más en aquella situación se habría preguntado por qué no había aparecido ninguno de los ayudantes de vuelo. Pero ése era el menor de sus problemas, y lo apartó de su mente.

Su instinto lo impulsaba a revisar uno de los compartimentos cerrados con cortinas, o los dos, pero su formación le decía que se dirigiese a la cabina de mando. Cogió el hacha y avanzó hacia la escalera de caracol. Podía oír su propia respiración a través de la mascarilla de oxígeno.

Subió los escalones lentamente pero de dos en dos. Se detuvo cuando el pecho le quedó a la altura del suelo del piso superior y atisbo el interior de la amplia cúpula del 747. Había butacas dispuestas por parejas a ambos lados de la cúpula, ocho filas en conjunto, con un total de treinta y dos asientos. No podía ver ninguna cabeza por encima de las amplias y lujosas butacas, pero veía brazos colgando de los sillones. Brazos inmóviles.

– ¿Qué diablos…?

Continuó subiendo la escalera y se detuvo junto a la mampara posterior de la cúpula. En el centro de ésta había una mesita sobre la que reposaban revistas, periódicos y bandejas de comida vacías. El sol del atardecer inundaba la cúpula a través de los ojos de buey, y motas de polvo flotaban en los rayos de sol. Era una escena apacible, pensó, aunque sabía instintivamente que se encontraba en presencia de la muerte.

Avanzó por el pasillo central y miró a derecha e izquierda a los pasajeros sentados en sus asientos. Sólo la mitad de las butacas estaban ocupadas, y los pasajeros eran, en su mayoría, hombres y mujeres de mediana edad, del tipo que uno esperaría encontrar en la clase business. Algunos estaban recostados, con libros o revistas sobre las rodillas, otros tenían bandejas abiertas sobre las que reposaban bebidas diversas, aunque McGill observó que varios vasos se habían volcado y su contenido se había derramado durante el aterrizaje.

Unos cuantos pasajeros tenían puestos auriculares y parecían estar mirando las pequeñas pantallas individuales de televisión que emergían de los brazos de las butacas. Los televisores continuaban encendidos, y el más cercano a él mostraba una película publicitaria de personas felices de Manhattan.

McGill avanzó y se volvió para mirar de frente a los pasajeros. No cabía la más mínima duda de que estaban todos muertos. Inspiró profundamente y trató de pensar, trató de actuar con profesionalidad. Se quitó el guante ignífugo de la mano derecha y la alargó para tocar la cara de la mujer que estaba sentada en la butaca de pasillo más próxima. Su piel no tenía la frialdad de la piedra pero tampoco la temperatura corporal normal. Supuso que llevaba muerta varias horas, y el estado de la cabina confirmaba que, fuera lo que fuese lo sucedido, había sucedido mucho antes de los preparativos para el aterrizaje.

McGill se inclinó y examinó el rostro de un hombre que estaba sentado en la fila siguiente. Tenía una expresión serena y no había en él saliva, moco, vómito, lágrimas ni rictus de angustia… McGill nunca había visto nada parecido. Los gases tóxicos y el humo causaban pánico, asfixia, una muerte muy desagradable que se podía apreciar en la cara y en las contorsiones corporales de las víctimas. Lo que estaba viendo allí era una pérdida de conocimiento pacífica, como la producida por el sueño, seguida de muerte.

Buscó al fugitivo esposado y a los dos escoltas y encontró al primero en la penúltima fila de los asientos del lado de estribor, sentado junto a la ventanilla. El hombre vestía un traje gris oscuro y aunque tenía la cara parcialmente oculta por un antifaz de los utilizados para dormir, a McGill le pareció que era hispano o quizá natural de Oriente Medio o de la India. McGill nunca sabía distinguir los tipos étnicos. Pero el individuo que estaba sentado junto a él probablemente era un policía. McGill solía distinguir perfectamente a sus colegas. Le pasó la mano por el cuerpo y notó el bulto de la pistolera en la cadera izquierda. Luego miró al hombre que estaba sentado solo en la última fila, detrás de los otros dos, y concluyó que éste era el otro escolta. De todos modos, ya no importaba, salvo que no tenía que conducirlos fuera del avión y hacerlos subir a un coche; no iban a ir a la Puerta 23. De hecho, nadie iba a ir a ninguna parte, excepto al depósito de cadáveres.