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– ¿Qué océano? -le pregunté.

– El Pacífico, señor.

– ¿Tiene algo con vistas al Atlántico?

Sonrió.

Kate y yo rellenamos los impresos de inscripción, y el hombre hizo una copia de mi tarjeta American Express, que creo que soltó un gemido al pasar a través de la máquina.

Kate sacó del bolso una foto, juntamente con sus credenciales y se la mostró al empleado.

– ¿Ha visto a este hombre?

El empleado pareció menos contento que cuando creía que solamente íbamos a pasar la noche. Miró la foto de Asad Jalil y respondió:

– No, señora.

– Quédesela -dijo Kate-. Y llámenos si lo ve. Se le busca por asesinato-añadió.

El empleado asintió y puso la foto detrás del mostrador.

– Désela luego a la persona que lo releve -le dijo Kate.

Recibimos las tarjetas para abrir la puerta de las habitaciones, y yo sugerí tomar una copa en el salón.

– Yo estoy agotada -dijo Kate-. Me voy a dormir.

– Son sólo las diez.

– Es la una en Nueva York. Estoy cansada.

Tuve la súbita y desagradable impresión de que iba a tener que beber solo y dormir solo.

Fuimos a los ascensores y subimos en silencio.

Al pasar por el décimo piso, más o menos, Kate me preguntó:

– ¿Estás enfadado?

– Sí.

El ascensor llegó al último piso, y salimos.

– Bueno, no quiero que estés enfurruñado -dijo Kate-. Entra en mi habitación a tomar un trago.

De modo que entramos en su habitación, que era grande, y, sin equipaje que deshacer, preparamos rápidamente dos whiskies con soda del minibar y salimos al balcón.

– Olvidemos el caso por esta noche -dijo ella.

– De acuerdo.

Nos sentamos en las dos sillas, con una mesa redonda entre ambos, y contemplamos el océano iluminado por la luna.

Aquello me trajo a la memoria mi convalecencia en casa de mi tío, en la costa oriental de Long Island. Me recordó la noche en que Emma y yo estuvimos bebiendo coñac después de bañarnos desnudos en la bahía.

Me estaba dejando vencer por la melancolía y traté de sobreponerme.

– ¿En qué piensas? -me preguntó Kate.

– En la vida.

– No es buena idea. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que estás en esta profesión, trabajando largas y penosas horas, porque no quieres tener tiempo para pensar en la vida?

– Por favor.

– Escúchame. Te quiero de veras y sé que buscas algo.

– Ropa interior limpia.

– Puedes lavarte tu puñetera ropa interior.

– No se me había ocurrido.

– Escucha, John, tengo treinta y un años, y nunca he estado ni siquiera cerca de casarme.

– No puedo imaginar por qué.

– Bueno, para tu información, no ha sido por falta de ofertas.

– Caramba.

– ¿Crees que volverías a casarte?

– ¿A qué altura crees que estará este balcón?

Pensaba que se enfadaría por mi impertinencia pero, en lugar de ello, se echó a reír. A veces, uno no puede hacer nada bien, a veces uno no puede hacer nada mal. No tiene nada que ver con lo que uno haga, tiene que ver con la mujer.

– La verdad es que hoy has hecho un trabajo formidable -dijo Kate-. Estoy impresionada. Y he aprendido unas cuantas cosas.

– Bueno, cuando le pegas a un tío un rodillazo en los huevos en esa postura, puedes acabar metiéndoselos en el abdomen. Así que tienes que andar con cuidado.

– No creo que seas un hombre violento ni sádico -dijo. La chica era lista-. Yo creo que haces lo que tienes que hacer cuando tienes que hacerlo. Y creo que no te gusta. Eso es importante.

¿Entienden lo que quiero decir? A los ojos de Kate, yo no podía hacer nada malo.

Se había metido dos botellines más de whisky en el bolsillo de la chaqueta, y los abrió y los vació en nuestros vasos. Al cabo de un minuto o cosa así dijo:

– Yo… estoy enterada de aquella cosa que sucedió en Plum Island.

– ¿Qué cosa?

– Cuando destripaste a aquel individuo.

Inspiré profundamente pero no respondí.

Ella dejó pasar unos segundos.

– Todos tenemos un lado oscuro -dijo-. No importa.

– La verdad es que disfruté con ello.

– No es verdad.

– No, no lo es. Pero… había circunstancias atenuantes.

– Lo sé. Mató a alguien que tú querías mucho.

– Dejemos la cuestión.

– De acuerdo. Pero quiero que sepas que comprendo lo que sucedió y por qué.

– Está bien. Procuraré no volver a hacerlo.

¿Entienden lo que quiero decir? Le saco las tripas a aquel tío, y está bien. Realmente estaba bien, porque se lo merecía.

Dejamos a un lado el tema y nos quedamos bebiendo y mirando fijamente el hipnotizante movimiento del océano hacia la playa. Se oía el rumor de las olas que rompían suavemente contra la costa. Una vista espléndida. Llegó un soplo de brisa, trayendo olor a mar.

– ¿Te gusta esto? -pregunté.

– California es agradable. Sus habitantes son muy simpáticos.

La gente suele confundir la excentricidad con la simpatía, pero ¿por qué echar a perder sus recuerdos?

– ¿Tuviste un novio aquí?

– Algo así. ¿Quieres conocer mi historia sexual? -me preguntó.

– ¿Cuánto tiempo llevará?

– Menos de una hora.

Sonreí.

– ¿Fue desagradable tu divorcio? -me preguntó ella.

– En absoluto. Fue desagradable mi matrimonio.

– ¿Por qué te casaste con ella?

– Me lo pidió.

– ¿No sabes decir que no?

– Bueno… creía que estaba enamorado. En realidad, ella era ayudante del fiscal del distrito, y estábamos del lado de los ángeles. Luego, aceptó un importante puesto como abogado defensor de criminales, y cambió.

– No, ella no cambió. Fue el puesto. ¿Podrías tú ser un abogado defensor de criminales? ¿Podrías ser un criminal?

– Entiendo tu punto de vista. Pero…

– Y ella ganaba mucho más dinero defendiendo criminales que tú deteniéndolos.

– El dinero no tuvo nada que ver…

– No digo que esté mal lo que ella hace para ganarse la vida. Lo que digo es que… ¿cómo se llama?

– Robin.

– Robin no era adecuada para ti ni aun cuando era ayudante del fiscal del distrito.

– Buena puntualización. ¿Puedo irme ya? ¿O hay más cosas que necesites decirme?

– No. Espera. De modo que conoces a Beth Penrose, que está en el mismo lado de la ley que tú, y reaccionáis contra tu ex mujer. Te sientes cómodo con una policía. Menos culpable quizá. Estoy segura de que en la comisaría no resultaba nada divertido estar casado con un abogado defensor.

– Creo que es suficiente.

– No lo es. Luego aparecí yo. Un trofeo perfecto, ¿verdad? FBI. Abogado. Tu jefa.

– Alto ahí. Permíteme recordarte que eras… Olvídalo.

– ¿Estás enfadado?

– Naturalmente que estoy enfadado. -Me puse en pie-. Tengo que irme.

Ella se levantó.

– Está bien. Vete. Pero tienes que enfrentarte a ciertas realidades, John. No puedes ocultarte permanentemente detrás de esa máscara de tipo duro y arrogante. Algún día, a no tardar mucho quizá, te retirarás y entonces tendrás que vivir con el verdadero John Corey. Sin pistola. Sin chapa…

– Placa.

– Sin nadie a quien detener. Sin nadie que necesite que lo protejas o que protejas a la sociedad. Serás simplemente tú, y ni siquiera sabrás quién eres.

– Ni tú tampoco. Todo eso no es más que sicofarfolla californiana, y sólo estás aquí desde las siete y media. Buenas noches.

Abandoné el balcón y salí de la habitación. Una vez en el pasillo, localicé la puerta de mi habitación, contigua a la de Kate, y entré.

Me quité los zapatos, tiré la chaqueta encima de la cama y me despojé de pistolera, camisa, corbata y chaleco antibalas. Luego me preparé un trago en el minibar.