Estaba bastante cansado y en realidad me sentía como un trapo. Quiero decir que sabía lo que Kate estaba haciendo, y sabía que no era con mala intención, pero no necesitaba que me obligasen a enfrentarme al monstruo del espejo.
Si le hubiera dado unos minutos más, Kate Mayfield habría pintado un hermoso cuadro de cómo podría ser la vida si nos enfrentáramos a ella juntos.
Las mujeres creen que un marido perfecto es todo lo que necesitan para una vida perfecta. Error. Primero, no hay maridos perfectos. Ni siquiera muchos buenos. Segundo, tenía razón en lo que decía de mí, y yo no iba a ser mejor por vivir con Kate Mayfield.
Decidí lavarme la ropa interior, acostarme y no volver a ver a Kate Mayfield después de que concluyera el caso que nos ocupaba.
Sonó un golpecito en la puerta. Atisbé por la mirilla y abrí la puerta.
Ella entró, y nos quedamos mirándonos el uno al otro.
Yo puedo ser realmente duro en estas situaciones, y me proponía no ceder ni un centímetro, ni besarla y hacer las paces. Ni siquiera tenía ganas de hacer el amor.
Sin embargo, ella llevaba un albornoz blanco del hotel, que se abrió y dejó caer al suelo, revelando su perfecto cuerpo desnudo.
Sentí que mi resolución se ablandaba al tiempo que el señorito se endurecía.
– Siento molestarte pero mi ducha no funciona -dijo-. ¿Podría utilizar la tuya?
– Sírvete tú misma.
Pasó al cuarto de baño, abrió la ducha y entró.
Bueno, ¿qué iba a hacer yo? Me quité los pantalones, los calzoncillos y los calcetines y me metí en la ducha.
Para guardar las formas, por si se producía una llamada nocturna del FBI, salió de mi habitación a la una.
Yo no dormí especialmente bien y me desperté a las cinco y cuarto, que supongo que eran las ocho y cuarto en mi reloj corporal.
Fui al baño y vi que mis calzoncillos estaban colgados del cable de tender retráctil que había sobre la bañera. Estaban limpios, todavía húmedos, y alguien había estampado un beso de carmín en un punto estratégico.
Me afeité, volví a ducharme, me cepillé los dientes y todo eso y luego salí al balcón y permanecí allí desnudo bajo la brisa, mirando el oscuro océano. La luna se había puesto, y el cielo estaba lleno de estrellas. No hay muchas cosas mejores que esto, decidí.
Permanecí allí largo rato porque me sentía a gusto.
Oí abrirse la puerta de cristal corrediza del otro lado del tabique divisorio.
– Buenos días -dije.
Oí su respuesta:
– Buenos días.
El tabique divisorio sobresalía de los balcones, por lo que no podía atisbar al otro lado.
– ¿Estás desnuda? -le pregunté.
– Sí. ¿Y tú?
– Desde luego. Se está de maravilla.
– Reúnete conmigo para el desayuno dentro de media hora.
– De acuerdo. Oye, gracias por lavarme los calzoncillos.
– No te acostumbres.
Estábamos hablando bastante alto, y tuve la impresión de que había otros huéspedes escuchando. Creo que ella tuvo la misma idea, porque dijo:
– ¿Cómo dijiste que te llamabas?
– John.
– Eso. Eres muy bueno en la cama, John.
– Gracias. Tú, también.
De modo que allí estábamos, dos maduros agentes federales, desnudos en nuestros respectivos balcones de hotel separados por un tabique, comportándonos estúpidamente, como hacen los nuevos amantes.
– ¿Estás casado? -me preguntó ella.
– No. ¿Y tú?
– Tampoco.
De modo que ¿cuál era mi próxima frase? Dos pensamientos cruzaron simultáneamente por mi cabeza. Uno, que estaba siendo manipulado por una profesional. Dos, que me encantaba. Comprendiendo que recordaría siempre aquel marco y aquel lugar, respiré hondo y pregunté:
– ¿Quieres casarte conmigo?
Hubo un largo silencio.
Finalmente, una voz de mujer, no la de Kate, gritó desde arriba:
– ¡Contéstale!
– De acuerdo -exclamó Kate-. Me casaré contigo.
En algún lugar, dos personas aplaudieron. Aquello era realmente estúpido. Creo que me sentía aturdido, lo cual no lograba enmascarar mi sensación de pánico. ¿Qué había hecho?
La oí cerrar su puerta corrediza, de modo que no pude matizar mi propuesta.
Entré en mi habitación, me vestí sin chaleco antibalas, y bajé al salón de desayunos, donde tomé café y un ejemplar del New York Times recién salido de la imprenta.
Se continuaba informando de la tragedia del vuelo 175 pero parecía una repetición de lo ya publicado, con unas cuantas declaraciones nuevas de funcionarios federales, estatales y locales.
Había un pequeño párrafo sobre el asesinato del señor Leibowitz en Frankfurt y una nota necrológica. Vivía en Manhattan y tenía esposa y dos hijos. Volví a pensar en los azares de la vida. El hombre va a Frankfurt en viaje de negocios y resulta muerto porque algunas personas necesitan crear la impresión de que un tipo que se encuentra llevando a cabo una misión en Estados Unidos ha vuelto a Europa. Así› simplemente, sin tener en cuenta a la mujer de la víctima ni a sus hijos ni nada. Gentuza.
Había también una reseña del doble asesinato de James Mc-Coy y William Satherwaite en el museo Cuna de la Aviación. Se reproducía la afirmación de un detective de Nassau, que declaraba: «No descartamos la posibilidad de que el móvil de estos asesinatos pueda no haber sido el robo.» Pese a la torturada sintaxis, me di cuenta de que el pequeño Alan Parker estaba racionando la información, un tercio hoy, un tercio mañana, y el resto para el fin de semana.
Hablando de sintaxis torturada, pasé a la columna de crítica cinematográfica de Janet Maslin. Unos días hago el crucigrama del Times, otros días intento entender lo que la Maslin trata de decir. No puedo hacer las dos cosas el mismo día sin que me dé dolor de cabeza.
La Maslin comentaba un éxito de taquilla, una película de aventuras sobre un terrorista de Oriente Medio precisamente, que creo que no le había gustado pero, como digo, es difícil seguir su prosa o su razonamiento. La película era de poca categoría, naturalmente, y la Maslin se considera superior a todo eso, pero alguien del Times tenía que ir a ver aquello y decirle a todos a los que les gustaba por qué era una porquería. Tomé nota mentalmente de ir a ver la película.
Llegó Kate, y me puse en pie y nos dimos un beso rápido. Nos sentamos y miramos los menús, y yo pensé que quizá había olvidado el estúpido incidente de los balcones. Pero luego dejó a un lado el menú y preguntó:
– ¿Cuándo?
– Pues… ¿junio?
– De acuerdo.
Vino la camarera, y encargamos tortitas.
Yo, en realidad, quería leer el Times pero comprendí instintivamente que mi periódico en el desayuno era ya cosa del pasado.
Charlamos brevemente sobre los planes para el día que comenzaba, sobre el caso, sobre las personas que habíamos conocido en casa de Chip Wiggins y a quién me iba a presentar luego Kate en Los Ángeles.
Llegaron las tortitas y comimos.
– Te gustará mi padre-dijo Kate.
– Estoy seguro.
– Es más o menos de tu edad, quizá un poco mayor.
– Bueno, eso está bien. -Recordé una frase de una vieja película y añadí-: Crió una hija excelente.
– Sí, mi hermana.
Solté una risita.
– También te gustará mi madre -dijo.
– ¿Os parecéis?
– No. Ella es guapa.
Reí de nuevo.
– ¿Te parece bien que nos casemos en Minnesota? Tengo una familia numerosa.
– Estupendo. Minnesota. ¿Es una ciudad o un Estado?
– Yo soy metodista. ¿Y tú?
– Cualquier clase de control de la natalidad me parece bien.
– Mi religión. Metodista.
– Oh… mi madre es católica. Mi padre es… alguna especie de protestante. Nunca…
– Entonces podemos educar a los hijos en una secta protestante.