Eso produjo el mismo efecto que si me hubiera tirado un pedo.
Finalmente, salimos, encontramos el Ford Crown Victoria azul en el parking, y Kate se sentó al volante.
Parecía muy excitada por conducir de nuevo en California y me informó de que tomaríamos la pintoresca carretera de la costa que llevaba a Santa Mónica, pasando por Santa, luego Las Santas Santos, y después algunas Santas más. A mí me importaba un rábano pero si ella era feliz, yo era feliz.
CAPÍTULO 51
Seguimos la carretera de la costa, cruzamos Santa Oxnard y continuamos en dirección sur hacia Los Ángeles. El agua estaba a nuestra derecha, las montañas a nuestra izquierda. Cielo azul, agua azul, coche azul, ojos azules de Kate. Perfecto.
Kate dijo que había una hora de trayecto hasta la oficina del FBI en Wilshire Boulevard, cerca del campus de la UCLA en West Hollywood, y también cerca de Beverly Hills.
– ¿Por qué no está la oficina en el centro de la ciudad? ¿Hay un centro de la ciudad?
– Lo hay pero el FBI parece preferir ciertos barrios.
– Barrios caros, blancos y en las afueras, por ejemplo.
– A veces. Por eso no me gusta el bajo Manhattan. Está increíblemente congestionado.
– Es increíblemente vivo e interesante. Voy a llevarte a Fraunces Tavern. Ya sabes, donde Washington se despidió de sus oficiales. Quedó con una invalidez del setenta y cinco por ciento.
– Y se fue a vivir a Virginia. No podía soportar la congestión.
Continuamos un rato con las comparaciones California-Nueva York mientras Kate conducía. Luego, ella me preguntó:
– ¿Eres feliz?
– Más que feliz.
– Estupendo. Pareces menos asustado.
– Me he rendido a la luz. Háblame de la oficina de Los Ángeles. ¿Qué hacías allí?
– Fue un destino interesante. Es la tercera oficina más grande del país. Unos seiscientos agentes. Los Ángeles es la capital de atracos a bancos del país. Teníamos cerca de tres mil atracos a bancos al año, y…
– ¿Tres mil?
– Sí. La mayoría a cargo de yonquis. Pequeñas cantidades sin importancia. Hay cientos de pequeñas sucursales en Los Ángeles, y la red de carreteras es muy amplia, de modo que los ladrones pueden huir con facilidad. En Nueva York, el atracador permanecería sentado en un taxi durante media hora ante un semáforo en rojo. De todas formas, eso era un rollo más que otra cosa. Había muy pocos heridos. De hecho, mi sucursal bancaria fue asaltada una vez estando yo allí.
– ¿Cuánto te llevaste?
Rió.
– Yo no me llevé nada pero el ladrón cogió entre diez y veinte mil.
– ¿Lo capturaste?
– Sí.
– Cuéntame.
– Nada de particular. El tipo está delante de mí en la cola, le pasa una nota a la cajera, y ella se pone toda nerviosa, de modo que me doy cuenta de lo que está pasando. Ella le llena una bolsa de dinero, el hombre se vuelve para marcharse y se da de narices con mi pistola. Es un delito estúpido. Poco dinero, delito federal, y entre el FBI y la policía resolvíamos más del setenta y cinco por ciento de los atracos.
Luego charlamos sobre los dos años pasados por Kate en Los Ángeles.
– Y también es la única oficina del país con dos representantes de los medios de comunicación a jornada completa -dijo-. Teníamos muchos casos importantes que atraían la atención de los medios. Montones de casos que afectaban a celebridades. Conocí a varias figuras cinematográficas y una vez tuve que vivir en la mansión de un famoso actor y viajar con él durante varias semanas porque alguien había amenazado con matarlo, y la amenaza parecía seria. Luego estaban los sindicatos asiáticos del crimen organizado. El único tiroteo en que he participado jamás fue con una banda de contrabandistas coreanos. Son tipos duros esos tíos. Pero en la oficina tenemos varios coreanoamericanos que se han infiltrado en los sindicatos. ¿Te estoy aburriendo?
– No. Esto es más interesante que «Expediente X». ¿Quién era el actor de cine?
– ¿Estás celoso?
– En absoluto. -Quizá un poco.
– Era un hombre mayor. Rondaba los cincuenta. -Rió.
¿Por qué no me estaba divirtiendo aún? En cualquier caso, parecía que Kate Mayfield no era la ingenua provincianita que yo creía que era. Había experimentado el lado oscuro de la vida americana, y aunque no había visto lo que yo había visto a lo largo de veinte años trabajando en Nueva York, había visto más que la típica Wendy Wasp de Wichita. De todos modos, tenía la impresión de que nos faltaban muchas cosas por saber el uno del Otro. Me alegraba de que ella no me preguntase por mi historia sexual, porque estaríamos en Río de Janeiro antes de que hubiera terminado de contarla. Es broma.
En conjunto, fue un recorrido agradable, ella sabía desenvolverse, y antes de mucho nos encontramos en Wilshire Boulevard. Kat introdujo el coche en el amplio parking de un blanco edificio de oficinas de veinte pisos, con flores y palmeras. Hay algo en las palmeras que hace pensar que nada grave o intenso está ocurriendo en los alrededores.
– ¿Interviniste alguna vez en algo relacionado con el terrorismo de Oriente Medio? -le pregunté.
– Personalmente, no. No hay mucho de eso aquí. Creo que tienen un especialista sobre Oriente Medio. -Y añadió-: Ahora tienen dos más.
– Sí, claro. Tú quizá. Yo no sé ni jota de terrorismo de Oriente Medio.
Ella introdujo el coche en un espacio libre y apagó el motor.
– Ellos creen que sí. Estás en la Brigada Antiterrorista, sección de Oriente Medio.
– Cierto. Lo había olvidado.
Bajamos del coche, entramos en el edificio y tomamos el ascensor hasta el piso dieciséis.
El FBI ocupaba toda la planta, además de varias otras que compartía con el Departamento de Justicia.
Resumiendo, la hija pródiga había vuelto, hubo abrazos y besos a tutiplén, y observé que las mujeres parecían tan contentas de ver a Kate como los hombres. Eso es buena señal, según mi ex, que me lo explicó todo una vez. Ojalá la hubiera escuchado.
Bueno, pues hicimos la ronda de las oficinas, y yo estreché un montón de manos y sonreí tanto que me dolía la cara. Tenía la impresión de estar siendo exhibido por… por mi… prometida. Ya está, ya lo he dicho. Sin embargo, la verdad es que Kate no realizó ningún anuncio de ese estilo.
En algún lugar de aquel laberinto de pasillos, cubículos, compartimentos y despachos acechaban uno o dos amantes, o quizá tres, y yo trataba de localizar a los muy cabrones pero no percibía ninguna señal. Se me da bien distinguir a la gente que está tratando de joderme pero me cuesta más distinguir a los que han jodido uno con otro. Hoy es el día, por ejemplo, en que no estoy seguro de si mi mujer jodia con su jefe. Hacen muchos viajes de negocios pero… ya no importa, y tampoco importaba entonces.
Quiso mi buena suerte que el individuo con quien yo había hablado por teléfono el otro día, el señor Sturgis, agente delegado a cargo de no sé qué, quisiera hablar conmigo, así que fuimos escoltados hasta su despacho.
El señor Sturgis se levantó de su mesa y salió a mi encuentro con la mano extendida, que yo estreché mientras intercambiábamos saludos. Su nombre de pila era Doug, y quería que yo lo llamara así. ¿Cómo lo iba a llamar si no? ¿Claude?
Doug era un caballero elegante, más o menos de mi edad, bronceado, en buena forma física y bien vestido. Miró a Kate y se dieron la mano.
– Me alegra verte, Kate -dijo.
– Es agradable volver -respondió ella.
¡Bingo! Aquél era el tipo. Me di cuenta por la forma en que se miraron durante apenas un segundo. Creo.
El caso es que hay muchas formas de infierno pero la más exquisitamente infernal es ir a algún sitio donde tu esposa o tu amante conoce a todo el mundo, y tú no conoces a nadie. Fiestas de oficina, reuniones de clase, cosas de ésas. Y, naturalmente, estás tratando de adivinar quién ha tenido acceso carnal con tu compañera, aunque sólo sea para ver si ésta tenía al menos buen gusto y no estaba follando con el payaso de la clase o el idiota de la oficina.