Comoquiera que fuese, Sturgis nos invitó a sentarnos, y tomamos asiento, aunque lo que yo quería realmente era largarme de allí.
– Es usted exactamente tal como lo he imaginado por teléfono -me dijo.
– Usted también.
Dejamos la cosa así, y pasamos a hablar del asunto que nos ocupaba. Sturgis divagó un poco, y advertí que tenía caspa y las manos pequeñas. Los hombres con las manos pequeñas suelen tener pitos pequeños. Es un hecho.
Traté de ser agradable pero no lo conseguí. Finalmente, él percibió mi estado de ánimo y se levantó. Kate y yo nos levantamos también.
– Gracias de nuevo por su excelente trabajo y su destreza en este asunto -dijo-. No puedo decir que tenga confianza en que vayamos a capturar a ese individuo pero, al menos, está huyendo, y no causará más problemas.
– Yo no apostaría por ello -dije.
– Bueno, señor Corey, un hombre que huye puede ser un hombre desesperado, pero Asad Jalil no es un criminal común. Es un profesional. Lo único que quiere ahora es escapar y no atraer más atención sobre su persona.
– Es un criminal, común o no, y los criminales hacen cosas criminales.
– Buena observación -dijo con desdén-. Lo tendremos presente.
Pensé que debía mandar a aquel idiota a hacer puñetas pero él ya sabía lo que yo estaba pensando.
– Si alguna vez quieres volver -le dijo a Kate-, presenta la solicitud, y haré todo lo que pueda para que te lo concedan.
– Muy amable por tu parte, Doug.
Puah.
Kate le dio una tarjeta y dijo:
– Aquí tienes mi número de móvil. Llámame, por favor, si surge algo. Nosotros vamos a dar una vuelta por la ciudad. John no ha estado nunca en Los Ángeles. Nos iremos en el último avión de la noche.
– En cuanto sepa algo, te llamo. Si quieres te llamo más tarde para mantenerte al tanto.
– Te lo agradecería.
Uf.
Se estrecharon la mano y se despidieron.
Yo olvidé darle la mano al salir, y Kate me alcanzó, en el pasillo.
– Te has portado groseramente con él -me informó.
– No es verdad.
– Sí que lo es. Estabas derrochando simpatía con todo el mundo y luego vas y te muestras desagradable con un supervisor.
– No me he mostrado desagradable. Y no me gustan los supervisores. Me fastidió cuando hablé con él por teléfono.
Dejó el tema, quizá porque sabía adónde conducía. Desde luego, puede que yo estuviera totalmente equivocado respecto a cualquier relación amorosa entre el señor Douglas Pindick y Kate Mayfield pero ¿y si no lo estaba? ¿Y si yo hubiera sido todo dulzura y sonrisas con Sturgis mientras él pensaba en la última vez que se había tirado a Kate Mayfield? Habría quedado como un imbécil. Más vale jugar sobre seguro y mostrarse desagradable.
En cualquier caso, mientras recorríamos el pasillo se me ocurrió que estar enamorado tenía muchos inconvenientes.
Kate se pasó por la sala de comunicaciones y recogió nuestra información de vuelo.
– El vuelo Dos-Cero-Cuatro de United sale del aeropuerto internacional de Los Ángeles a las once cincuenta y nueve de la noche y llega a Washington-Dulles a las siete cuarenta y ocho de la mañana -me informó-. Confirmadas dos reservas en clase business. Nos esperarán en el Dulles.
– ¿Y luego?
– No dice nada.
– Quizá tenga tiempo para ir a quejarme a mi congresista.
– ¿De qué?
– De tener que abandonar el trabajo por una estúpida conferencia de prensa.
– No creo que un congresista pueda intervenir en eso. Y por lo que se refiere al asunto de la conferencia de prensa, han mandado un fax con varios puntos que hay que destacar.
Miré las dos páginas del fax. No había firma, naturalmente. Estas «sugerencias» nunca van firmadas, y se supone que la persona que responde a las preguntas de los periodistas lo hace de forma espontánea.
En cualquier caso, parecían no quedar ya más viejos amigos de Kate, así que entramos en el ascensor y bajamos en silencio.
– No ha sido tan malo, ¿verdad? -me dijo en el parking, mientras nos dirigíamos hacia el coche.
– No. De hecho, podemos volver y hacerlo otra vez.
– ¿Tienes algún problema hoy?
– Ninguno.
Subimos al coche y salimos al Wilshire Boulevard.
– ¿Hay algo especial que te gustaría ver? -me preguntó.
– Nueva York.
– ¿Qué tal uno de los estudios cinematográficos?
– ¿Qué tal tu antiguo apartamento? Me gustaría ver dónde vivías.
– Buena idea. En realidad, alquilé una casa. No está lejos de aquí.
Así que atravesamos West Hollywood, que parecía un sitio estupendo, si no fuera porque estaba hecho de cemento y pintado con colores apastelados que daban a las casas un aspecto de huevos de Pascua prismáticos.
Kate entró con el coche en un agradable barrio suburbano y pasó por delante de su antigua vivienda, que era una casita de estuco de estilo español.
– Muy bonita -observé.
Continuamos por Beverly Hills, donde las casas iban siendo cada vez más grandes, cruzamos luego Rodeo Drive y capté una vaharada de perfume Giorgio procedente de la tienda del mismo nombre. Aquello impediría que un cadáver apestase.
Aparcamos en Rodeo Drive, y Kate me llevó a almorzar a un acogedor restaurante al aire libre.
Permanecimos tranquilamente de sobremesa, sin citas a las que acudir, ni agenda que cumplir ni preocupación alguna en el mundo. Bueno, quizá unas pocas.
A mí no me importaba matar el tiempo, porque lo estaba matando cerca de donde se habían teñido las últimas noticias de Jalil. Seguía esperando que sonase el teléfono y que fuese con alguna noticia que me impidiera volar a Washington. Detestaba Washington, naturalmente, y por buenas razones. Mi animosidad hacia California era irrazonable en su mayor parte, y me avergonzaba de mí mismo por mis prejuicios contra un lugar en el que nunca había estado.
– Comprendo por qué te gusta esto.
– Es fascinante.
– Sí. ¿Nieva alguna vez?
– En las montañas. Se puede ir en unas horas de la playa a las montañas y al desierto.
– ¿Cómo te vestirías para un día así?
Ja, ja.
El Chardonnay de California era bueno, y nos bebimos una botella entera, lo que nos incapacitaba durante un rato para conducir. Pagué la cuenta, que no era demasiado elevada, y fuimos paseando por Beverly Hills, que es realmente bonito. Observé, sin embargo, que los únicos peatones eran hordas de turistas japoneses que tomaban fotografías y grababan vídeos.
Paseamos y miramos escaparates. Le señalé a Kate que su blazer color ketchup y sus pantalones negros se le estaban quedando un poco arrugados y ofrecí comprarle un nuevo atuendo.
– Buena idea -dijo ella-. Pero en Rodeo Drive te costará un mínimo de dos mil dólares.
Carraspeé y repliqué:
– Te compraré una plancha.
Se echó a reír.
Miré unas cuantas camisas en los escaparates, y los precios parecían prefijos telefónicos. Pero, generoso que soy, compré una bolsa de chocolatinas caseras, que fuimos comiendo mientras paseábamos. Como he dicho, no había muchos peatones, así que no me sorprendió descubrir que los turistas japoneses nos estaban grabando a Kate y a mí.
– Creen que eres una estrella de cine -le dije.
– Eres un encanto. Tú eres la estrella. Tú eres mi estrella.
Normalmente, habría vomitado las chocolatinas por toda la acera pero estaba enamorado, caminando sobre una nube, con la cabeza llena de cánticos de amor y todo eso.
– Ya he visto bastante de Los Ángeles -dije-. Vámonos a una habitación en alguna parte.
– Esto no es Los Ángeles. Es Beverly Hills. Hay muchas cosas que quiero enseñarte.