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– ¿Cómo te voy a ayudar? Ni siquiera sé en qué estás pensando.

– ¿Qué se propone ese bastardo?

– ¿Les sirvo más bebidas? -preguntó el camarero.

– Piérdete.

– ¡John!

– Lo siento -dije al camarero que se alejaba.

– John, están embarcando los pasajeros.

– Ve tú. Yo me quedo aquí.

– ¿Estás loco?

– No. Asad Jalil está loco. Yo estoy perfectamente. Ve a coger tu avión.

– No me voy sin ti.

– Sí que te vas. Tú eres funcionaría de carrera con una pensión. Yo soy un simple contratado y tengo una pensión de la policía de Nueva York. Me basta. Tu situación es distinta. No le destroces el corazón a tu padre. Anda.

– No. Sin ti, no. Es definitivo.

– Ahora estoy sometido a una presión enorme.

– ¿Para hacer qué?

– Ayúdame en esto, Kate. ¿Por qué necesita Jalil un rifle?

– Para matar a alguien a larga distancia.

– Exacto. ¿A quién?

– A ti.

– No. Piensa en un periódico.

– Está bien. Periódico. A alguien importante que está bien protegido.

– Exacto. No dejo de pensar en lo que dijo Gabe.

– ¿Qué dijo Gabe?

– Muchas cosas. Dijo que Jalil iba a por todas. Dijo: «Cabalgaba terrible y solo… muescas en la hoja…»

– ¿Qué?

– Dijo que esto era una venganza de sangre…

– Eso ya lo sabemos. Jalil ha vengado las muertes de su familia.

– ¿Lo ha hecho?

– Sí. Salvo Wiggins y Callum, que se está muriendo. Wiggins está fuera de su alcance… pero te tomará a ti a cambio.

– Podría querer matarme pero yo no soy un sustitutivo de lo que realmente quiere, y tampoco lo eran las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, ni las que estaban en el Club Conquistador. Hay alguien más en su lista original… estamos olvidando algo.

– Haz una asociación de palabras.

– De acuerdo… periódico, Gabe, rifle, Jalil, incursión de bombardeo, Jalil, venganza…

– Piensa en cuando tuviste por primera vez esta idea, John. Allá en Nueva York. Es lo que yo hago. Me retrotraigo a donde estaba cuando tuve por primera vez una…

– ¡Eso es! Estaba leyendo aquellos recortes de prensa sobre la incursión, y tuve esta idea… y luego… tuve aquel extraño sueño en el que el avión venía aquí… y tenía que ver con una película… una vieja película del Oeste…

– Última llamada para embarcar en el vuelo Dos-Cero-Cuatro de United Airlines al aeropuerto Dulles de Washington -anunció una voz por megafonía-. Última llamada.

– Eso es… ya viene. La señora Gadafi. ¿Qué decía en aquel artículo?

Kate reflexionó unos segundos y luego respondió:

– Decía que siempre consideraría a Estados Unidos enemigo suyo… a menos… -Kate me miró-. Oh, Dios mío… no, no puede ser… ¿es posible?

Nos miramos, y todo quedó claro. Estaba tan claro que era como el cristal, y llevábamos días mirando a su través.

– ¿Dónde vive? Vive aquí, ¿no? -le pregunté.

– En Bel Air.

Yo me había puesto ya en pie, sin molestarme en recoger el maletín de lona, y me dirigía a la puerta del club. Kate iba a mi lado.

– ¿Dónde está Bel Air? -le pregunté.

– A unos veinticinco o quizá treinta kilómetros al norte de aquí. Junto a Beverly Hills.

Estábamos de nuevo en la terminal y nos encaminamos a la parada de taxis que había fuera.

– Saca tu móvil y llama a la oficina -dije.

Vaciló, y no se lo reprochaba.

– Más vale ir sobre seguro que lamentarse después. ¿De acuerdo? Utiliza la combinación adecuada de preocupación y urgencia.

Estábamos fuera de la terminal, y Kate marcó un número pero no era el de la oficina del FBI.

– ¿Doug? -dijo-. Siento molestarte a estas horas pero… sí, todo va bien…

Yo no quería subir a un taxi y tener aquella conversación al alcance de los oídos de un taxista, así que nos manteníamos alejados de la parada.

– Sí, hemos perdido el avión… -dijo Kate-. Escucha, por favor…

– Dame el maldito teléfono.

Me lo dio, y dije:

– Aquí, Corey. Escuche. Aquí hay una palabra para usted: Fatwah. Como cuando un tnullah ordena que se dé muerte a alguien. ¿De acuerdo? Escuche. Tengo la convicción, basada en algo que acaba de pasárseme por la cabeza, y que es el fruto de cinco días de ocuparme de esta mierda, de que Asad Jalil se dispone a asesinar a Ronald Reagan.

CAPÍTULO 52

Fuimos en el taxi al parking de la policía en el aeropuerto de Los Ángeles, donde nuestro coche no había sido devuelto todavía a Ventura. Hasta el momento, todo bien.

Montamos y nos pusimos en marcha en dirección norte, rumbo a la casa del Gran Satán.

O sea, no creo que él sea el Gran Satán, y en la medida en que yo tenga inclinaciones políticas, soy anarquista y considero aborrecibles todos los gobiernos y todos los políticos.

Además, naturalmente, Ronald Reagan era un hombre muy viejo y muy enfermo, de modo que ¿quién iba a querer matarlo? Bueno, Asad Jalil, por ejemplo, que perdió a su familia como consecuencia de la orden de Reagan de bombardear Libia. Y también el señor y la señora Gadafi, que perdieron una hija, por no hablar de la pérdida de sueño durante varios meses hasta que dejaron de silbarles los oídos.

Kate iba al volante, conduciendo a toda velocidad por la autovía de San No-sé-Cuántos.

– ¿Realmente llegaría Jalil a…? -dijo-. Quiero decir, Reagan está…

– Ronald Reagan quizá no recuerde el incidente pero te aseguro que Asad Jalil, sí.

– Claro… comprendo… pero ¿y si estuviéramos equivocados?

– ¿Y si no lo estuviéramos?

No respondió.

– Escucha, todo concuerda. Pero aunque estemos equivocados hemos llegado a una conclusión realmente inteligente.

– ¿Cómo puede ser inteligente si es errónea?

– Tú conduce -repliqué-. Aunque estemos equivocados, no se pierde nada.

– Sólo nuestros jodidos empleos.

– Podemos abrir un hotelito de los de alojamiento y desayuno.

– ¿Cómo diablos he acabado enrollándome contigo?

– Conduce.

Estábamos avanzando a buena velocidad pero, naturalmente, el tal Douglas había dado ya la alarma y para ahora ya había gente apostada en la casa de Reagan, de modo que no éramos exactamente el Séptimo de Caballería acudiendo al galope para salvar a los sitiados.

– ¿Cuántos agentes del Servicio Secreto crees que tiene allí? -pregunté a Kate.

– No muchos.

– ¿Por qué?

– Bueno, por lo que puedo recordar de mi limitado trato con la oficina del Servicio Secreto de Los Ángeles, se da por supuesto que el riesgo de Reagan va disminuyendo de año en año, aparte de consideraciones presupuestarias y de personal disponible. De hecho -añadió-, hace sólo unos años, un perturbado penetró en sus terrenos y llegó a entrar en la propia casa estando allí la familia.

– Increíble.

– Pero no están infraprotegidos. Tienen una especie de fondo discrecional, y contratan guardas privados para complementar al personal del Servicio Secreto. Además, los policías locales mantienen una estrecha vigilancia sobre la casa. Y la oficina del FBI en Los Ángeles está siempre disponible cuando hace falta. Como ahora.

– Y además vamos de camino nosotros.

– Exacto. ¿Cuánta más protección puede querer nadie?

– Depende de quién te persiga.

– No teníamos que perder ese vuelo -me recordó Kate-. Nuestra llamada telefónica habría bastado.

– Yo te cubriré.

– No me hagas más favores, ¿quieres? Tienes tu ego a pleno rendimiento -añadió.

– Sólo trato de hacer lo correcto. Esto es lo correcto.

– No. Lo correcto es cumplir las órdenes.

– Piensa en todo lo que podemos decir en una conferencia de prensa si logramos echarle el guante a Jalil esta noche.