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McGill consideró la situación. Todos los ocupantes de la cúpula estaban muertos, y, como todo el avión compartía la misma atmósfera y presión del aire interiores, comprendió que todos los ocupantes de las clases primera y turista estaban muertos también. Esto explicaba lo que había visto y lo que no había visto abajo. Explicaba el silencio. Pensó en utilizar la radio para pedir asistencia médica pero estaba seguro de que ninguno la necesitaba. No obstante, cogió la radio y ya se disponía a transmitir cuando se dio cuenta de que no sabía muy bien qué decir ni cómo resultaría gritar a través de su mascarilla de oxígeno. En lugar de ello, pulsó varias veces el botón de la radio, en una serie de señales alternativamente largas y cortas, para indicar que estaba bien.

La voz de Sorentino llegó a través de la radio:

– Recibido, Andy.

McGill se dirigió al lavabo posterior, situado detrás de la escalera de caracol. El letrero de la puerta decía «libre», y McGill abrió para asegurarse de que no había nadie dentro.

Al otro lado del lavabo estaba la despensa, y al volverse vio que allí había alguien tendido en el suelo. Se acercó al cuerpo y se agachó. Era una ayudante de vuelo y yacía de costado, como si estuviera echando una siesta. Le palpó el tobillo en busca del pulso, pero no había ningún latido.

Ahora que tenía la certeza de que ningún pasajero necesitaba ayuda se dirigió rápidamente hacia la cabina de mando y empujó la puerta, pero estaba cerrada, tal como exigían las normas. Aporreó la puerta con la mano y gritó a través de la mascarilla de oxígeno:

– ¡Abran! ¡Servicio de Emergencia! ¡Abran!

No hubo respuesta. Tampoco esperaba que la hubiese.

Cogió el hacha y descargó un fuerte golpe contra la puerta, a la altura de la cerradura. La puerta cedió y quedó medio colgando de los goznes. McGill titubeó unos instantes y luego entró en la cabina de mando.

El piloto y el copiloto se hallaban sentados en sus puestos, y pudo ver sus cabezas inclinadas hacia adelante, como si se hubieran quedado dormidos.

Permaneció inmóvil unos momentos, sin querer tocar a los pilotos. Y luego gritó:

– Eh. ¡Eh! ¿Pueden oírme? -Se sentía ligeramente estúpido hablando a unos muertos.

McGill estaba sudando y le temblaban las rodillas. No era un hombre especialmente impresionable, y a lo largo de los años había visto numerosas personas calcinadas y muertas, pero nunca se había encontrado solo en presencia de tanta muerte silenciosa.

Tocó la cara del piloto con la mano desnuda. Había muerto hacía unas horas. Pero, entonces, ¿quién había hecho aterrizar el avión?

Volvió la vista hacia los paneles de instrumentos. Había recibido una clase de una hora en cabinas de mando de Boeings y centró la atención en una pequeña pantalla en la que ponía «Aterrizaje automático 3». Le habían dicho que un piloto automático programado por ordenador podía hacer tomar tierra a estos reactores de nueva generación sin la intervención de manos ni cerebro humanos. No lo creyó cuando lo oyó pero ahora lo creía.

No había otra explicación para el hecho de que aquella aeronave hubiera llegado hasta allí. Un aterrizaje mediante piloto automático explicaría también la colisión que había estado a punto de producirse con el aparato de US Airways y probablemente explicaría asimismo que no se hubiera accionado la marcha atrás para frenar. Sin duda alguna, pensó McGill, aquello explicaba las horas de silencio de radio, por no mencionar el hecho de que el avión estaba detenido en el extremo de la pista, con los motores todavía en marcha y dos pilotos muertos hacía ya mucho rato. Santo Dios… Le asaltó una violenta náusea, y sintió deseos de gritar o vomitar o huir, pero mantuvo la compostura y volvió a inspirar profundamente. Cálmate, McGill.

¿Y ahora qué?

Ventilar.

Levantó la mano por encima de la cabeza en dirección a la escotilla de salida, activó la palanca y la escotilla se abrió, dejando ver un cuadrado de cielo azul.

Permaneció inmóvil unos momentos, escuchando el ruido, más fuerte ahora, de los motores del avión. Sabía que debía apagarlos, pero no parecía haber peligro de explosión, de modo que dejó que siguieran funcionando para que el sistema de renovación de aire pudiera liberarse de cualquier toxina invisible que hubiera causado aquella pesadilla. Lo único que lo tranquilizaba era el conocimiento de que nada habría cambiado aunque hubiese actuado antes. Aquello era parecido al caso Saudí pero había sucedido mientras el avión estaba todavía volando, muy lejos de allí. No había habido incendio, así que el 747 no se había estrellado como el reactor de Swissair cerca de la costa de Nueva Escocia. De hecho, cualquiera que fuese el problema, había afectado solamente a los pasajeros, no a los sistemas mecánicos ni a los aparatos electrónicos. El piloto automático hizo lo que estaba programado para hacer, aunque McGill se encontró deseando que no lo hubiera hecho.

Miró al exterior a través de los parabrisas. Deseaba estar fuera con los vivos, no allí dentro. Pero esperó a que los sistemas de aire acondicionado hiciesen su trabajo y trató de recordar cuánto tiempo hacía falta para ventilar por completo un 747. Se suponía que tenía que saber esas cosas, pero le costaba concentrarse.

Cálmate.

Después de lo que pareció largo tiempo pero que probablemente era menos de dos minutos, McGill se acercó al pedestal que había entre los asientos de los pilotos y cerró las cuatro llaves de paso de combustible. Se apagaron casi todas las luces de la consola, a excepción de las accionadas por las baterías del avión, el zumbido de los reactores cesó inmediatamente y fue sustituido por un silencio sepulcral.

McGill sabía que fuera del aparato todo el mundo respiraba con alivio ahora que los motores estaban apagados. Todos sabían también que Andy McGill se encontraba perfectamente pero ignoraban que era él, no los pilotos, quien había apagado los motores.

Oyó un ruido en la cabina de la cúpula, se volvió hacia la puerta y prestó atención.

– ¿Hay alguien ahí? -preguntó a través de su mascarilla de oxígeno.

Silencio. Silencio espectral. Silencio de muerte. Pero él estaba seguro de haber oído algo. Quizá el crujido de los motores enfriándose. O algún maletín que se había movido en el compartimento de equipaje de mano.

Inspiró profundamente y trató de calmar los nervios. Recordó lo que un forense le había dicho una vez en un depósito de cadáveres. «Los muertos no pueden hacer ningún daño. Nadie ha sido jamás asesinado por un muerto.»

Miró a la cabina de la cúpula y vio a los muertos mirándolo. El forense estaba equivocado. Los muertos pueden hacer daño y matar el alma. Andy McGill rezó un avemaría y se santiguó.

CAPÍTULO 9

Me estaba poniendo nervioso pero George Foster había establecido una vía de enlace a través del agente Jim Lindley, que se encontraba abajo, hablando con uno de los policías de la Autoridad Portuaria, y éste mantenía contacto por radio con su Centro de Mando, que, a su vez, se hallaba en comunicación con la torre y con sus unidades del Servicio de Emergencia destacadas en la pista.

– ¿Qué ha dicho Lindley? -le pregunté a George.

– Que una persona del Servicio de Emergencia ha subido al avión y que los motores están apagados.