– Eres imposible. Escucha, John, date cuenta de que si Jalil, o un cómplice, está vigilando la casa de Reagan y ve que hay allí una actividad inusitada, nuestro hombre desaparecerá para siempre, y nunca sabremos si tu suposición era acertada. Básicamente, se trata de una situación en la que perdemos todos.
– Lo sé. Pero cabe la posibilidad de que Jalil se proponga actuar otra noche, y de que hoy la casa de Reagan no esté siendo vigilada por él ni por ningún cómplice. Entonces, supongo, el Servicio Secreto intentará hacer lo que hizo el FBI en la casa de Wiggins, y también en la de Callum.
– El Servicio Secreto se dedica a protección, John. No a tender trampas, en especial si el cebo es un ex presidente.
– Bueno, evidentemente tienen que llevar a los Reagan a un lugar seguro y dejar que el FBI tienda una trampa sin cebo.
– ¿Cómo se las ha arreglado todos estos años sin ti el gobierno federal?
Detecté una pizca de sarcasmo, que no esperaba ahora que estábamos prometidos.
– ¿Sabes dónde está la casa? -pregunté.
– No, pero recibiré instrucciones cuando salgamos de la autovía.
– ¿Sabes en qué clase de entorno está situada la casa? ¿Rural? ¿Suburbano?
– Bel Air es casi todo semisuburbano. Fincas de algo menos de una hectárea, densamente arboladas. Algunos amigos míos han pasado por delante de la casa de Reagan, y también suelen pasar esas estúpidas excursiones al mundillo de los artistas de cine. Tengo entendido que la casa está emplazada en una finca de varias hectáreas rodeada de un muro y no se la puede ver desde la carretera.
– ¿Tiene un buen portero?
– Pronto lo vamos a averiguar.
Salimos de la autovía, y Kate llamó por teléfono a la oficina del FBI. Escuchó y repitió una serie de complicadas instrucciones, que apunté en mi factura del hotel de Marina del Rey. Kate dio al oficial de guardia la descripción de nuestro coche y la matrícula.
El terreno de Bel Air era bastante accidentado, las carreteras serpenteaban mucho y había vegetación suficiente para ocultar a un ejército de francotiradores. A los quince minutos estábamos en una calle flanqueada de árboles llamada St. Cloud Road, en la que habían grandes casas que eran apenas visibles detrás de vallas, muros y setos.
Yo esperaba ver vehículos y gente delante de la finca de Reagan pero todo estaba silencioso y oscuro. Quizá sabían realmente lo que hacían.
De pronto, surgieron dos individuos de entre los matorrales y nos hicieron parar.
Un instante después, teníamos dos pasajeros en el asiento posterior y se nos ordenaba dirigirnos a una serie de puertas dispuestas en un muro de piedra.
Las puertas de hierro se abrieron automáticamente, y Kate llevó el coche a través de ellas, y luego se nos dirigió a una zona de aparcamiento a la izquierda, junto a una amplia garita de seguridad. Resultaba realmente excitante si entras en la historia y todo eso. Habría sido divertido si no pareciera tan serio todo el mundo.
Bajamos del coche y miramos a nuestro alrededor. Se podía ver a lo lejos la casa de Reagan, una estructura de estilo ranchero, en la que brillaban varias luces. No parecía haber mucha gente en las cercanías pero yo tenía la seguridad de que el lugar hervía ahora de agentes y miembros del Servicio Secreto disfrazados de árboles, rocas o cualquier otra cosa con la que acostumbre fundirse esa gente.
Era una noche de luna llena, lo que se llamaba luna de cazador en los tiempos en que las miras telescópicas sensibles a los rayos infrarrojos y a la luz de las estrellas no habían convertido aún todas las noches en noches de cazador. En cualquier caso, el ex presidente no estaría paseando a aquellas horas, por lo que hube de suponer que Jalil disponía también de una mira telescópica para luz diurna y se proponía esperar hasta que los Reagan salieran a dar un paseo matutino.
Una fragante brisa transportaba sobre el césped el aroma de los arbustos en flor, y sonaban en los árboles los gorjeos de las aves nocturnas. O quizá los árboles eran agentes del Servicio Secreto que iban perfumados y se lanzaban gorjeos unos a otros.
Se nos pidió cortésmente que nos quedáramos cerca de nuestro coche, cosa que estábamos haciendo, cuando he aquí que por la puerta de la garita de seguridad aparece el mismísimo Douglas Pindick y echa a andar hacia nosotros.
Douglas fue directamente al grano y me espetó:
– Dígame por qué estamos aquí.
No me gustó su tono, así que repliqué:
– Dígame por qué no estaba usted ayer aquí. ¿Es que tengo que pensar yo por usted?
– Se está comportando de manera impertinente.
– Pregúnteme si me importa un carajo.
– Ya basta de insubordinación.
– No he hecho más que empezar.
– Bueno, basta -dijo Kate finalmente-. Cálmate. -Se dirigió a Pindick-: Doug, ¿por qué no hablamos un momento?
Así que Kate y su amigo se alejaron hasta quedar fuera del alcance de mis oídos, y yo me quedé allí, soberbiamente irritado por nada. Todo era cuestión de ego masculino y de pose ante la hembra de la especie. Muy primitivo. Puedo sobreponerme a esos instintos. Debería intentarlo alguna vez.
Se me acercó entonces una agente del Servicio Secreto que iba vestida de calle y se presentó como Lisa y dijo que ostentaba alguna clase de actividad supervisora. Tendría unos cuarenta años, y era atractiva y amistosa.
Charlamos, y ella pareció sentir curiosidad por cómo había llegado yo a mi conclusión de que existía una amenaza de muerte contra el ex presidente.
Dije a Lisa que estaba tomando un trago en un bar, y la idea me vino de pronto a la cabeza. No le gustó la explicación, así que procuré dar más detalles, mencionando que estaba bebiendo una coca-cola y que realmente me hallaba a punto de resolver el caso de Asad Jalil y todo eso.
No sólo se me estaba interrogando, naturalmente, sino que se me estaba haciendo compañía para que no me pusiera a husmear por allí.
– ¿Cuántos de estos árboles son en realidad agentes del Servicio Secreto? -le pregunté.
Le parecí gracioso y respondió:
– Todos.
Le pregunté por los vecinos de Reagan y cosas así, y ella me informó de que el barrio estaba plagado de artistas de cine y otras celebridades, que era agradable trabajar para los Reagan y que realmente estábamos en la ciudad de Los Ángeles, aunque a mí me pareciese el decorado para una escena dé una plantación en la jungla.
Así que Lisa y yo continuamos charlando mientras Kate hablaba con su antiguo amante, diciéndole, estoy seguro, que yo no era tan gilipollas como parecía. Estaba realmente cansado, física y mentalmente, y había algo irreal en toda aquella escena.
En algún momento de nuestra charla, Lisa me reveló:
– El número de la casa de Reagan era antes el seis seis seis pero después de comprarla lo hicieron cambiar por el seis seis ocho.
– ¿Por razones de seguridad, quiere decir? -pregunté.
– No. Seis seis seis es el signo del diablo según el Apocalipsis. ¿Lo sabía?
– Eh…
– De modo que Nancy, supongo, lo mandó cambiar.
– Comprendo… Tengo que mirar mi tarjeta American Express. Creo que tiene tres seises.
Rió.
Yo tenía la impresión de que Lisa podría mostrarse dispuesta a ayudar, así que recurrí a mi encanto personal y empezamos a congeniar de maravilla. En medio de mi despliegue de seducción, volvió Kate, sola, y le presenté a mi nueva amiga Lisa.
Kate no estaba interesada en Lisa y me cogió del brazo y me apartó un poco.
– Tenemos que coger un avión mañana por la mañana a primera hora -me dijo-. Todavía podemos llegar a la conferencia de prensa.
– Lo sé. Son tres horas menos en Nueva York.
– Cállate y escucha, John. Además, el director quiere hablar contigo. Puede que tengas problemas.
– ¿Qué ha sido del héroe?
Ignoró mi pregunta y continuó: