Выбрать главу

Todo encaja, es lógico, y, si estoy equivocado, realmente me he equivocado de profesión.

– De acuerdo, para bien o para mal, estoy contigo en esto. En eso consiste el compromiso -dijo, después de reflexionar unos instantes.

– Desde luego.

– Y el compromiso es recíproco.

– Yo recibiría un balazo por ti.

Ella me miró, y nuestros ojos se encontraron en la oscuridad del coche. Vio que estaba hablando en serio, y ninguno de los dos dijo lo evidente, que tal vez estábamos próximos a demostrarlo.

– Yo, también -dijo.

Encontramos finalmente la entrada a la autopista de San Diego y nos incorporamos a ella en dirección hacia el norte.

– ¿Sabes dónde está el rancho? -pregunté.

– En algún lugar de las montañas de Santa Inez, cerca de Santa Bárbara.

– ¿Dónde está Santa Bárbara?

– Al norte de Ventura, al sur de Goleta.

– Entendido. ¿Cuánto se tardará?

– Dos horas tal vez a Santa Bárbara, depende de la niebla. No sé cómo se llega al rancho desde allí pero lo averiguaremos.

– ¿Quieres que conduzca yo?

– No.

– Sé conducir.

– Sé cómo conduces, y conozco las carreteras. Duérmete, anda.

– Me estoy divirtiendo demasiado. Oye, si quieres podemos parar en la oficina de Ventura para coger chalecos antibalas.

– No espero que se produzca un tiroteo. Cuando lleguemos al rancho, nos pedirán cortésmente que nos larguemos, como nos ocurrió en Bel Air. El Servicio Secreto es muy celoso de su propio territorio. Especialmente cuando interviene el FBI -añadió.

– Lo comprendo.

– No nos van a permitir intervenir en esto pero, si quieres estar cerca de la acción, vamos por el camino adecuado.

– No quiero otra cosa. Llama luego a la oficina de Ventura y averigua dónde tienen su sede en Santa Bárbara los del FBI.

– De acuerdo.

– Oye, es buena carretera ésta. Es una región realmente bonita. Me recuerda aquellas antiguas películas de cowboys. Gene Autry, Roy Rogers, Tom Mix.

– Nunca he oído hablar de ellos.

Continuamos nuestro viaje, y observé que era la 1.15 de la noche. Un día largo.

Llegamos a un cruce. Al este estaba Burbank, y al oeste la carretera 101, la autovía de Ventura, que fue la que tomó Kate.

– No vamos a tomar la carretera de la costa esta vez, porque podría haber niebla -dijo-. Ésta es más rápida.

– Tú conoces la zona.

Así pues, nos dirigimos hacia el oeste, a través de lo que Kate dijo que era el valle de San Fernando. ¿Cómo se las arregla esta gente para no hacerse un lío con tantos «san» y «santas»? Estaba realmente cansado, y bostecé.

– Duérmete.

– No. Quiero hacerte compañía, oír tu voz.

– Muy bien. Pues escucha esto… ¿por qué te has mostrado tan desagradable con Doug?

– ¿Quién es Doug? Oh, aquel tipo. ¿Cuándo dices, en Los Ángeles o en Bel Air?

– En los dos sitios.

– Bueno, en Bel Air, estaba cabreado con él porque sabía que los Reagan no estaban en casa y no nos dijo dónde estaban.

– John, tú no sabías eso hasta después de haberte mostrado desagradable con él.

– No empecemos con sutilezas sobre la secuencia de acontecimientos.

Ella quedó unos momentos en silencio.

– No me acosté con él, sólo salíamos -dijo finalmente. Y añadió-: Está casado. Felizmente casado y con dos hijos en la universidad.

No vi ninguna necesidad de contestar.

– Un poco de celos está bien -continuó-, pero realmente tú…

– Un momento. ¿Qué me dices de cuando te fuiste dando casi un portazo en Nueva York?

– Eso es completamente diferente.

– Explícamelo para que lo entienda.

– Tú todavía estás liado con Beth. Los Ángeles es historia.

– Entiendo. Dejémoslo.

– De acuerdo. -Me cogió la mano y me la apretó.

De modo que llevaba veinticuatro horas prometido, y no sabía cómo iba a llegar hasta junio.

Continuamos charlando apaciblemente durante cosa de media hora, y me di cuenta de que estábamos en las montañas o colinas o lo que fuesen, y el lugar tenía un aspecto realmente peligroso pero Kate parecía muy tranquila al volante.

– ¿Tienes algún plan para cuando lleguemos a Santa Bárbara? -me preguntó.

– De hecho, no. Improvisaremos.

– ¿Qué improvisaremos?

– No lo sé. Siempre surge algo. Fundamentalmente, tenemos que llegar al rancho.

– Olvídalo, como diría tu amiga Lisa.

– ¿Qué Lisa? Oh, esa mujer del Servicio Secreto.

– Hay muchas mujeres guapas en California.

– No hay más que una mujer guapa en California. Tú.

Etcétera, etcétera.

Sonó el teléfono de Kate, y solamente podía ser Douglas Pindick tratando de localizarnos después de descubrir que no habíamos ido al hotel del aeropuerto que se nos había indicado.

– No contestes -dije.

– Tengo que contestar.

Y lo hizo. En efecto, era el señor Sin Cojones. Kate escuchó unos instantes y luego dijo:

– Bueno… en la Uno-Cero-Uno, dirección norte. -Escuchó de nuevo y respondió-: Exacto… hemos descubierto que los Reagan están allí…

Evidentemente, él la interrumpió, y ella volvió a escuchar.

– Dame el teléfono -dije.

Negó con la cabeza y continuó escuchando.

Yo me sentía realmente irritado, porque sabía que él le estaba echando una bronca, y eso no se le hace a la novia de John Corey, a menos que esté uno cansado de vivir. No quería quitarle el teléfono de la mano y permanecí allí, consumiéndome de ira. También me preguntaba por qué no pedía hablar conmigo. No tenía huevos.

Kate trató varias veces de decir algo pero el tío siguió interrumpiéndola.

– Escucha, Doug -le interrumpió finalmente-, no me gusta el hecho de que me hayas ocultado información y le hayas dicho al Servicio Secreto que me la oculte también. Para tu información, hemos sido enviados aquí por los jefes conjuntos de la BAT en Nueva York, que han pedido a la oficina de Los Ángeles que nos facilite todas las autorizaciones, toda la ayuda y todo el apoyo que haga falta. La BAT de Nueva York es el órgano competente en este caso, y nosotros somos sus representantes en Los Ángeles. Yo he estado, y estoy, localizable por teléfono móvil y por busca, y lo seguiré estando. Todo lo que necesitas saber es que el señor Corey y yo volaremos esta mañana en ese avión, a menos que nuestros superiores en Nueva York o en Washington nos ordenen otra cosa. Y, además, no es asunto tuyo dónde duermo ni con quién.

Colgó.

Me dieron ganas de exclamar «¡Bravo!» pero era mejor no decir nada.

Permanecimos en silencio. Pocos minutos después, volvió a sonar su móvil, y Kate contestó. Yo sabía que no podía ser otra vez el mierdecilla de antes, porque no tendría huevos para llamar de nuevo. Pero imaginaba que había llamado a Washington para quejarse, y ahora Washington nos llamaba para poner el veto a nuestra misión en el rancho de Reagan. Me resigné a ello. Por tanto, me sentí agradablemente sorprendido y aliviado cuando Kate me pasó el teléfono.

– Es Paula Donnelly, del centro de mando provisional -me anunció-. Tiene en tu línea directa a un caballero que quiere hablar contigo, y sólo contigo. -Y añadió innecesariamente-: Asad Jalil.

Me llevé el teléfono al oído.

– Aquí Corey -dije a Paula-. ¿Parece auténtico ese tío?

– No estoy muy segura de cómo habla un asesino en masa pero este hombre dice que habló contigo en Ventura y que le diste tu número directo.

– Ése es. ¿Puedes pasarme con él?