– Sí. Pero él no quiere que lo haga. Quiere tu número, así que le daré el número del móvil de Kate, si no tienes inconveniente. No creo que él vaya a darme el suyo.
– De acuerdo. Dale este número. Gracias, Paula. -Colgué.
Ni Kate ni yo dijimos nada, y esperamos durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, sonó el móvil, y yo contesté.
– Corey.
– Buenas noches, señor Corey. ¿O debo decir buenos días?
– Diga lo que quiera.
– ¿Le he despertado?
– No importa. De todos modos, tenía que levantarme para contestar al teléfono.
Hubo una pausa, mientras él trataba de entender mi sentido del humor. Yo no estaba seguro de por qué me llamaba pero cuando te llama alguien que no tiene nada que ofrecer, eso significa que necesita algo.
– ¿Y qué ha estado haciendo usted desde la última vez que hablamos? -le dije.
– He estado viajando. ¿Y usted?
– También. -Y añadí-: Qué coincidencia tan curiosa. Precisamente estaba hablando de usted.
– Estoy seguro de que apenas si habla de otra cosa últimamente.
Mamón.
– Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
– ¿Dónde está, señor Corey?
– En Nueva York.
– ¿Sí? Creo que estoy llamando a un teléfono móvil.
– En efecto. El teléfono móvil está en Nueva York, y yo estoy con él. ¿Dónde está usted?
– En Libia.
– ¿De veras? Lo oigo como si estuviera en la manzana de al lado.
– Quizá es así. Quizá estoy en Nueva York.
– Quizá. Asómese a la ventana y trate de adivinar dónde está. ¿Que ve? ¿Camellos o taxis amarillos?
– No me gusta su sentido del humor, señor Corey, y es estúpido seguir hablando de esto, ya que los dos estamos mintiendo.
– Exactamente. De modo que ¿cuál es el objeto de esta llamada telefónica? ¿Qué necesita?
– ¿Cree que sólo llamo para pedir favores? Únicamente quería oír su voz.
– Vaya, es realmente amable por su parte. ¿Ha estado soñando conmigo otra vez?
Miré a Kate, que mantenía la vista fija en la oscura carretera. Había una niebla baja que daba al paisaje un aspecto fantasmal. Ella me miró de soslayo y guiñó un ojo.
– De hecho, he estado soñando con usted, en efecto -respondió Jalil finalmente.
– ¿Algo bueno?
– Soñé que nos enfrentábamos en un lugar oscuro, y que yo emergía a la luz, solo y cubierto con su sangre.
– ¿De veras? ¿Qué cree que significa eso?
– Usted sabe lo que significa.
– ¿Sueña alguna vez con mujeres? Ya sabe, y despertarse completamente empalmado.
Kate me dio un codazo.
Jalil no contestó a mi pregunta, y cambió de tema.
– En realidad, hay unas cuantas cosas que puede hacer por mí.
– Lo sabía.
– En primer lugar, dígale, por favor, al señor Wiggins que, aunque necesite otros quince años, lo mataré.
– Vamos, Asad. ¿No cree que ya va siendo hora de perdonar y…?
– Cállese.
Caray.
– En segundo lugar, señor Corey, eso mismo vale para usted y para la señorita Mayfield.
Miré de reojo a Kate pero no parecía poder oír las palabras de Jalil.
– Sabe, Asad, no puede usted resolver todos sus problemas mediante la violencia.
– Claro que puedo.
– El que toma la espada a espada…
– El que tenga la espada más rápida continuará viviendo. En mi idioma hay un poema que voy a intentar traducirle. Versa sobre un guerrero solitario y terrible, montado en…
– ¡Eh, yo conozco eso! Mi árabe está un poco oxidado pero en inglés es así… -Me aclaré la garganta y recité-: «Cabalgaba terrible y solo con su espada yemení por toda ayuda; no lucía ésta más ornamento que las muescas de la hoja.» ¿Qué tal?
Hubo un largo silencio.
– ¿Dónde aprendió eso? -me preguntó Jalil finalmente.
– ¿Estudiando la Biblia? No, déjeme pensar. Un amigo árabe. -Y añadí, para fastidiarle-: Tengo muchos amigos árabes que trabajan conmigo. Están trabajando de firme para encontrarlo.
El señor Jalil reflexionó sobre mis palabras.
– Irán todos al infierno -me informó.
– ¿Y adónde irá usted, amigo?
– Al Paraíso.
– Ya está en California.
– Estoy en Libia. He completado mi yihad.
– Bueno, si está usted en Libia, no me interesa esta conversación, y estamos haciendo subir la factura del teléfono, de modo que…
– Yo le diré cuándo ha terminado la conversación.
– Entonces, vaya al grano.
En realidad, yo ya creía saber lo que necesitaba. Durante el silencio oí gorjear un pájaro en alguna parte, lo que me indujo a creer que Asad Jalil no estaba en el interior de una casa, a no ser que tuviese un canario. Quiero decir que no entiendo gran cosa de cantos de ave, y éste sonaba como una de las aves nocturnas que había oído en Bel Air, pero sé cómo suena un pájaro. Con pájaros o sin ellos, estaba bastante seguro de que aquel tipo se encontraba en algún lugar cercano de la zona.
De todos modos, Asad Jalil pasó al verdadero objeto de su llamada y me preguntó:
– ¿Qué me dijo usted la última vez que hablamos?
– Creo que lo llamé follacamellos pero quiero retirarlo porque es una observación racista, y, como empleado federal y norteamericano, yo…
– Sobre mi madre y mi padre.
– Oh, sí. Bueno, el FBI, en realidad la CÍA y sus amigos de ultramar, posee cierta información fidedigna acerca de que su madre era… ¿cómo diría yo? Algo así como una muy buena amiga del señor Gadafi, ¿sabe? Bueno, somos hombres, ¿no? Nosotros comprendemos estas cosas. De acuerdo, es su madre, y quizá resulte duro de oír, pero ella tiene necesidades y deseos. ¿De acuerdo? Y, ya sabe…, se siente un poco sola, con su marido tanto tiempo fuera de la ciudad… Eh, ¿sigue ahí?
– Continúe.
– De acuerdo. -Miré a Kate, que levantaba en mi dirección la mano con el pulgar hacia arriba. Proseguí-: Así que, mire, Asad, yo no hago juicios de valor. Quizá su madre y Muammar no estuvieron juntos hasta después de que su padre…, oh, ésa es otra, su padre. ¿Está seguro de que realmente, realmente, quiere oír esto?
– Continúe.
– Muy bien. Bueno. La CÍA otra vez… son gente muy lista y saben cosas que usted ni se imaginaría. Yo tengo un buen amigo en la CÍA, Ted, y Ted me dijo que su padre… se llamaba Karim, ¿no? Bueno, ya sabe lo que sucedió en París. Pero supongo que lo que no sabe es que no fueron los israelíes quienes se lo cargaron… quienes lo asesinaron. La verdad, Asad, es que fue… bueno, ¿por qué desenterrar el pasado? Son cosas que pasan, ¿sabe? Y sé cómo se toma usted los agravios, así que ¿por qué quiere enfurecerse de nuevo? Olvídelo.
Hubo un largo silencio.
– Continúe -dijo después.
– ¿Está seguro? Es que ya sabe cómo es la gente. Dicen: «Adelante. Cuénteme. No me enfadaré con usted.» Y luego, cuando les cuentas malas noticias, te odian. Yo no quiero que usted me odie.
– Yo no lo odio.
– Pero quiere matarme.
– Sí, pero no lo odio. Usted no me ha hecho nada.
– Claro que he hecho. He desbaratado sus planes para matar a Wiggins. ¿No puedo obtener un poco de reconocimiento? ¿Et tu, Brute?
– ¿Perdón?
– Es latín. Así que qué le vamos a hacer si me odia, pero ¿por qué habría de contarle esto? Quiero decir que ¿qué saco con darle información acerca de su padre?
– Si me dice usted lo que sabe, tiene mi palabra de que no les haré ningún daño ni a usted ni a la señorita Mayfield.
– Ni a Wiggins.
– No haré tal promesa. Wiggins ya es un muerto viviente.
– Bueno, está bien. Más vale media taza que ninguna. Así que ¿dónde estaba…? Ah, sí, el asunto de París. No quiero meterme en conjeturas ni plantar semillas de duda o desconfianza pero tiene usted que formularse la pregunta que todos los policías del mundo se plantean ante un asesinato. La pregunta es: ¿Cui bono? Eso es latín también. No, italiano. Usted habla italiano, ¿verdad? De todos modos, ¿cui bono? ¿A quién beneficia? ¿Quién saldría ganando con la muerte de su padre?