– Los israelíes, evidentemente.
– Vamos, Asad. Usted es más listo que todo eso. ¿Cuántos capitanes del ejército libio matan los israelíes en las calles de París? Los israelíes necesitan una razón para matar a alguien. ¿Qué les había hecho su padre? Dígamelo si lo sabe.
Lo oí carraspear, y respondió:
– Era un antisionista.
– ¿Quién no lo es en Libia? Vamos, amigo. La triste verdad es que mis amigos de la CÍA están seguros de que no fueron los israelíes quienes mataron a su padre. De hecho, según varios desertores libios, el asesinato fue ordenado por el propio Muammar al-Gadafi. Lo siento.
Él no dijo nada.
– Eso es lo que ocurrió -continué-. ¿Había diferencias políticas entre su padre y Muammar? ¿Había en Trípoli alguien que quería vengarse de su padre? ¿O fue por causa de su madre? ¿Quién sabe? Dígamelo usted.
Silencio.
– ¿Sigue ahí? ¿Asad?
– Es usted un repugnante embustero, y será para mí un gran placer cortarle la lengua antes de rebanarle el pescuezo.
– ¿Lo ve? Sabía que se enfadaría. Intento hacerle un favor y… ¿Oiga? ¿Asad? ¿Oiga?
Pulsé el botón de desconexión y dejé el teléfono en el asiento, entre Kate y yo. Respiré hondo.
Permanecimos un rato en silencio, y le hice luego a Kate un resumen de lo que había dicho Jalil, contándole incluso que había prometido matarla.
– Creo que no le gustamos -concluí.
– ¿Nosotros? Tú no le gustas. Quiere cortarte la lengua y rebanarte el pescuezo.
– Bueno, tengo amigos que también quieren hacerlo.
Nos echamos a reír, tratando de relajar la tensión del momento.
– De todos modos, creo que lo has manejado bien -dijo Kate-. ¿Por qué ibas a mostrarte serio y profesional?
– La norma es, cuando el sospechoso tiene algo que tú necesitas, trátalo con respeto y consideración. Cuando pide algo que él necesita, búrlate todo lo que quieras.
– No recuerdo que eso figurase en el manual del interrogador.
– Estoy redactando de nuevo ese manual.
– Ya me había dado cuenta. -Reflexionó unos momentos-. Si alguna vez vuelve a Libia, querrá obtener respuestas a ciertas preguntas.
– Si hace preguntas de ese tipo en Libia -repliqué-, es hombre muerto. O tropieza con una negación tajante, o hará en Libia lo que ha hecho aquí. Es un hombre violento y peligroso, una máquina de matar, cuya vida está consagrada a saldar viejas cuentas.
– Y tú les ha dado unas cuantas más que saldar.
– Eso espero.
Continuamos avanzando, y observé que no había nada de tráfico en la carretera. Sólo un idiota estaría fuera en una noche como aquélla y a aquellas horas.
– ¿Sigues creyendo que Jalil está en California? -me preguntó Kate.
– Lo sé. Está en las montañas Santa No-sé-qué, cerca del rancho de Reagan o en el propio rancho.
Kate miró por la ventanilla las negras colinas envueltas en niebla.
– Espero que no.
– Yo espero que sí.
CAPÍTULO 54
La carretera 101 nos llevó a Ventura, en donde la autopista se separaba de las montañas y se convertía en una carretera costera. La niebla era realmente espesa, y apenas si podíamos ver a siete metros de distancia.
A nuestra izquierda vi las luces del hotel de playa Ventura Inn.
– Ahí es donde nos prometimos -dije.
– Volveremos para nuestra luna de miel.
– Yo estaba pensando en Atlantic City.
– Piénsalo otra vez. -Al cabo de unos segundos fue ella quien lo pensó y dijo-: Lo que te haga feliz.
– Yo soy feliz si tú eres feliz.
Íbamos sólo a unos sesenta kilómetros por hora, e incluso eso parecía demasiada velocidad para las condiciones de la carretera. Vi un letrero que decía «Santa Bárbara, 50 kilómetros».
Kate encendió la radio, y captamos una repetición de noticias de una emisión anterior. El locutor presentó una actualización del tema:
– El FBI confirma ahora que el terrorista responsable de la muerte en el aeropuerto Kennedy de Nueva York de todas las personas que iban a bordo del vuelo Uno-Siete-Cinco, así como de las cuatro personas del aeropuerto, se encuentra todavía en libertad y posiblemente ha dado muerte a ocho personas más durante su huida de las autoridades federales y locales.
El locutor continuó, leyendo frases increíblemente largas y retorcidas.
– Un portavoz del FBI confirma que parece existir una conexión entre varias de las personas elegidas como víctimas por Asad Jalil. Está prevista para mañana por la tarde en Washington una importante conferencia de prensa para dar a conocer los últimos detalles de esta trágica historia, y allí estaremos nosotros para informar cumplidamente de cuanto suceda -terminó diciendo.
Cambié a una emisora más fácil de escuchar.
– ¿Se me ha escapado, o ese tipo no ha mencionado a Wiggins? -preguntó Kate.
– No lo ha mencionado. Supongo que el gobierno reserva eso para mañana.
– Es hoy, en realidad. Y nosotros no vamos a coger ese avión en Los Ángeles.
Miré el reloj del salpicadero y vi que eran las 2.50 de la madrugada. Bostecé.
Kate sacó su teléfono móvil y marcó un número.
– Estoy llamando a la oficina de Ventura -me informó.
Contestó Cindy López, y Kate preguntó:
– ¿Algo nuevo del rancho? -Escuchó y dijo-: Eso está bien.
Lo que no estaba bien era que, al parecer, el cabrón de Douglas había llamado ya, porque Kate replicó:
– No importa lo que diga Doug. Lo único que pedimos es que los agentes de la oficina de Ventura, que están en Santa Bárbara, se reúnan con nosotros allí, llamen al rancho y digan al Servicio Secreto que nos dirigimos al rancho para reunimos con sus hombres.
Escuchó de nuevo y dijo:
– En realidad, John acaba de hablar con Asad Jalil…, sí, eso es lo que he dicho. Han establecido una especie de relación, y eso sería de extraordinario valor si se produjera una situación crítica. De acuerdo. Espero.
Tapó el micrófono con la mano y me dijo:
– Cindy va a llamar a los miembros del Servicio Secreto que están en el rancho.
– Buena jugada, Mayfield.
– Gracias.
– No dejes que nos líen con una conferencia telefónica -sugerí-. No aceptaremos ninguna llamada del Servicio Secreto. Sólo una reunión en Santa Bárbara con el FBI, o con el Servicio Secreto, o con ambos a la vez, seguida de una invitación al rancho.
– Vas a tener tu parte en esto aunque te maten, ¿verdad? -dijo ella.
– Me lo he ganado -respondí. Y añadí-: Jalil no sólo ha asesinado a muchas personas que servían a su país, sino que también ha amenazado mi vida y la tuya. No la vida de Jack, no la vida de Sturgis. Mi vida y la tuya. Y permíteme recordarte que no fue idea mía publicar mi nombre y mi foto en los periódicos. Alguien está en deuda conmigo, y ha llegado el momento de que la pague.
Movió la cabeza pero no replicó. Llegó por el teléfono la voz de Cindy López.
– Olvídalo -dijo Kate-. No vamos a discutir esto por un teléfono móvil que no es seguro. Dime sólo dónde podemos verlos en Santa Bárbara. -Escuchó y dijo-: De acuerdo. Gracias. Sí, iremos.
Colgó.
– Cindy te saluda y dice que cuándo vas a volver a Nueva York -me informó.
Todo el mundo tiene algo de comediante.
– ¿Qué más ha dicho?
– Bueno, los agentes del FBI están en un motel llamado Sea Scape, al norte de Santa Bárbara, no lejos de la carretera de montaña que lleva al rancho. Hay allí tres personas de la oficina de Ventura, Kim, Scott y Edie. Está con ellos un agente del Servicio Secreto que actúa como enlace. Vamos a ir al hotel y a contarles tu conversación telefónica con Jalil, y no, no podemos ir al rancho pero podemos esperar en el motel hasta el amanecer por si surge algo y es preciso que hables con Jalil, por teléfono si llama, o personalmente, esposado, si se le captura. Esposado Jalil, no tú.