– Entiendo. -Y añadí-: Sabes que vamos a ir al rancho.
– Díselo al tipo del Servicio Secreto que está en el motel.
Continuamos nuestra marcha hacia el norte. No íbamos a mucha velocidad pero al cabo de un rato empezaron a percibirse signos de civilización, y poco después vimos un cartel que decía «Bien venidos a Santa Bárbara».
La carretera costera atravesaba el extremo meridional de la ciudad y torcía luego hacia el norte, alejándose de la costa. Continuamos por la carretera 101 en dirección norte durante unos treinta kilómetros más, y luego la carretera torció de nuevo hacia la costa.
– ¿Se nos habrá pasado por alto el motel? -pregunté.
– No creo. Llama por teléfono allí.
– Yo creo que deberíamos ahorrar tiempo e ir directamente al rancho -observé.
– Me parece que no has entendido nuestras instrucciones, John.
– ¿Cómo podemos encontrar la carretera que va al rancho?
– No tengo ni idea.
Avanzábamos lentamente a través de la niebla, y a nuestra izquierda yo podía percibir, pero no ver, el océano. A nuestra derecha el terreno se elevaba pero yo no podía ver las montañas que, según Kate, bajaban en algunos puntos hasta el mismo mar. En cualquier caso, eran pocas las carreteras que afluían a la 101 en aquel punto. De hecho, hacía ya un rato que no veía ninguna.
Finalmente, apareció a nuestra izquierda un espacio abierto entre la carretera y el océano, y a través de la niebla se columbraba un letrero luminoso que decía «Sea Scape Motel».
Kate introdujo el coche en el parking.
– Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete -dijo.
– Dirígete primero a recepción.
– ¿Por qué?
– Tomaré dos habitaciones, a ver si podemos conseguir algo de comer y un poco de café.
Detuvo el coche ante la puerta principal, bajo una marquesina, y bajé.
Dentro, un empleado me vio a través de la puerta de cristales y pulsó el botón de apertura. Supongo que el traje me daba un aire respetable, aunque estaba arrugado y olía mal.
Me dirigí al mostrador y le enseñé al empleado mis credenciales.
– Creo que tenemos unos colegas alojados aquí -dije-. Habitaciones uno-dieciséis y uno-diecisiete.
– Sí, señor. ¿Quiere que los llame?
– No. Sólo necesito dejarles un mensaje.
Me pasó un bloc y un lápiz, y garrapateé: «Kim, Scott, Edie: Siento no poder quedarme. Os veré por la mañana. J. C.» Le di la nota al empleado.
– Despiértelos a eso de las ocho. ¿De acuerdo? -Le deslicé un billete de diez dólares y dije con tono despreocupado-: ¿Cómo puedo encontrar la carretera al rancho de Reagan?
– Oh, no es muy difícil encontrarla. Siga hacia el norte un kilómetro más y verá a su izquierda el parque estatal de Refugio y a su derecha el arranque de una carretera de montaña, la carretera de Refugio. Pero no verá ninguna señal. -Y añadió-: Desde luego, yo no lo intentaría esta noche.
– ¿Por qué no?
– No se puede ver nada. Cerca de la cumbre, la carretera tiene un montón de curvas en zigzag, y es muy fácil torcer a un lado cuando debería torcer al otro y acabar en un barranco. O algo peor.
– No hay problema. El coche es del gobierno.
Rió.
– ¿O sea, que está allí el viejo? -dijo.
– Sólo por unos días. ¿Me costará encontrar el rancho? -pregunté.
– No. Está como al final de la carretera. Al llegar a la bifurcación, tome por la izquierda. Hay otro rancho a la derecha. SI sigue por la izquierda verá unas puertas de hierro. -Me advirtió de nuevo-: Incluso de día es difícil el camino. La mayoría llevan tracción en las cuatro ruedas. -Me miró para ver si le estaba explicando con claridad, a fin de poder decirle más tarde a la policía del Estado: «Yo se lo advertí»-. Dentro de tres horas ya habrá luz, y es posible que la niebla levante una hora después de salir el sol.
– Gracias, pero llevo tres kilos de jalea que debo entregar antes del desayuno. Hasta luego.
Abandoné la zona de recepción, regresé al coche y abrí la puerta del lado de Kate.
– Sal a estirar un poco las piernas -le dije-. Deja el motor en marcha.
Ella bajó y se desperezó.
– Da gusto -exclamó-. ¿Has conseguido habitaciones?
– No hay ninguna libre. -Me senté al volante, cerré la puerta y bajé el cristal de la ventanilla-. Yo me voy al rancho -dije-. ¿Vienes o te quedas?
Kate empezó a decir algo y luego lanzó un suspiro de exasperación, dio la vuelta hasta el otro lado del coche y subió.
– ¿Sabes conducir?
– Claro.
Regresé a la carretera de la costa y enfilé hacia el norte.
– Un kilómetro, parque estatal de Refugio a la izquierda, carretera de Refugio a la derecha -dije-. Estate atenta.
No respondió. Yo creo que estaba furiosa.
Vimos el letrero indicador del parque estatal, y luego, en el último instante, vi un desvío y giré el volante a la derecha. A los pocos minutos, subíamos por una estrecha carretera. Poco después, la niebla se espesó, y no habríamos podido distinguir el embellecedor del capó si lo hubiésemos tenido.
No hablábamos apenas y nos limitábamos a avanzar lentamente por la carretera, que, al menos, era recta en aquel trecho mientras ascendía por una especie de garganta con muros de vegetación a ambos lados.
– Nos obligarán a volver -dijo Kate finalmente.
– Quizá. Pero tengo que hacerlo.
– Lo sé.
– Por Reagan.
Se echó a reír.
– Eres un perfecto estúpido. No, eres don Quijote luchando contra molinos de viento. Espero que no lo hagas por exhibirte delante de mí.
– Ni siquiera quiero que vengas.
– Claro que quieres.
De modo que continuamos subiendo, y la carretera se iba haciendo cada vez más estrecha y empinada, y la superficie empezó a volverse más accidentada.
– ¿Cómo suben aquí Ron y Nancy? ¿En helicóptero?
– Seguro. Esta carretera es peligrosa.
– La carretera está bien. Lo peligroso son los precipicios que hay a ambos lados.
Yo estaba realmente cansado, y me costaba mantenerme despierto, pese al hecho de que empezaba a sentirme inquieto por la carretera.
– Yo tengo un jeep Grand Cherokee -dije-. Ojalá lo hubiera traído.
– Como si tienes un tanque. ¿Ves esos precipicios de los lados?
– No. Hay demasiada niebla. ¿Crees que deberíamos dar la vuelta? -pregunté.
– No puedes dar la vuelta. Apenas si tienes sitio para el coche.
– Cierto. Estoy seguro de que se ensancha más adelante.
– Yo estoy segura de lo contrario. Apaga los faros -dijo-. La luz de los pilotos será mejor.
Encendí los pilotos, que no se reflejaban tanto en la niebla.
Continuamos avanzando. La niebla estaba empezando a desorientarme pero, al menos, la carretera se mantenía bastante recta.
– ¡John! ¡Para! -gritó de pronto Kate.
Pisé el freno, y el coche se detuvo con una sacudida.
– ¿Qué?
– Vas derecho a un despeñadero -dijo, después de respirar hondo.
– ¿De veras? No lo veo.
Abrió la puerta, bajó y echó a andar delante del coche, tratando de encontrar la carretera, supongo. Yo podía verla, pero muy justamente. Tenía un aire espectral entre la niebla y bajo la luz de los pilotos. Se internó en la niebla y desapareció. Luego regresó y subió al coche.
– Sigue a la izquierda -dijo-. La carretera tuerce luego a la derecha en una curva de ciento ochenta grados.