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– r-Gracias.

Puse el coche de nuevo en marcha y tuve un atisbo de dónde terminaba el borde derecho del asfalto y empezaba una bajada muy pronunciada.

– Tienes una visión nocturna excelente -dije a Kate.

La niebla aclaró un poco mientras subíamos, lo que nos vino bien, porque la carretera empeoró, y mucho. Volví a encender los faros. La carretera empezó a serpentear en curvas de 180 grados pero yo podía ver ahora a una distancia de tres metros por delante, y si mantenía baja la velocidad, tenía tiempo de reaccionar. Zig, zag, zig, zag. Era realmente horrible. Un urbanita como yo no debería estar allí.

– ¿Hay animales salvajes por aquí? -pregunté.

– ¿Además de ti?

– Sí, además de mí.

– Osos, quizá. No sé. Nunca había llegado tan al norte. -Y añadió-: Yo creo que tal vez haya pumas.

– Caray. Este sitio es realmente odioso. ¿Por qué habría de querer venir aquí el dirigente del Primer Mundo? -Respondí a mi propia pregunta-: La verdad es que es mejor que Washington.

– Concéntrate en la carretera, por favor.

– ¿Qué carretera?

– Hay una carretera. Mantente en ella.

– Lo estoy procurando.

Nos mantuvimos en silencio durante un rato.

– ¿Sabes? No creo que nos obliguen a volvernos -dijo Kate al cabo de unos quince minutos-. No pueden hacerlo. Nunca conseguiríamos llegar.

– Exactamente.

Sonó su teléfono móvil, y respondió:

– Mayfield. -Escuchó y dijo-: No puede ponerse al teléfono, Tom. Tiene las dos manos en el volante y la nariz pegada al parabrisas. -Escuchó de nuevo y respondió-: Exacto. Nos dirigimos al rancho. De acuerdo. Sí, tendremos cuidado. Hasta la mañana. Gracias.

Colgó.

– Tom dice que eres un lunático -me informó.

– Eso ya ha quedado claro. ¿Qué ocurre?

– Bueno, tu relación especial con el señor Jalil nos ha abierto las puertas. Tom dice que el Servicio Secreto nos dejará entrar en el rancho. Suponían que subirías al amanecer -añadió-, pero Tom los llamará para decirles que estamos en camino.

– ¿Lo ves? Ponlos ante un hecho consumado, y ellos encuentran la manera de darte permiso para hacer algo que ya has hecho. Pero pídeles permiso y encontrarán una razón para negártelo.

– ¿Figura eso en tu nuevo manual?

– Figurará.

Nos quedamos callados de nuevo.

– Si nos hubieran obligado a volvernos, ¿qué habrías hecho? -me preguntó al cabo de otros quince minutos-. ¿Cuál era el plan B?

– El plan B habría sido apearnos y encontrar ese rancho a pie.

– Lo imaginaba. Y nos habrían pegado un tiro nada más vernos.

– No se puede ver a nadie. En medio de esta niebla, ni siquiera con las miras telescópicas de visión nocturna. Se me da muy bien orientarme en tierra. Caminar siempre hacia arriba. El musgo crece en la parte de los árboles que mira al norte. El agua va hacia abajo. Estaríamos en seguida en el rancho. Saltamos la cerca y nos metemos en el granero o algún sitio así. No hay problema.

– ¿Qué te propones? ¿Qué es lo que quieres conseguir?

– Simplemente, necesito estar aquí. Aquí es donde está la acción, y aquí es donde necesito estar yo. No es tan complicado.

– Ya. Como en el aeropuerto Kennedy.

– Exactamente.

– Algún día vas a estar en el sitio equivocado en el momento equivocado.

– Algún día. Pero no hoy.

Ella no respondió pero miró por la ventanilla en dirección a una pequeña prominencia de tierra que se elevaba a mayor altura que el coche.

– Comprendo a lo que se refería Lisa al decir que era un lugar ideal para una emboscada -dijo-. En esta carretera, nadie tendría la menor oportunidad de salvarse.

– Bueno, aun sin emboscada, nadie tendría ninguna oportunidad.

Kate se frotó la cara con las manos y bostezó.

– ¿Va a ser así la vida contigo? -preguntó.

– No. Habrá algunos momentos duros.

Rompió a reír, o a llorar, o algo. Pensé que quizá debería pedirle su pistola.

La carretera se tornó más recta, y la pendiente disminuyó. Tuve la impresión de que se acercaba el fin de nuestro viaje.

Pocos minutos después, advertí que la tierra se alisaba delante de nosotros y la vegetación clareaba. Entonces vi una carretera que salía hacia la derecha pero recordé que el empleado del motel había dicho que fuese a la izquierda. Antes de llegar a la bifurcación, salió de entre la niebla un hombre que levantó la mano. Paré y llevé la mano a mi Glock, lo mismo que Kate.

El hombre caminó hacia nosotros, y pude ver que llevaba la clásica cazadora oscura con una placa prendida en el pecho y una gorra de béisbol con la inscripción «Servicio Secreto». Bajé la ventanilla y él se acercó por el lado del conductor.

– Hagan el favor de salir del coche y mantengan las manos donde yo pueda verlas -dijo.

Era lo que solía decir yo, y conocía la rutina.

Bajamos del coche, y el hombre dijo:

– Creo que sé quienes son ustedes pero necesito ver alguna identificación. Despacio, por favor. -Y añadió-: Estamos cubiertos.

Le mostré mi documento de identidad, que examinó con una linterna. Seguidamente hizo lo mismo con el de Kate y luego dirigió el haz luminoso a la placa de la matrícula.

Una vez cerciorado de que encajábamos en la descripción de un hombre y una mujer a bordo de un Ford azul cuyos nombres eran los mismos que los de dos agentes federales que se dirigían a aquel lugar por la carretera más puñetera de este lado del Himalaya, dijo:

– Buenas noches. Soy Fred Potter, Servicio Secreto.

Kate respondió en el breve segundo transcurrido antes de que se me pudiera ocurrir algo sarcástico.

– Buenas noches. Supongo que nos esperaban.

– Bueno -replicó Fred-, lo que esperaba era que para estas horas estuviesen ya en el fondo de un barranco y con las ruedas del coche girando en el aire. Pero han conseguido llegar.

De nuevo Kate, en un precavido esfuerzo por impedirme abrir la boca, dijo:

– No ha sido tan malo. Pero no querría intentar repetir el trayecto cuesta abajo esta noche.

– No, no tiene que hacerlo. Tengo orden de acompañarlos al rancho.

– ¿Quiere decir que hay más carretera de ésta? -exclamé.

– No mucho más. ¿Quiere que conduzca yo?

– No -respondí-. Este coche es sólo para el FBI.

– Iré delante.

Subimos todos al coche, Kate detrás y Fred delante.

– Tire a la izquierda -dijo Fred.

– ¿Tirar? ¿Contra quién?

– Quiero decir… vaya a la izquierda. Por allí.

Así pues, una vez hecha la gracia, enfilé a la izquierda, observando al pasar que había dos individuos más, armados con rifles, cerca de la carretera. Efectivamente, estábamos cubiertos.

– Manténgalo a unos cincuenta -dijo Fred-. La carretera es recta, y tenemos que recorrer otros doscientos metros por la avenida Pennsylvania antes de llegar a una puerta.

– ¿Avenida Pennsylvania? Me sentía realmente aturdido.

Fred no se rió.

– Esta parte de la carretera de Refugio se llama avenida Pennsylvania. Rebautizada en el ochenta y uno.

– Todo un detalle. ¿Y qué tal están Ron y Nancy?

– Nosotros no hablamos de eso -me informó Fred.

Comprendí que Fred no era un tipo divertido.

Al cabo de un minuto o cosa así, nos aproximamos a unas columnas de piedra entre las que había una puerta de hierro, cerrada, que no le llegaría a un hombre más arriba del pecho. De cada lado de las columnas corría una cerca baja de alambre. Dos hombres, vestidos como Fred y provistos de rifles, se hallaban apostados detrás de las columnas.

– Pare aquí -ordenó Fred.

Paré, y Fred se apeó y cerró la puerta del coche. Fue hasta las columnas, habló con los hombres, y uno de éstos abrió la puerta del rancho. Fred me hizo seña de que avanzara, y yo llevé el coche hasta las columnas y volví a parar, principalmente porque los tres individuos se interponían en mi camino.