Uno de ellos se dirigió al lado derecho del coche, montó y cerró la puerta.
– Continúe -dijo.
Así que continué rodando por la avenida Pennsylvania. El hombre no decía nada, a lo que yo no tenía nada que objetar. Quiero decir que yo creía que los del FBI eran todos unos tíos serios y estirados pero al lado de esta gente el FBI parecía salido de una serie de Comedy Central.
También es verdad que aquél tenía que ser uno de los trabajos peores y más estresantes del planeta. Yo no lo querría.
Había árboles a ambos lados de la carretera, y la niebla se amontonaba allí en acumulaciones que semejaban ventisqueros.
– Más despacio -dijo mi pasajero-. Vamos a torcer a la izquierda.
Reduje la velocidad y vi una valla de troncos y luego dos altos postes de madera sobre los que se extendía un letrero, también de madera, que decía «Rancho del Cielo».
– Tuerza por ahí -dijo.
Torcí, y cruzamos la entrada. Delante de mí, sepultada bajo un sudario de niebla, se abría una amplia extensión de tierra, semejante a un prado alpino, desde cuyos bordes se elevaban unas pendientes que le hacían parecer el fondo de un cuenco. La niebla permanecía suspendida en una densa capa sobre el suelo, y yo podía ver por debajo de ella y por encima de ella. Fantasmal. ¿Se trataba de un momento de «Expediente X» o qué?
Podía ver al frente una casa de adobe con una sola luz encendida. Estaba bastante seguro de que era la casa de los Reagan y ardía en deseos de reunirme con ellos, sabiendo, naturalmente, que estarían levantados y esperándome para agradecerme personalmente mis esfuerzos por protegerlos. Mi pasajero, sin embargo, me indicó que girara a la izquierda por una carretera lateral.
– Despacio -dijo.
Mientras avanzamos lentamente, distinguí acá y allá varias otras estructuras por entre los grupos de árboles que moteaban los campos.
Al cabo de un minuto, el tipo que estaba sentado a mi lado dijo:
– Pare.
Paré.
– Apague el motor y venga conmigo.
Apagué el motor y las luces, y bajamos todos del coche. Kate y yo seguimos al hombre por un sendero que ascendía a través de un bosquecillo.
Hacía mucho frío allí, por no hablar de la humedad. Mis tres heridas de bala me dolían, y apenas si podía pensar con claridad. Estaba cansado, hambriento, sediento, aterido y tenía ganas de mear. Aparte de eso, me encontraba perfectamente.
La última vez que había mirado el reloj del salpicadero eran las cinco y cuarto, o sea, las ocho y cuarto en Nueva York y Washington, donde se suponía que debía estar.
De todos modos, nos acercamos a aquella destartalada estructura de madera chapeada que llevaba impreso el sello del gobierno. No literalmente, pero he visto suficientes casas iguales como para saber a qué se refieren cuando dicen que el contrato se concede a la oferta más barata.
Entramos, y el interior tenía un aspecto realmente ruinoso y olía a moho. Mi guía de «Expediente X» nos introdujo en una especie de amplio salón en el que había varios muebles viejos, un frigorífico, mostrador de cocina, televisor y todo eso.
– Siéntense -dijo, y desapareció por una puerta.
Yo permanecí de pie y miré a mi alrededor en busca de un lavabo.
– Bueno, aquí estamos -dijo Kate.
– Aquí estamos -asentí-. ¿Dónde estamos?
– Yo creo que esto debe de ser el antiguo local del Servicio Secreto.
– Esos tipos son repelentes -le dije.
– Son inofensivos. No te metas con ellos.
– Jamás se me ocurriría. Oye, ¿te acuerdas de aquel episodio…?
– Si dices «Expediente X», te juro que saco la pistola.
– Creo que te estás volviendo un poco quisquillosa.
– ¿Quisquillosa? Estoy que me caigo de sueño, acabo de atravesar en coche el mismísimo infierno, estoy harta de tu…
Entró un hombre en la habitación. Llevaba vaqueros, jersey gris, cazadora azul y zapatillas de deporte. Tenía unos cincuenta y tantos años, cara colorada y pelo blanco. Y hasta sonreía.
– Bienvenidos a Rancho del Cielo -dijo-. Soy Gene Barlet, jefe de las fuerzas de protección destacadas aquí.
Nos estrechamos la mano.
– ¿Y qué les trae por aquí en una noche como ésta? -preguntó.
El tío parecía humano.
– Llevamos desde el sábado persiguiendo a Asad Jalil, y creemos que está aquí -respondí.
Él podía comprender ese instinto de sabueso y asintió con la cabeza.
– Bien. Me han informado acerca de ese individuo y de la posibilidad de que tenga un rifle, y podría estar de acuerdo con ustedes. Sírvanse café -añadió.
Le informamos de que necesitábamos utilizar los servicios. En el lavabo, me eché agua fría por la cara, hice gárgaras, me di masaje y me enderecé la corbata.
De nuevo en el salón, me preparé un café, y Kate se reunió conmigo en el mostrador. Observé que se había retocado el carmín de los labios y había intentado disimular las ojeras.
Luego nos sentamos en torno a una mesa de cocina redonda.
– Tengo entendido que ha establecido usted una relación amistosa con ese Jalil -me dijo Gene.
– Bueno, no somos exactamente amigos íntimos -respondí-, pero he establecido un diálogo con él.
Para ganarme el alojamiento y la manutención allí, le informé de cómo estaban las cosas, y él escuchó atentamente.
– Eh, ¿dónde está todo el mundo? -pregunté cuando hube terminado mi exposición.
– Están en posiciones estratégicas -dijo.
– En otras palabras, que tiene un problema de escasez de personal.
– La casa del rancho es segura, y también la carretera -respondió.
– Pero cualquiera podría entrar a pie en el rancho -dijo Kate.
– Probablemente.
– ¿Tienen detectores de movimiento? ¿Aparatos de escucha?
Gene no respondió pero paseó la vista por el salón.
– El presidente solía venir aquí los domingos para ver partidos de fútbol con el personal libre de servicio -me informó.
No respondí.
Gene adoptó un aire reminiscente.
– Fue herido de bala una vez -dijo-. Una sólo ya es demasiado.
– Sé lo que se siente.
– ¿Ha sido usted herido de bala?
– Tres veces. Pero todas el mismo día, así que no fue tan malo.
Gene sonrió.
– ¿Tienen aparatos electrónicos aquí? -insistió Kate.
– Síganme -dijo Gene, levantándose de la silla.
Nos pusimos en pie y lo seguimos hasta una habitación situada en un extremo de la estructura. Era una habitación tan ancha como el propio edificio, y observé que las tres paredes exteriores eran casi en su totalidad amplios ventanales que daban sobre la cuesta en que se alzaba la casa del rancho. Detrás de la casa había un bonito estanque que no había visto al llegar, además de un vasto granero y una especie de casa para invitados.
– Esto era el centro neurálgico -dijo Gene-, donde controlábamos todos los instrumentos de seguridad, seguíamos la pista de Látigo de Cuero, o sea, el presidente, cuando montaba a caballo, y donde teníamos comunicación con el mundo entero. Aquí se guardaba también el maletín nuclear.
Paseé la vista en derredor por el abandonado recinto y observé que había un montón de cables colgando, juntamente con listas de palabras en clave, señales de llamada por radio y otras anotaciones ya casi borradas. Me recordaba las salas del Gabinete de Guerra que había visto en Londres, el lugar desde donde Churchill había dirigido la guerra, petrificado en el tiempo, un poco mohoso y manejado por un ejército de fantasmas cuyas voces se podían oír si escuchaba uno con atención.
– No queda ningún aparato electrónico de seguridad -nos informó Gene-. De hecho, todo este rancho es ahora propiedad de un grupo llamado Fundación de la Joven América. Compró el rancho a los Reagan y lo está convirtiendo en una especie de museo y centro de conferencias.