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Ni Kate ni yo dijimos nada.

– Incluso cuando esto era la Casa Blanca del Oeste, era una pesadilla de seguridad -continuó Gene-. Pero al viejo le gustaba el lugar, y cuando quería venir aquí veníamos nosotros con él y lo acondicionábamos.

– Entonces tenía usted cien personas -dije.

– Exacto. Más todos los aparatos electrónicos y los helicópteros y todo de lo más moderno y avanzado. Pero los malditos sensores de movimiento y escucha detectaban hasta el último conejo y la última ardilla que entraban en la finca. -Se echó a reír y añadió-: Había falsas alarmas todas las noches. Pero teníamos que actuar. -Volvió a ponerse reminiscente y dijo-: Recuerdo una noche… era una noche de niebla como ésta, y a la mañana siguiente salió el sol, disipó la niebla y vimos una tienda de campaña plantada en el prado, a menos de cien metros de la casa. Fuimos a investigar y encontramos a un joven dormido en su interior. Un excursionista. Lo despertamos, le informamos de que estaba en una propiedad privada y le dirigimos hacia un sendero señalizado. Nunca le dijimos dónde estaba. -Sonrió.

Sonreí yo también, pero en la historia había un elemento preocupante.

– Así que, ¿podemos garantizar una seguridad absoluta? -continuó Gene-. Evidentemente, no. Pero ahora, al menos, podemos limitar los movimientos de Látigo de Cuero y Arco Iris.

¿Arco Iris?

– En otras palabras -dijo Kate-, se quedarán dentro de la casa hasta que usted pueda sacarlos.

– En efecto. Azufre… es el nombre de la casa, tiene gruesas paredes de adobe, las cortinas y las persianas están corridas, y hay tres agentes en la casa y dos fuera de ella. Mañana idearemos la forma de sacar de aquí a los Reagan. Probablemente necesitaremos una Diligencia… o sea, una limusina blindada. Más una Cabeza y una Cola. O sea, un vehículo delante y otro detrás. No podemos usar un Holly… o sea, un helicóptero.

Señaló con un gesto los bordes del elevado terreno circundante y explicó:

– Un buen tirador provisto de una mira telescópica podría derribar sin problemas un helicóptero.

– Parece como si necesitasen ustedes un milagro -dije.

Se echó a reír.

– Bastará con que recemos un poco durante la noche. Al amanecer recibiremos refuerzos, incluyendo helicópteros con equipos especializados en detectar francotiradores y provistos de sensores de calor corporal y otros aparatos de detección. Si Jalil se encuentra en esta zona, tenemos muchas probabilidades de encontrarlo.

– Eso espero -dijo Kate-. Ya ha matado a bastante gente.

– Pero comprendan que nuestra misión principal y nuestra primera preocupación es proteger al señor y la señora Reagan y transportarlos a un lugar seguro.

– Entiendo -respondí yo-. La mayoría de los lugares serán seguros si matan o capturan ustedes a Asad Jalil.

– Lo primero es lo primero. Permaneceremos en estado estático hasta que salga el sol y se disipe esta niebla. ¿Quieren dormir un poco?

– No -respondí-. Quiero ponerme unos téjanos y un sombrero de cowboy y salir a caballo a ver si descubro la hoguera de ese bastardo.

– ¿Habla en serio?

– En realidad, no. Pero estoy pensando en ir a echar un vistazo. ¿No hay que comprobar los puestos de guardia o algo parecido?

– Puedo hacerlo por radio.

– No hay nada como la realidad en vivo. Las tropas agradecen ver al jefe.

– Claro. ¿Por qué no? ¿Quiere que lo lleve?

– Creía que nunca me lo preguntaría.

– Yo iré contigo -dijo Kate.

No tenía intención de mostrarme protector, así que repuse:

– Si Gene no tiene inconveniente, yo tampoco.

– Por supuesto que no -dijo Gene-. ¿Llevan chaleco antibalas?

– El mío está en la lavandería -respondí-. ¿Tienen alguno de sobra?

– No. Y no puedo prestarle el mío.

Bueno, de todas formas, ¿quién necesita chaleco antibalas?

Salimos del edificio del Servicio Secreto y nos dirigimos hacia donde permanecía estacionado un jeep Wrangler descubierto. Observé que el jeep tenía matrícula de California con la indicación «Biblioteca Ronald Reagan» y una fotografía del ex presidente en la placa. Necesito una de ésas como recuerdo.

Gene se puso al volante, y Kate se sentó a su lado. Yo me instalé detrás. Gene puso el motor en marcha, encendió los faros antiniebla y arrancamos.

– Conozco este rancho como la palma de mi mano -dijo Gene-. Hay probablemente más de cien kilómetros de caminos de herradura, y el presidente solía recorrerlos todos a caballo. Todavía tenemos mojones de piedra en lugares estratégicos, con números perforados literalmente en ellos para que nadie pueda cambiarlos. Los agentes del Servicio Secreto cabalgaban con el presidente y comunicaban por radio con el centro de control al llegar a cada mojón, y nosotros identificábamos su ubicación. El presidente -añadió- no quería llevar chaleco antibalas, y era una pesadilla. Yo contenía el aliento todas las tardes hasta que volvía.

Gene parecía sentir verdadero afecto hacia Látigo de Cuero, de modo que, como buen invitado, dije:

– Yo formé parte de la unidad de protección presidencial de la policía de Nueva York en abril del ochenta y dos, cuando habló en el cuartel del sesenta y nueve regimiento en Manhattan.

– Lo recuerdo. Yo estaba allí.

– No me diga. Qué pequeño es el mundo.

Nos internamos en la jungla por caminos de herradura oscurecidos por la niebla y cegados por la maleza. Con los faros antiniebla encendidos, la visibilidad no era demasiado mala. En los árboles se oía cantar a las aves nocturnas.

– Hay un rifle M-14 en esa caja -me informó Gene-. ¿Por qué no lo saca?

– Buena idea.

Ahora vi la caja, apoyada contra el asiento del conductor. La abrí y saqué un pesado rifle M-14 con mira telescópica.

– ¿Sabe utilizar una mira de visión nocturna? -me preguntó Gene.

– Hombre, podría decirse que soy un auténtico especialista.

Sin embargo, no lograba encontrar el botón de encendido, y Gene me lo indicó.

Al cabo de un minuto, estaba atisbando por aquella mira de visión nocturna, realmente magnífica, que lo teñía todo de una tonalidad verdosa. Había unos cuantos claros en la niebla, y yo estaba admirado de cómo aquel juguetito de alta tecnología lo iluminaba y lo magnificaba todo. Ajusté el enfoque y observé a mi alrededor mientras giraba en círculo, arrodillado en el asiento trasero. Todo presentaba un aspecto fantasmal, especialmente la verdosa niebla y aquellas formaciones rocosas que me producían la sensación de estar en Marte. Se me ocurrió que, si yo podía ver el terreno circundante, no cabía duda de que Asad Jalil podía ver un jeep con faros antiniebla moviéndose por los alrededores.

Continuamos explorando un rato.

– No veo por aquí a ninguno de sus agentes, Gene -dije.

No respondió.

– Esto debe de ser muy hermoso con sol -dijo Kate.

– Es una maravilla -contestó Gene-. Estamos a ochocientos metros de altura, y desde algunas partes del rancho se puede ver el océano Pacífico a un lado y el valle de Santa Inez al otro.

Continuamos nuestro camino, y, a decir verdad, yo no sabía qué demonios hacía allí. Si Asad Jalil andaba por allá y tenía la misma mira de visión nocturna que yo, podría meterme una bala entre los ojos a doscientos metros de distancia. Y si también tenía un silenciador en su rifle -y estaba seguro de que así era- yo caería sin ruido del jeep mientras Gene y Kate continuaban charlando. Pensé que no obtendríamos nada de aquel recorrido y que nos encontrábamos muy lejos de la casa del rancho.

La maleza desapareció de pronto, y el camino se ensanchó en una extensión de terreno rocoso y despejado. Vi que nos dirigíamos hacia un precipicio, e iba a hacerlo notar cuando Gene, que conocía el terreno como la palma de su mano, detuvo el jeep.

– Estamos mirando hacia el oeste -dijo-, y si hiciera un día despejado se podría ver el océano.