Kate pareció tropezar en la roca y lanzó un leve grito de dolor, como si se hubiera torcido el tobillo. En un instante advertí que había captado mal la secuencia de acontecimientos; ella había gritado primero y después había tropezado. De nuevo como a cámara lenta, la vi caer por el costado del peñasco, cerca del camino.
Me abalancé sobre ella, la rodeé con los brazos y me alejé del camino, rodando por una leve pendiente hasta caer sobre unos matorrales, mientras otra bala se estrellaba contra una roca por encima de nuestras cabezas, lanzándome al cuello esquirlas de piedra y acero.
Rodé de nuevo, con Kate todavía entre mis brazos, pero un matorral nos detuvo.
– No te muevas -dije, sujetándola firmemente.
Estábamos uno al lado del otro, yo de espaldas a la dirección de los disparos, y volví la cabeza por encima del hombro para intentar ver lo que podía ver Jalil desde la línea de árboles, que estaba a menos de cien metros de distancia.
Había varios matorrales y rocas bajas entre nosotros y la línea de fuego de Jalil pero, según dónde estuviese entre aquellos árboles, aún podría hacer blanco.
Yo era consciente de que mi traje, aunque oscuro, no se confundía bien con el entorno, y tampoco la brillante chaqueta roja de Kate, pero como no había más disparos, estaba bastante seguro de que Jalil nos había perdido por el momento. O eso, o estaba saboreando el instante antes de disparar otra vez.
Me volví y miré a Kate a los ojos. Los estaba bizqueando de dolor y comenzaba a retorcerse entre mis brazos.
– No te muevas -dije-. Háblame, Kate.
Ella respiraba agitadamente ahora, y me era imposible decir si su herida era leve o grave pero podía sentir la sangre caliente que se filtraba a través de mi camisa y me humedecía la fría piel. Maldita sea.
– Kate. Háblame. Háblame.
– Oh… estoy… estoy herida…
– Bueno, ten calma. Quédate quieta. Déjame ver…
Moví el brazo derecho, que estaba junto a su cuerpo, y palpé bajo la blusa, buscando con los dedos el orificio de entrada pero sin poder encontrarlo, pese a que había sangre por todas partes. Oh Dios mío…
Eché hacia atrás la cabeza y le miré la cara. No le salía sangre de la boca ni de la nariz, lo cual resultaba esperanzador, y tenía los ojos brillantes.
– Oh… John… maldita sea… duele…
Finalmente encontré el orificio de entrada, un agujero justo debajo de su costilla inferior izquierda. Pasé rápidamente la mano atrás y encontré el orificio de salida justo encima de las nalgas. Parecía tratarse solamente de una profunda herida en la carne, y no había chorro de sangre pero me preocupaba la posibilidad de que tuviera una hemorragia interna.
– No es nada, Kate -le dije, como se supone que hay que hablarle a los heridos-. Te pondrás bien.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
Respiró hondo y se llevó la mano a la herida, explorando los orificios de entrada y salida.
Saqué un pañuelo del bolsillo y se lo puse en la mano.
– Sujeta ahí.
Permanecimos inmóviles, el uno al lado del otro, y esperamos.
Aquella bala iba dirigida contra mí, naturalmente, pero el destino, las trayectorias balísticas y el momento concreto son lo que establece la diferencia entre una herida de la que puedes presumir y una herida que los de la funeraria tienen que rellenar con masilla.
– No es nada… -repetí-. Sólo un rasguño…
Kate acercó los labios a mi oído, y sentí su aliento en la piel.
– John…
– ¿Sí?
– Eres un maldito idiota.
– ¿Qué…?
– Pero te quiero de todos modos. Ahora, larguémonos de aquí.
– No. Quédate quieta. No puede vernos, y no puede alcanzar lo que no puede ver.
Me había precipitado al decirlo porque, de pronto, la tierra y las rocas empezaron a saltar a nuestro alrededor y las ramas a quebrarse sobre nuestras cabezas. Comprendí que Jalil tenía una idea general de nuestra posición y estaba disparando el resto de su cargador de catorce cartuchos contra la zona en que sospechaba que nos encontrábamos. Santo Dios. Creía que los disparos no iban a cesar nunca. Es peor cuando utilizan un silenciador, y no oyes más que los impactos de los proyectiles sin oír el estampido del rifle.
En lo que debía de ser su último cartucho, sentí un agudo dolor en la cadera, y me llevé inmediatamente la mano allí. Una bala me había rozado la pelvis, y noté que le herida era lo bastante profunda como para haber astillado el hueso pelviano.
– ¡Maldita sea!
– John, ¿estás bien?
– Sí.
– Tenemos que irnos de aquí.
– De acuerdo. Contaré hasta tres, y echamos a correr agachados a través de esos matorrales pero durante no más de tres segundos. Luego nos tiramos al suelo y rodamos unos metros. ¿Vale?
– Vale.
– Una, dos…
– ¡Espera! ¿Por qué no volvemos al peñasco en que estábamos?
Volví la cabeza y miré el peñasco. Su altura no llegaba a metro y medio, y su anchura era menor aún. Las rocas que lo rodeaban, en las que habíamos estado sentados, no eran mayores que piedras grandes. Pero si lográbamos agazaparnos detrás de él, nos veríamos a salvo del fuego directo procedente de los árboles.
– De acuerdo -dije-, pero estaremos un poco apretados ahí detrás.
– Vamos antes de que empiece a disparar otra vez. Una, dos, tres…
Nos levantamos de un salto y corrimos agachados en dirección al peñasco… lo que suponía correr también en dirección a Jalil.
Hacia la mitad del trayecto, oí sobre mi cabeza aquel zumbido familiar pero Jalil tenía que disparar por encima del peñasco al que nos dirigíamos, y no se hallaba a bastante altura en el árbol como para poder disparar en el ángulo agudo que necesitaba para alcanzarnos.
Kate y yo llegamos a la roca, nos dimos la vuelta y nos sentamos muy juntos el uno al lado del otro, con las rodillas levantadas hasta el pecho. Ella se apretaba el ensangrentado pañuelo contra el costado izquierdo.
Permanecimos inmóviles unos momentos recobrando el aliento. Yo no oía ningún zumbido sobre nuestras cabezas, y me pregunté si aquel bastardo habría tenido los huevos de abandonar la protección de los árboles y venía hacia nosotros. Saqué la Glock, respiré hondo, asomé la cabeza por un lado de la roca y escruté rápidamente el espacio antes de volver a esconderla con el tiempo justo para evitar que la volase una bala bien dirigida que hizo saltar esquirlas de roca.
– Ese tío sabe disparar.
– ¿Qué cojones crees que estás haciendo? Siéntate.
– ¿Dónde aprendiste a soltar esos tacos?
– Nunca he soltado tantos tacos en mi vida hasta que te conocí.
– ¿De veras?
– Siéntate y calla.
– Está bien.
Así que nos quedamos allí sentados, rezumando sangre, pero no en cantidad suficiente como para atraer tiburones, o lo que hubiese por los alrededores. Asad Jalil permanecía extrañamente silencioso, y yo me estaba poniendo nervioso al pensar qué se propondría. Quiero decir que aquel cabrón podría estar a siete metros de distancia, deslizándose por entre la espesura.
– Voy a hacer unos cuantos disparos al aire -dije-, para atraer la atención y mantener apartado a Jalil.
– No. Si atraes aquí a los agentes del Servicio Secreto, Jalil los matará. No quiero tener ese peso sobre mi conciencia. No corremos peligro. Quédate quieto.
Yo no estaba seguro de que no corriésemos peligro, pero lo demás era razonable. Así que, John Corey, hombre de acción, quédate quieto.
– Quizá logre atraer la atención de Ted -dije al cabo de un minuto-. Entonces él y Jalil pueden sostener un duelo a tiros.
– Estate quieto y calla. Escucha a ver si percibes sonidos en la espesura.
– Buena idea.
Kate se contorsionó para quitarse la chaqueta roja, que era casi del mismo color que la sangre que la empapaba. Se ató las mangas en torno a la cintura, formando un torniquete sobre las heridas.