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Antes de que pudiera decidir si quería arriesgarme, el teléfono dejó de sonar.

– Si cogemos ese teléfono, podemos pedir ayuda -dije.

– Si salimos a coger ese teléfono, no necesitaremos ayuda. Estaremos muertos.

– Cierto.

Seguimos mirando el lugar en que había sonado el teléfono. Empezó a sonar de nuevo.

Es un hecho que un francotirador no puede estar mirando continuamente a través de una mira telescópica sin que se le fatiguen los ojos y el brazo, por lo que necesita tomarse cortos descansos. Quizá Jalil estaba en uno de ellos. De hecho, quizá era Jalil quien nos llamaba. No podía disparar y hablar al mismo tiempo, ¿no?

Sin pararme a pensarlo dos veces, salté hacia adelante, recorrí encorvado los ocho metros en dos segundos, localicé el teléfono, que continuaba sonando, lo cogí, di media vuelta y regresé a toda velocidad al peñasco, manteniendo éste entre mí y la línea de tiro de Jalil. Antes de llegar allí, le tiré el teléfono a Kate, que lo cogió.

Choqué contra el peñasco, giré sobre mí mismo y caí sentado, preguntándome por qué estaba vivo todavía. Respiré hondo varias veces.

Kate tenía el teléfono junto al oído y estaba escuchando.

– Váyase a tomar por culo -exclamó. Escuchó de nuevo y dijo-: No me diga cómo debe hablar una mujer. Váyase a tomar por culo.

Tuve la impresión de que no era Jack Koenig.

Se apoyó el teléfono en el pecho.

– ¿Eres muy valiente o muy estúpido? -me dijo-. ¿Cómo has podido hacer eso sin consultarme? ¿Preferirías estar muerto que casado? ¿Es eso?

– Disculpa, ¿quién está al teléfono?

Kate me entregó el móvil.

– Jalil quiere despedirse.

Nos miramos, turbados, creo, por nuestras breves sospechas de que era Ted Nash, nuestro compatriota, quien había intentado matarnos. Yo tenía que abandonar el oficio.

– Deberías cambiar de número -observé. Me llevé el teléfono al oído y dije-: Corey.

– Es usted un hombre muy afortunado -me dijo Asad Jalil.

– Dios vela por mí.

– Eso debe de ser. No suelo fallar.

– Todos tenemos días malos, Asad. Vuelva a casa y practique.

– Admiro su valor y su buen humor ante la muerte.

– Muchas gracias. Oiga, ¿por qué no sale de ese árbol, tira su rifle y cruza este terreno con las manos en alto? Procuraré que las autoridades le dispensen un buen trato.

– No estoy en el árbol -respondió, riendo-. Estoy camino de mi país. Sólo quería despedirme y recordarle que volveré.

– Estoy deseando un nuevo enfrentamiento.

– Váyase a tomar por culo.

– Un hombre religioso no debería hablar así.

– Váyase a tomar por culo.

– No, váyase usted, Asad, y que le dé por culo el camello en que vino.

– Lo mataré y mataré a esa puta con la que está, aunque me lleve toda la vida.

Evidentemente, había vuelto a enfurecerlo, de modo que para dirigir su ira hacia objetivos más constructivos, le recordé:

– No olvide arreglar primero las cuentas con su tío Muammar. Y hay también un tipo llamado Habib Nadir que mató a su padre en París por orden de Muammar. ¿Lo conoce?

No hubo respuesta, aunque tampoco esperaba yo ninguna. Se cortó la comunicación, y devolví el teléfono a Kate.

– Él y Ted se llevarían bien.

De modo que nos quedamos allí, sin confiar mucho en que Jalil estuviera largándose por las montañas, especialmente después de nuestra última conversación. Quizá yo necesitaba seguir un curso de Dale Carnegie.

Kate llamó al motel Sea Scape y pidió que la pusieran con Kim Rhee. Explicó nuestra situación y nuestra posición en aquellos momentos detrás de un peñasco, y Kim dijo que nos enviaría varios agentes del Servicio Secreto.

– Dígales que tengan cuidado -añadió Kate-. No estoy segura de que Jalil se haya marchado realmente.

Colgó.

– ¿Tú crees que se ha ido? -me preguntó.

– Creo que sí. El León sabe cuándo huir y cuándo atacar.

– Cierto.

– ¿Qué diferencia hay entre un terrorista árabe y una mujer con síndrome premenstrual? -le pregunté para aliviar la tensión del momento.

– Dímelo tú.

– Con un terrorista árabe se puede razonar.

– No tiene ninguna gracia.

– De acuerdo, ¿cuál es la definición de árabe moderado?

– ¿Cuál?

– Un tipo que se ha quedado sin munición.

– Eso sí tiene gracia.

El sol cobró fuerza y dispersó la niebla restante. Nos cogimos de la mano, esperando que viniera a recogernos un helicóptero o que pasara por allí un vehículo o una patrulla a pie.

– Esto ha sido un anticipo del futuro -dijo Kate como hablando consigo misma.

Era cierto. Y Asad Jalil, u otro como él, volvería con algún nuevo agravio, y nosotros enviaríamos como represalia un misil de crucero contra la casa de alguien, y todo recomenzaría en un interminable círculo vicioso.

– ¿Quieres abandonar este oficio? -pregunté a Kate.

– No. ¿Y tú?

– Sólo si tú lo haces.

– A mí me gusta -dijo.

– Lo que a ti te guste me gusta a mí.

– A mí me gusta California.

– A mí me gusta Nueva York.

– ¿Qué tal Minnesota?

– ¿Es una ciudad p un Estado?

Finalmente, un helicóptero nos vio y, tras determinar que no éramos unos enloquecidos terroristas árabes, aterrizó y fuimos transportados a bordo.

CAPÍTULO 57

Nos llevaron a un helipuerto situado en el hospital del condado de Santa Bárbara, y nos instalaron en habitaciones contiguas, sin vistas especialmente atractivas.

Muchos de nuestros amigos de la oficina del FBI en Ventura pasaron a saludarnos: Cindy, Chuck, Kim, Tom, Scott, Edie, Ro-ger y Juan. Todos alabaron nuestro buen aspecto. Creo que si me siguen disparando una vez al año, para cuando cumpla los cincuenta tendré un aspecto horrible.

Como es de imaginar, mi teléfono sonaba constantemente: Jack Koenig, el capitán Stein, mi ex compañero Dom Fanelli, mi ex esposa, Robin, familiares, amigos, colegas pasados y presentes, etcétera, etcétera. Todo el mundo parecía muy preocupado por mi estado, naturalmente, y siempre preguntaban primero cómo me iba y esperaban pacientemente mientras yo decía que muy bien antes de abordar la cuestión que realmente les interesaba: qué había sucedido.

Como recordaba de mi anterior estancia, los pacientes de hospital recurren a numerosas excusas. Por lo tanto, según quien llamaba, yo tenía cinco líneas estándar de actuación: estoy tomando analgésicos y no puedo concentrarme; es la hora de mi baño de esponja; esta línea no es segura; tengo un termómetro metido en el culo; mi siquiatra dice que no debo rememorar el incidente.

Evidentemente, hay que utilizar la línea adecuada para cada persona. Decirle a Jack Koenig, por ejemplo, que tenía un termómetro metido en el culo… bueno, creo que la cosa está clara.

El segundo día llamó Beth Penrose. No me pareció oportuna para aquella conversación ninguna de las líneas estándar, así que tuvimos «La Conversación». Fin de la historia. Ella me deseó que me fuese bien, y era sincera. Yo le deseé que le fuese bien a ella, y era sincero.

Varias personas de la oficina de Los Ángeles se pasaron también a ver cómo le iba a Kate, y algunas de ellas incluso se acercaron a verme a mí, incluido Douglas Pindick, que me cerró la llave del suero. Es broma.

Otro visitante fue Gene Barlet, del Servicio Secreto. Nos invitó a Kate y a mí a volver al rancho de Reagan cuando estuviéramos en condiciones.

– Les enseñaré el lugar donde les dispararon -dijo-. Pueden recoger esquirlas de la roca. Tomar unas fotos.