Yo le aseguré que no tenía ningún interés en inmortalizar el incidente pero Kate aceptó su invitación.
De todos modos, supe por varias personas distintas que Asad Jalil parecía haberse esfumado, lo cual no me sorprendió. Había dos posibilidades con respecto a la desaparición del señor Jaliclass="underline" una, había regresado a Trípoli; dos, la CÍA lo tenía en su poder y estaba tratando de hacerle cambiar de bando convenciendo al León de que ciertos libios sabían mejor que los norteamericanos.
Sobre esa cuestión, yo aún no sabía si Ted y compañía dejaron realmente que Asad Jalil continuara su misión de matar a aquellos pilotos para que así se sintiera más realizado y, por lo tanto, satisfecho y receptivo a la idea de matar a tío Muammar y sus amigos. También me preguntaba dónde habían obtenido los libios los nombres de aquellos pilotos. Quiero decir que ésa es realmente una teoría de conspiración estilo «Expediente X», y resultaba tan aventurada que no le dediqué demasiado tiempo ni perdí mucho sueño con ella. Sin embargo, me preocupaba.
En cuanto a Ted, me preguntaba por qué no había venido a visitarnos, pero imaginaba que estaba ocupado urdiendo mentiras, bullendo e intrigando por los pasillos de Langley.
El tercer día de nuestra estancia en el hospital, llegaron cuatro caballeros de Washington, representantes, dijeron, del Federal Bureau of Investigation, aunque uno de ellos tenía todo el aire de ser de la CÍA. Kate y yo estábamos lo bastante bien como para recibirlos en una sala de visitas privada. Nos tomaron declaración, naturalmente, porque eso es lo que hacen. Les encanta tomar declaraciones, pero rara vez hacen declaraciones ellos.
Dijeron, sin embargo, que el FBI no había detenido todavía a Asad Jalil, lo cual tal vez fuese técnicamente cierto. Yo mencioné a aquellos caballeros que el señor Jalil había jurado matarnos a Kate y a mí aunque eso le llevara el resto de su vida.
Nos dijeron que no nos preocupáramos demasiado, que no hablásemos con desconocidos y que estuviéramos en casa antes de que se hiciese de noche, o algo parecido. Formulamos el vago compromiso de reunimos en Washington cuando nos sintiéramos recuperados. Afortunadamente, nadie habló de una conferencia de prensa.
En relación con eso, se nos recordó que habíamos firmado varias declaraciones juradas, promesas y cosas así, limitando nuestro derecho a hacer declaraciones públicas y jurando salvaguardar toda información relacionada con la seguridad nacional. En otras palabras, no habléis con la prensa u os daremos una tunda tal que las heridas de bala que tenéis en el culo os parecerán, en comparación, simples granitos.
Eso no era una amenaza, porque el gobierno no amenaza a sus ciudadanos, pero constituía una clara advertencia.
Yo recordé a mis colegas que Kate y yo éramos héroes pero nadie parecía saber nada de eso. Anuncié luego a los cuatro caballeros que era la hora de mi enema, y se fueron.
Por lo que se refiere a la prensa, todos los medios de comunicación informaron del intento de asesinato de Ronald Reagan pero se quitaba importancia al asunto, y la declaración oficial de Washington fue: «La vida del presidente no ha corrido peligro en ningún momento.» No se mencionaba a Asad Jalil -el solitario individuo implicado era desconocido- y nadie pareció establecer relación alguna entre los pilotos muertos y el intento de asesinato. Eso cambiaría, naturalmente, pero, como diría Alan Parker: «Un tercio hoy, un tercio mañana, y el resto cuando los periodistas empiecen a apretarnos los huevos.»
El cuarto día de nuestra estancia en el hospital del condado de Santa Bárbara se presentó solo el señor Edward Harris, colega de la CÍA de Ted Nash, y lo recibimos en la sala de visitas privada. Él también nos recordó que no debíamos hablar con la prensa y sugirió que habíamos sufrido un fuerte shock, pérdida de sangre y todo eso y que no se podía confiar en nuestra memoria.
Kate y yo habíamos hablado anteriormente de eso, y aseguramos al señor Harris que ni siquiera podíamos recordar lo que teníamos para comer.
– Yo ni sé por qué estoy en el hospital -añadí-. Lo último que recuerdo es que iba al aeropuerto Kennedy para recoger a un desertor.
Edward, sin embargo, pareció un poco escéptico.
– No exagere -dijo.
– Le gané veinte dólares en aquella apuesta -informé al señor Harris-. Y diez a Ted.
Me dirigió una mirada un tanto extraña, lo que parecía poco apropiado. Yo creo que tenía algo que ver con mi mención del nombre de Ted.
Debo decir en este momento que casi todos los que nos visitaban se comportaban como si poseyesen alguna información que nosotros desconocíamos pero que podríamos conocer si preguntábamos.
– ¿Dónde está Ted? -le pregunté a Edward.
– Ted Nash ha muerto -me informó al cabo de unos segundos.
No me sorprendió del todo pero la noticia me conmocionó.
– ¿Cómo? -pregunto Kate, estupefacta.
– Lo descubrieron en el rancho de Reagan después de haberlos encontrado a ustedes -respondió Edward-. Tenía una herida de bala en la frente y murió en el acto. Hemos recuperado la bala, y las pruebas balísticas practicadas demuestran de modo concluyente que fue disparada por el mismo rifle que Asad Jalil utilizó para disparar contra ustedes.
Kate y yo permanecimos en silencio, sin saber qué decir.
Yo me sentía mal pero si Ted estuviera en la sala le diría lo evidente: cuando juegas con fuego, te quemas; cuando juegas con leones, te comen.
Kate y yo expresamos nuestra condolencia, mientras yo me preguntaba por qué no se había hecho pública aún la muerte de Ted.
Edward sugirió, como había hecho Ted, que quizá nos agradase trabajar para la CÍA.
Yo no creía en la posibilidad de que aquello fuese algo agradable pero hay que saber adaptarse a las circunstancias.
– Podemos hablarlo -le dije a Edward-. A Ted le habría encantado.
Detecté de nuevo una chispa de escepticismo en Edward.
– El sueldo es mejor -respondió, sin embargo-. Pueden elegir cualquier destino en el extranjero con una permanencia garantizada de cinco años seguidos en el mismo. Juntos. París, Londres, Roma, a elegir.
Aquello sonaba un poco a soborno, lo cual es muchísimo mejor que una amenaza. La cuestión era que sabíamos demasiado, y ellos sabían que sabíamos demasiado.
– Yo siempre he querido vivir en Lituania -dije a Edward-. Kate y yo hablaremos de ello.
Edward no estaba acostumbrado a que se prescindiera de él, y se puso muy serio y se marchó.
– No deberías irritar a esa gente -me recordó Kate.
– No se me presenta a menudo la oportunidad de hacerlo.
Ella permaneció en silencio unos instantes.
– Pobre Ted -dijo finalmente.
Yo me preguntaba si realmente estaría muerto, por lo que no podía poner el menor entusiasmo en una manifestación de pesar.
– Invítalo a la boda de todos modos -dije-. Nunca se sabe.
Para el quinto día de estancia en el hospital, yo pensaba que si continuaba allí más tiempo nunca me recuperaría física ni mentalmente, así que cogí yo mismo el alta, lo que hizo dichoso al representante de mi seguro médico oficial. De hecho, habría podido marcharme en cualquier momento después del segundo día, habida cuenta de la levedad de mis heridas del muslo y la cadera, pero los federales -y también Kate, cuya herida necesitaba más tiempo para curar- habían querido que me quedase.
– Hotel de playa Ventura Inn -dije a Kate-. Te veré allí.
Y me fui, con un frasco de antibióticos y varios analgésicos realmente estupendos.
Alguien había enviado mi ropa a la lavandería, y el traje había vuelto limpio y planchado, con los dos agujeros de bala cosidos o zurcidos o lo que fuese. Las manchas de sangre eran débilmente visibles todavía en el traje, y en la camisa azul y en la corbata, aunque mis calzoncillos y mis calcetines estaban limpios y tersos. Una furgoneta del hospital me llevó a Ventura.
Me sentía como un vagabundo al registrarme en el Ventura Inn sin equipaje y un poco aturdido con tanto analgésico. Pero la American Express no tardó en arreglar las cosas y adquirí ropas californianas, me bañé en el océano, vi varias reposiciones de «Expediente X» y hablaba dos veces al día con Kate por teléfono.