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Su radio crepitó, y oyó una voz que decía:

– Unidad Uno, aquí el teniente Pierce. Informe de situación.

McGill cogió la radio y respondió a su comandante de guardia:

– Unidad Uno. Estoy a bordo del aparato. Todas las personas que hay a bordo están muertas.

Hubo un largo silencio, y luego Pierce preguntó:

– ¿Está seguro?

– Sí.

Otro largo silencio. Después:

– ¿Gases? ¿Humo? ¿Qué?

– Negativo humo. Gases tóxicos. Desconozco la fuente. El avión se encuentra ventilado, y no estoy utilizando oxígeno.

– Recibido.

De nuevo un largo silencio.

McGill experimentaba una leve sensación de náusea pero pensaba que era consecuencia de la conmoción más que de los gases que pudieran quedar en el aire. No tenía intención de sugerir nada, y esperó. Podía imaginarse a un grupo de gente en el Centro de Mando, hablando todos en susurros.

Finalmente, sonó la voz del teniente Pierce, que dijo:

– Bien… ha pedido usted un remolcador de la compañía.

– Afirmativo.

– ¿Necesitamos… el hospital móvil?

– Negativo. El depósito de cadáveres móvil será suficiente.

– Recibido. Bien… llevaremos toda esta operación al área de seguridad. Vamos a despejar la pista y a quitar de en medio ese avión.

– Recibido. Estoy esperando el remolcador.

– Sí… bien… esto… permanezca a bordo.

– No voy a ir a ninguna parte.

– ¿Quiere que acuda alguien ahí? ¿Personal médico?

McGill resopló con exasperación. Aquellos idiotas del Centro de Mando parecían no poder comprender que todo el mundo estaba muerto.

– Negativo -respondió.

– Bien… entonces… supongo que lo hizo aterrizar el piloto automático.

– Supongo. El piloto automático o Dios. Yo no fui, y tampoco el piloto ni el copiloto.

– Entendido. Supongo… quiero decir que probablemente estaba programado el piloto automático.

– Nada de «probablemente», teniente. Los pilotos están fríos.

– Entendido… ¿algún indicio de incendio?

– Negativo también.

– ¿Descompresión?

– Negativo, no hay máscaras colgando. Gases. Malditos gases tóxicos.

– Está bien, tranquilo.

– Sí.

– Me reuniré con usted en el área de seguridad.

– De acuerdo. -McGill dejó la radio en su soporte.

No tenía nada que hacer, así que examinó a varios de los pasajeros y volvió a cerciorarse de que no había ningún signo de vida a bordo. Parecía una pesadilla.

Experimentaba una sensación de claustrofobia en el abarrotado compartimento de clase turista, estremecedor con todos aquellos muertos. Comprendió que sería preferible estar en el espacio relativamente desahogado y abierto de la cúpula, desde donde podría ver mejor lo que sucedía en torno al avión.

Salió de la clase turista, subió por la escalera de caracol y entró en la cúpula. Por las ventanillas de babor vio que se acercaba un vehículo remolcador. Por las de estribor vio una fila de vehículos del Servicio de Emergencia que regresaban al centro y varios que se dirigían hacia la zona de seguridad.

Trató de no prestar atención a los cadáveres que lo rodeaban. Al menos, allí arriba no eran tan numerosos y no había ningún niño ni ningún bebé. Pero dondequiera que estuviese en el interior de aquel avión, pensó, él era el único ser vivo a bordo.

Eso no era del todo cierto, pero Andy McGill ignoraba que tenía compañía.

Tony Sorentino observó cómo el remolcador de Trans-Continental avanzaba hacia las ruedas delanteras. El vehículo era una especie de gran plataforma con una cabina de conductor en cada extremo, de tal modo que el conductor podía acercarse de frente a la rueda delantera sin tener que hacerlo marcha atrás, con el consiguiente riesgo de producir algún desperfecto. Una vez realizado el enganche, el conductor cambiaba de cabina y arrancaba.

A Sorentino le parecía ingenioso el sistema, y se sentía fascinado por el vehículo. Se preguntó por qué Pistolas y Mangueras no tenía uno igual y luego recordó que alguien le había dicho que se trataba de algo relacionado con el seguro. Cada compañía aérea tenía sus propios remolcadores y si arrancaban la rueda delantera de un avión de 150 millones de dólares, eso era problema suyo. Era lógico. No obstante, Pistolas y Mangueras debería tener por lo menos un remolcador. Cuantos más juguetes, mejor.

Siguió mirando mientras el conductor de Trans-Continental enganchaba una barra de remolque en forma de horca a ambos lados del eje de la rueda delantera. Sorentino se le acercó y le dijo:

– ¿Le echo una mano?

– No. No toque nada.

– Eh, que estoy asegurado.

– No, para esto no.

Una vez completado el enganche, el conductor preguntó:

– ¿Adónde vamos?

– Al área de secuestros -dijo Sorentino, utilizando el nombre más dramático pero también correcto de la zona de seguridad.

El conductor levantó la vista hacia el enorme aparato que se alzaba sobre ellos y miró de nuevo a Sorentino.

– ¿Qué ocurre?

– Bueno, lo que ocurre es que les van a subir las primas del seguro, amigo.

– ¿Qué quiere decir?

– Tiene aquí un gigantesco y caro coche fúnebre, amigo. Están todos muertos. Gases tóxicos.

– Santo Dios.

– Bueno, en marcha. Lo más de prisa que pueda. Yo iré delante, sígame. Otro vehículo se situará tras la cola del avión. No se detenga hasta llegar al recinto de seguridad.

El conductor se dirigió a la cabina delantera con aire aturdido. Subió, puso en marcha el enorme motor diesel y empezó a moverse.

Sorentino subió a su vehículo de interceptación rápida y se situó delante del remolcador, conduciéndolo hacia una calzada que, a su vez, conducía al área de seguridad, no lejos de la pista Cuatro-Derecha.

Sorentino podía oír toda clase de conversaciones en sus frecuencias de radio. Nadie parecía muy contento.

– Unidad Uno en marcha, seguida por remolcador y avión -transmitió-. Unidad Cuatro en cola.

Sorentino mantenía una velocidad de veinticinco kilómetros por hora, que era la máxima que el remolcador podía alcanzar tirando de un avión de 350 toneladas. Vigilaba los espejos retrovisores para cerciorarse de que no estaba demasiado cerca ni demasiado lejos del avión. La escena que mostraban sus espejos era extraña, pensó. Estaba siendo seguido por un extraño vehículo que tenía la cabeza igual que el culo, y detrás marchaba aquel monstruoso avión plateado semejante a un juguete del que un niño tirase de una cuerda. Cielo santo, menudo día el de hoy.

La inacción es un fenómeno desconocido para mí, así que le pedí a George Foster:

– Solicito de nuevo permiso para salir a la explanada.

Foster pareció indeciso, como de costumbre, de modo que Kate me dijo:

– De acuerdo, John, tienes permiso para bajar a la explanada. No más allá.

– Lo prometo -aseguré.

Debra Del Vecchio se volvió y tecleó una clave en el dispositivo electrónico de la puerta. Ésta se abrió, y yo la crucé, avancé por la cinta transportadora del largo pasillo, bajé la escalera y salí a la explanada.

El convoy que debía llevarnos a Federal Plaza estaba agrupado junto al edificio de la terminal. Me dirigí rápidamente a uno de los coches policiales de la Autoridad Portuaria, mostré mi placa y le dije al agente uniformado:

– El avión está parado en un extremo de la pista. Tengo que ir allí ahora mismo.

Me instalé en el asiento del copiloto, lamentando profundamente la mentira que le había soltado a Kate.

– Creía que los del Servicio de Emergencia iban a traer aquí a su pasajero -me dijo el joven policía de la Autoridad Portuaria.