Pero el trabajo parece interesante. La BAT es un grupo extraordinario y, podría decir, de élite (a pesar de los tontolabas) que sólo existe en Nueva York y alrededores. Está formado en su mayor parte por detectives de la policía neoyorquina, que son unos tíos estupendos, agentes del FBI y varios tipos cuasi civiles, como yo, contratados para completar el equipo, por así decirlo. Y, en caso necesario, en algunos equipos hay también grandes personajes de la CÍA y algunos miembros de la Agencia Antidroga, que saben hacer su trabajo y están al tanto de las conexiones entre el narcotráfico y el mundo del terrorismo.
El equipo está formado también por gente de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego de Waco, Texas, así como por policías de los condados suburbanos circundantes y agentes del Departamento de Policía de Nueva York. Hay otros tipos federales de agencias que no puedo mencionar y finalmente -pero no por ello menos importantes- tenemos unos pocos detectives de la Autoridad Portuaria asignados a ciertos equipos. Estos tipos de la Autoridad Portuaria son útiles en aeropuertos, terminales de autobuses, estaciones ferroviarias, muelles, algunos puentes y túneles sujetos a su control y otros sitios, como el World Trade Center, adonde se extiende su pequeño imperio. Lo tenemos todo bastante cubierto pero, aunque no fuera así, la verdad es que suena de maravilla.
La BAT fue uno de los principales grupos que investigaron el atentado con bomba contra el World Trade Center y la explosión del 800 de la TWA frente a Long Island. Pero a veces nos vamos de gira. Por ejemplo, enviamos un equipo para ayudar en el asunto de los atentados contra las embajadas africanas, aunque el nombre BAT apenas si se mencionó en las noticias, que es como a ellos les gusta. Todo esto era antes de mi época, y las cosas han permanecido tranquilas desde que yo estoy aquí, que es como a mí me gusta.
Por cierto, que la razón por la que los todopoderosos federales decidieron unirse a la policía de Nueva York y formar la BAT es que la mayoría de los agentes del FBI no son de Nueva York y no distinguen un sandwich de pastrami del metro de Lexington Avenue. Los de la CÍA son un poco más refinados y hablan de cafés de Praga y del tren nocturno a Estambul y esas cosas, pero Nueva York no es el centro de sus preferencias. La policía de Nueva York tiene grandes conocedores de los barrios bajos, y eso es lo que uno necesita cuando tiene que seguirle la pista a Abdul Salami-Salami y a Paddy O'Bad y a Pedro Viva Puerto Rico y gente de ese tipo.
El federal típico es Wendell Wasp, de West Wheatfield, Iowa, mientras que la policía de Nueva York tiene muchos hispanos, montones de negros, un millón de irlandeses y ahora incluso unos cuantos musulmanes, por lo que se da en ella esa diversidad cultural que no será políticamente correcta pero sí realmente útil y eficaz. Y cuando la BAT no puede agenciarse policías neoyorquinos en activo contrata a ex policías como yo. A pesar de mi supuesta invalidez, estoy armado y soy peligroso y brusco. Bueno, pues eso es lo que hay.
Nos estábamos acercando al JFK, y le dije a Faid:
– ¿Y qué hizo usted durante la Pascua?
– ¿La Pascua? Yo no celebro la Pascua. Yo soy musulmán.
¿Ven qué listo soy? Los federales lo habrían sometido a duro interrogatorio durante más de una hora para hacerle confesar que era musulmán. Yo se lo saqué en dos segundos. Bueno, es broma. Pero, ya saben, tengo que largarme de la sección de Oriente Medio y pasarme al grupo que se ocupa del IRA. Soy medio irlandés y medio inglés, y podría trabajar en los dos lados de la calle.
Fasid salió de la carretera de circunvalación costera POW/MIA y entró en la autovía Van Wyck, enfilando hacia el sur en dirección al JFK. Sobre nuestras cabezas pasaban enormes aviones que parecían flotar, al tiempo que emitían gemebundos sonidos.
– ¿Adónde va? -me preguntó Fasid.
– Llegadas Internacionales.
– ¿Qué compañía?
– ¿Hay más de una?
– Sí. Hay veinte, treinta, cuarenta, no sé…
– ¿En serio? Siga conduciendo.
Fasid se encogió de hombros, como cualquier taxista israelí. Yo estaba empezando a pensar que quizá fuese un agente del Mossad haciéndose pasar por pakistaní. O quizá era sólo que me estaba obsesionando con aquel trabajito.
Había toda una serie de carteles con números y colores a lo largo de la carretera. Dejé que el taxista continuara hasta Llegadas Internacionales, una enorme estructura con los logotipos de todas las compañías aéreas una detrás de otra. El tío me preguntó otra vez:
– ¿Qué compañía?
– No me gusta ninguna de éstas. Siga.
Volvió a encogerse de hombros., Le dirigí hacia otra carretera, y ya estábamos llegando al otro extremo del enorme aeropuerto. Es un buen truco profesional para ver si alguien te está siguiendo. Lo aprendí en alguna novela de espías, o quizá en una película de James Bond. Procuraba ponerme a tono con el asunto antiterrorista que me traía entre manos.
Hice que Fasid enfilara el coche en la dirección adecuada y le dije que parase delante de un gran edificio, aparentemente destinado a oficinas y situado en el lado oeste del JFK, que se utilizaba para diversos fines. Toda esa zona está llena de heterogéneos edificios y almacenes para uso de los servicios aeroportuarios, y la gente no se fija en las idas y venidas de nadie, además de que hay sitio de sobra para aparcar. Pagué al taxista, le di una propina y le pedí un recibo por el importe exacto. La honradez es uno de mis pocos defectos.
Fasid me dio un taco de recibos en blanco y volvió a preguntarme:
– ¿Quiere que me quede por aquí?
– Yo, en su lugar, no lo haría.
Entré en el vestíbulo del edificio, una muestra de la ramplona arquitectura de los sesenta, y en vez de un centinela armado con una Uzi como tienen en todo el mundo, hay solamente una placa que dice: «Zona restringida. Sólo personal autorizado^» Así que, suponiendo que uno sepa leer, sabe en seguida si es bienvenido o no.
Subí una escalera y recorrí un largo pasillo flanqueado de grises puertas de acero, unas con letreros, otras con números y otras sin ninguna de las dos cosas. Al final del pasillo había una puerta con una preciosa placa blanca y azul que decía: «Club Conquistador. Privado. Sólo miembros.»
Había un escáner de tarjetas electrónicas junto a la puerta pero, como todo lo demás del Club Conquistador, era de pega. Presioné con el pulgar derecho sobre la superficie traslúcida del escáner, y unos dos segundos más tarde, el genio metrobiótico se dijo a sí mismo: «Vaya, si es el pulgar de John Corey, abrámosle la puerta a John.»
Y se abrió, pero no girando sobre ningún gozne, sino deslizándose en el interior de la pared hasta que el falso picaporte chocó contra la jamba. A veces me pregunto: ¿son realmente necesarias estas tonterías?
También hay una cámara de vídeo en lo alto, por si tienes la yema del pulgar manchada de chocolate o algo así, y si te reconocen te abren también la puerta, aunque en mi caso puede que hicieran una excepción.
Así que entré, y la puerta se cerró automáticamente a mi espalda. Ahora me encontraba en lo que parecía ser la zona de recepción de un club de viajeros de línea aérea. Por qué tenía que haber un club semejante en un edificio que no se hallaba próximo a una terminal de pasajeros es una pregunta que yo ya me había hecho, pero todavía estoy esperando una respuesta. Aunque la respuesta ya la conozco, y es que cuando se halla de por medio la CÍA siempre aparecen este tipo de rebuscados artificios. Esos payasos derrochan tiempo y dinero en parafernalias, como en los viejos tiempos, cuando trataban de impresionar al KGB. Lo único que la puerta necesitaba era un simple letrero que dijese: «Prohibido el paso.»