– Cambio de planes.
– Muy bien… -Empezó a conducir despacio, al tiempo que llamaba a la torre de control para pedir permiso para cruzar las pistas.
Me di cuenta de que alguien corría junto al coche, y por su aspecto tenía que ser el agente del FBI Jim Lindley.
– ¡Pare! -gritó.
El policía de la Autoridad Portuaria detuvo el coche.
Lindley se identificó y luego me preguntó:
– ¿Quién es usted?
– Corey.
– Oh… ¿adónde va?
– Al avión.
– ¿Por qué?
– ¿Y por qué no?
– ¿Quién lo ha autorizado…?
De pronto, Kate apareció junto al coche.
– Está bien, Jim. Sólo vamos a echar un vistazo. -Saltó al asiento trasero y le ordenó al conductor-: Vamos.
– Estoy esperando permiso para cruzar… -empezó a decir el conductor.
Se oyó una voz masculina que hablaba por el altavoz:
– ¿Quién pide permiso para cruzar las pistas y por qué?
Cogí el micrófono y dije:
– Aquí… -¿Quién era yo?-. Aquí el FBI. Necesitamos ir al avión. ¿Quién habla?
– Aquí el señor Stavros, supervisor de control de torre. Escuche, no puede cruzar…
– Es una emergencia.
– Sé que hay una emergencia. ¿Pero por qué tiene que cruzar…?
– Gracias -dije. Me volví hacia el policía de la Autoridad Portuaria-: Listos para el despegue.
El policía protestó:
– Él no ha…
– Luces y sirena. Necesito que haga esto por mí.
El policía se encogió de hombros, y el coche salió de la explanada en dirección a la calzada de rodaje, haciendo destellar las luces y sonar la sirena.
El tipo de la torre de control, Stavros, volvió a hablar por el altavoz, y bajé el volumen.
Entonces Kate habló por primera vez.
– Me has mentido.
– Lo siento.
– ¿Quién es ésa? -me preguntó el policía de la Autoridad Portuaria, señalando con el pulgar por encima del hombro.
– Es Kate. Yo soy John. ¿Quién es usted?
– Al. Al Simpson. -Torció hacia la hierba y continuó por el este de la calzada de rodaje. El coche iba saltando y dando tumbos. Añadió-: Es mejor mantenerse fuera de las calzadas y las pistas.
– Usted es el jefe -respondí.
– ¿De qué clase de emergencia se trata?
– Lo siento. No puedo decírselo. -En realidad, no tenía ni idea.
Al cabo de un minuto divisamos, recortada sobre el horizonte, la silueta de un enorme 747.
Simpson hizo girar el volante, atravesó una calzada de rodaje y condujo de nuevo por una extensión de hierba, evitando toda clase de señales y luces y se dirigió hacia una amplia pista.
– Tengo que llamar a la torre de control -dijo.
– No, no tiene que hacerlo.
– Son normas de la Administración Federal de Aviación. No se puede cruzar…
– No se preocupe por eso. Yo estaré atento por si viene algún avión.
Simpson atravesó la ancha pista.
– Si lo que quieres es que te despidan, estás haciendo un buen trabajo -me dijo Kate.
No parecía que el 747 estuviese demasiado lejos, pero se trataba de una ilusión óptica, y el tamaño de la silueta no aumentó gran cosa mientras avanzábamos hacia ella a campo traviesa.
– Más de prisa -dije.
El coche patrulla saltó y se tambaleó al cruzar un trecho de terreno accidentado.
– ¿Tienes alguna teoría que te gustaría compartir conmigo? -me preguntó Kate.
– No.
– ¿No tienes una teoría, o no quieres compartirla?
– Las dos cosas.
– ¿Por qué estamos haciendo esto?
– Estoy harto de Foster y Nash.
– Creo que fanfarroneas.
– Ya veremos cuando lleguemos al avión.
– Te gusta correr riesgos, ¿verdad?
– No, no es que me guste. Es que no tengo más remedio.
El agente Simpson estaba escuchándonos a Kate y a mí pero no aportó ninguna idea ni tomó partido.
Continuamos avanzando en silencio, y el 747 parecía todavía fuera de alcance, como un espejismo en el desierto.
Finalmente, Kate dijo:
– Tal vez trate de apoyarte.
– Gracias, socia. Supongo que esto es lo que entre los federales se considera lealtad incondicional.
Miré de nuevo al 747, y esta vez era evidente que su tamaño no había aumentado.
– Creo que se está moviendo -dije.
Simpson atisbo por la ventanilla.
– Sí… pero… creo que lo están remolcando.
– ¿Por qué habrían de hacerlo?
– Pues… yo sé que apagan los motores, así que a veces es más cómodo conseguir un remolque que ponerlos en marcha otra vez.
– ¿Quiere decir que no basta con hacer girar una llave?
Simpson se echó a reír.
Íbamos más de prisa que el 747, y la distancia comenzaba a reducirse.
– ¿Por qué no lo remolcan hacia aquí? -pregunté a Simpson-. ¿Hacia la terminal?
– Bueno… yo diría que lo están llevando hacia el área de secuestro.
– ¿Qué?
– Quiero decir, el área de seguridad. Es lo mismo.
Miré a Kate y me di cuenta de que estaba preocupada.
Simpson subió el volumen de la radio, y escuchamos las conversaciones. Lo que oíamos eran principalmente órdenes, informes sobre movimientos de vehículos, mucha jerigonza de la Autoridad Portuaria que yo era incapaz de descifrar, pero ningún informe de situación. Imagino que todo el mundo menos nosotros conocía la situación.
– ¿Sabe usted qué está pasando? -le pregunté a Simpson.
– No exactamente… pero puedo asegurarle que no es un secuestro. Y tampoco creo que se trate de un problema mecánico. Se oye regresar a muchos vehículos del Servicio de Emergencia.
– ¿Y un problema médico?
– No creo, a juzgar por las señales, no están pidiendo refuerzos médicos… -Se interrumpió y luego dijo-: Oh, oh.
– Oh, oh, ¿qué?
Kate se inclinó hacia adelante por entre nosotros. -¿Simpson? Oh, oh, ¿qué? -Están llamando al DCM y al MR.
Lo que significaba «depósito de cadáveres móvil» y «médico forense», lo que significaba cadáveres. -Acelere -ordené.
CAPÍTULO 10
Andy McGill se quitó el traje ignífugo y lo tiró sobre un asiento vacío, al lado de una mujer muerta. Se enjugó el sudor del cuello y se separó del cuerpo empapado el tejido de su camisa azul oscuro de policía.
Su radio crepitó, y oyó su señal de llamada.
– Unidad Ocho-Uno -respondió-. Adelante.
Era el teniente Pierce otra vez, y McGill dio un respingo.
– Andy, no te enfades -dijo Pierce en tono paternal-, pero tenemos que asegurarnos, para que quede constancia, de que no estamos perdiendo una oportunidad de suministrar asistencia médica a los pasajeros.
McGill miró por la puerta abierta de la cabina de mando y a través del parabrisas. Podía ver a sólo unos cientos de metros la entrada al cercado recinto de seguridad. De hecho, Sorentino ya estaba casi en las puertas.
– ¿Andy?
– Mira, he examinado personalmente a unos cien pasajeros en cada una de las tres cabinas… He hecho una especie de reconocimiento. Están todos fríos. De hecho, ahora me encuentro en la cúpula, y ya está empezando a oler mal.
– De acuerdo… sólo queríamos asegurarnos. -El teniente Pierce continuó-: Ahora estoy en el área de seguridad y veo que estás llegando.
– Enterado. ¿Algo más?
– Negativo. Corto.
McGill volvió a sujetarse la radio en el cinturón.
Miró de nuevo a los tres hombres con los que él debería haber salido del avión. Se aproximó a los dos que estaban sentados juntos, el agente federal y su esposado prisionero.
McGill, que era ante todo policía y sólo en segundo término bombero, pensó que debía recoger las pistolas para que, si desaparecían, más tarde no hubiera problemas. Desabrochó la chaqueta del agente y encontró la pistolera de la cintura, pero no había ninguna arma en su interior.