El espectáculo que teníamos delante era casi surrealista… aquel enorme avión avanzando pesadamente por la calzada de rodaje en dirección a aquel extraño muro de acero en el que se abría una amplia entrada.
El 747 cruzó la entrada del muro, y las alas pasaron por encima de éste.
Un minuto después, nosotros llegábamos a la entrada pero teníamos delante otros camiones y coches que habían esperado a que pasara el 747. Los demás vehículos -una heterogénea mezcla de todo cuanto yo había visto jamás sobre ruedas- empezaron a seguir al 747, causando un pequeño embotellamiento.
– Nos veremos dentro -le dije a Simpson.
Salté del coche patrulla y eché a correr. Oí el ruido de una puerta al cerrarse a mi espalda y, a continuación, las pisadas de Kate que corría tras de mí.
Yo no sabía por qué corría pero algo dentro de mi cabeza me decía: «¡Corre!» Y así lo hice, sintiendo que la pequeña cicatriz con forma de lápiz que tenía en el pulmón empezaba a causarme problemas.
Kate y yo corrimos un trecho por el terreno sin asfaltar para sortear los vehículos y al cabo de un minuto estábamos en el interior del recinto, abarrotado de vehículos, personas y un 747. Parecía una escena salida de Encuentros en la tercera fase. Quizá, de «Expediente X».
Las personas que corren llaman la atención, y un policía uniformado de la Autoridad Portuaria, al que rápidamente se unió su sargento, nos obligó a detenernos.
– ¿Dónde está el fuego, amigos?
Traté de recobrar el aliento y decir: «FBI», pero sólo conseguí emitir una especie de silbido desde mi pulmón malo.
Kate mostró sus credenciales y dijo, sin jadear ni resoplar:
– FBI. Tenemos un fugitivo y escoltas a bordo de ese avión.
Yo también saqué mis credenciales y me guardé la funda en el bolsillo superior, tratando todavía de recobrar el aliento.
– Bueno, no hay prisa -dijo el sargento de la Autoridad Portuaria, y añadió-: Están todos muertos.
– Tenemos que subir a bordo para hacernos cargo de… de los cadáveres -replicó Kate.
– Tenemos gente que se encarga de eso, señorita.
– Sargento, nuestros escoltas van armados y llevan documentos confidenciales y secretos. Es una cuestión de seguridad nacional.
– Un momento. -Extendió la mano y el agente que estaba a su lado le puso una radio en la palma. El sargento transmitió y esperó-. Los canales están saturados.
Sentí la tentación de mostrarme altivo pero aguardé.
Mientras esperábamos, el sargento dijo:
– El pájaro ha llegado en situación de vacío total de radio.
– Ya lo sabemos -repliqué, satisfecho de haber aprendido la jerga.
Miré al 747, que se había detenido en el centro del recinto. Varias escaleras móviles estaban siendo llevadas a las puertas, y pronto habría gente a bordo.
El sargento no recibía respuesta a su llamada, de modo que nos dijo:
– ¿Ven aquel vehículo del Mando Móvil? Hablen con quien esté dentro. Mantienen contacto directo con el FBI y con mis jefes.
Antes de que cambiara de idea, corrimos en dirección al vehículo indicado.
Yo continuaba respirando con dificultad.
– ¿Te encuentras bien? -me preguntó Kate.
– Estupendamente.
Los dos volvimos la vista hacia atrás y vimos que el sargento de la Autoridad Portuaria estaba ocupado en otra cosa. Cambiamos de dirección y enfilamos hacia el avión.
Una escalera móvil estaba ya colocada en la parte posterior del aparato, y varios miembros del Servicio de Emergencia subían por ella seguidos de hombres y mujeres vestidos de blanco, además de varios individuos con mono y uno con traje y corbata.
Un caballero nunca sube una escalera detrás de una dama con falda corta, pero lo intenté y le indiqué con un gesto a Kate que pasara delante.
– Tú primero -me dijo.
Así que subimos la escalera, franqueamos la puerta del avión y entramos en la amplia cabina. Las únicas luces eran las de emergencia, que brillaban en el suelo, probablemente accionadas por baterías. El sol del atardecer proyectaba una débil iluminación a través de las ventanillas de babor. Pero no hacía falta mucha luz para ver que la cabina estaba llena en sus tres cuartas partes aproximadamente y que ninguno de los ocupantes se movía.
Los que habían entrado con nosotros permanecían inmóviles y en silencio, y los únicos sonidos llegaban a través de las puertas abiertas.
El tipo trajeado nos miró a Kate y a mí, y vi que sobre el bolsillo del pecho llevaba una tarjeta de identidad con fotografía. Era una tarjeta de Trans-Continental, y el hombre tenía un aspecto horrible. De hecho, nos dijo:
– Esto es espantoso… oh, Dios mío…
Creí que iba a echarse a llorar, pero se dominó y añadió:
– Soy Joe Hurley… supervisor de equipajes de Trans-Continental.
– FBI -le dije yo-. Escuche, Joe, mantenga a su gente fuera del aparato. Puede que se haya cometido un crimen aquí.
Abrió desmesuradamente los ojos.
En aquel momento, yo no pensaba realmente que se hubiera cometido un crimen pero tampoco me tragaba del todo la historia del accidente como consecuencia de la inhalación de gases tóxicos. La mejor forma de controlar una situación es decir: «Se ha cometido un crimen», y entonces todo el mundo hace lo que uno diga.
Uno de los tipos del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria se acercó a nosotros:
– ¿Un crimen? -preguntó.
– Sí. ¿Por qué no se van todos a una puerta e impiden el paso mientras nosotros echamos un vistazo, eh? No hay ninguna prisa por recoger el equipaje de mano de los cadáveres.
El tipo del Servicio de Emergencia asintió, y Kate y yo avanzamos rápidamente por el pasillo de la izquierda.
Estaba empezando a llegar gente por las otras puertas abiertas, y Kate y yo levantamos nuestras placas y exclamamos:
– FBI. Quédense donde están, por favor. No entren en el avión. Por favor, bajen la escalera.
Esto hizo que la afluencia disminuyese un poco, y la gente empezó a congregarse en las puertas. Había un policía de la Autoridad Portuaria a bordo, y él ayudó a contener a la gente mientras nosotros nos dirigíamos hacia la parte delantera.
De vez en cuando, yo volvía la vista hacia atrás y veía aquellos rostros de miradas perdidas en el vacío. Algunos tenían los ojos cerrados, otros los tenían abiertos. Gases tóxicos. ¿Pero qué clase de gases tóxicos?
Llegamos a la zona despejada en que había dos puertas de salida, una despensa, dos lavabos y una escalera de caracol. Un grupo de personas se apiñaba allí. Nosotros volvimos a mostrar nuestras credenciales, pero es difícil detener una marea de gente en el lugar en que se ha producido un desastre, especialmente si los que acuden creen que tienen algo que hacer allí.
– Señores -dije-. Posiblemente se ha cometido un crimen aquí. Salgan del aparato. Pueden esperar en la escalera.
Había un tipo con un mono azul en la escalera de caracol.
– Eh, amigo. Baje de ahí -grité.
La gente estaba retrocediendo hacia las puertas de salida, y el tío de la escalera de caracol consiguió llegar al último peldaño. Kate y yo nos apretamos para dejarlo pasar y subimos la escalera, yo delante.
Subí de dos en dos los peldaños y me detuve en cuanto pude ver la cabina superior. No creía necesitar una pistola, pero en caso de duda es mejor sacarla. Desenfundé mi Glock y me la metí en el cinturón.
Me detuve en la cabina superior, que tenía más luz que la de abajo. Me pregunté si el tipo del Servicio de Emergencia que había subido al avión y había descubierto todo aquello seguiría a bordo.
– ¡Eh! ¿Hay alguien en casa? -grité.
Me hice a un lado para dejar sitio a Kate. Ella subió y se apartó de mí unos pasos, y vi que no había sacado su pistola. De hecho, no parecía haber ninguna razón para sospechar que hubiese algún peligro a bordo. El tipo del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria había informado de que todo el mundo estaba muerto. ¿Pero dónde estaba él?