Kate volvió junto a Phil Hundry. Le abrió la chaqueta para dejar al descubierto su pistolera, que estaba vacía. Prendida en el forro de la chaqueta había una placa del FBI; se la quitó. Luego le cogió la cartera y el pasaporte.
Yo me acerqué a Peter Gorman, le abrí la chaqueta y le dije a Kate:
– A Gorman también le falta la pistola.
Recogí la documentación que lo acreditaba como miembro de la CÍA, el pasaporte, la cartera y también las llaves de las esposas, que, evidentemente, habían sido devueltas al bolsillo de Gorman después de ser utilizadas para liberar a Jalil. Lo que no encontré fue ningún cargador de repuesto.
Revisé la rejilla de equipaje. Había una cartera de mano en ella. No estaba cerrada con llave, la abrí y vi que pertenecía a Peter Gorman.
Kate cogió la cartera de mano de Hundry y la abrió también.
Exploramos el interior de las carteras, que contenían sus teléfonos móviles, documentos y varios efectos personales, como cepillos de dientes, peines, pañuelos de papel, pero ningún cargador. No había maletines porque los agentes deben viajar con libertad de movimientos, solamente con carteras de mano. En cuanto al verdadero Jalil, lo único que le dejaban tener era la ropa que llevaba puesta, y, por lo tanto, su doble muerto también estaba limpio.
– Jalil no les ha quitado a Phil ni a Peter ninguno de sus efectos personales. Ni los pasaportes, ni las credenciales, ni siquiera las carteras -me dijo Kate.
Abrí el billetero de Gorman y vi unos doscientos dólares en efectivo y unos cuantos francos franceses.
– Tampoco ha cogido el dinero de Gorman. Nos está diciendo que tiene recursos de sobra en Estados Unidos y que podemos quedarnos con el dinero. Tiene todos los documentos de identidad y todo el dinero que necesite y, además, ahora tiene el pelo rubio y es una mujer.
– Pero lo lógico sería que se hubiese llevado todo esto, a modo de desafío. Suelen hacerlo para presumir ante sus compañeros. O ante sus jefes.
– Es un profesional, Kate. No quiere que lo cojan con pruebas comprometedoras.
– Se ha llevado las pistolas -indicó ella.
– Las necesitaba -respondí.
Kate asintió, y luego guardó todos los objetos en las carteras.
– Eran buenas personas -dijo.
Vi que estaba consternada y que le temblaba el labio inferior.
Cogí de nuevo el teléfono y llamé a Foster.
– Faltan las pistolas y los cargadores de Phil y Peter -dije-. Pero sus credenciales están intactas. Y el tipo del Servicio de Emergencia está muerto, un tiro en la cabeza. Exacto. El arma del crimen fue probablemente una de las Glock que faltan. -Le puse rápidamente al corriente de la situación y añadí-: Considero que el culpable está armado y es peligroso. -Corté la comunicación.
Estaba empezando a hacer calor en la cabina, y un olor tenue y desagradable comenzaba a llenar el aire. Se oía el sonido de gases que salían de los cadáveres.
Kate había vuelto junto al hombre esposado y le estaba palpando la cara y el cuello.
– Decididamente, está más caliente -dijo-. Murió hace cosa de una hora como mucho.
Yo estaba tratando de encajar aquel rompecabezas, y tenía varias piezas en la mano, pero había otras esparcidas por el avión y otras más permanecían en Libia.
– Si no murió con todos los demás, ¿cómo murió? -preguntó Kate.
Le abrió la chaqueta pero no había rastro de sangre. Le echó la cabeza y los hombros hacia adelante en busca de heridas. La cabeza, que había estado confortablemente apoyada en el respaldo del asiento, se torció de manera antinatural hacia un costado. Ella se la volvió y dijo:
– Tiene el cuello roto.
Dos policías del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria subieron por la escalera de caracol. Miraron a su alrededor y luego nos miraron a Kate y a mí.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó uno de ellos.
– FBI -respondió Kate.
Yo le hice una seña para que se acercara.
– Este hombre y el que está detrás de él son agentes federales -informé-, y el que está esposado es su… era su prisionero. ¿Entendido? -Asintió con la cabeza y yo continué-: Los del laboratorio criminológico del FBI querrán fotos y toda la pesca, así que dejemos esta sección tal como está.
Uno de los policías estaba mirando por encima de mi hombro.
– ¿Dónde está McGill? -Me miró-. Perdimos el contacto por radio. ¿Ha visto aquí a un miembro del Servicio de Emergencia?
– No -mentí-. Sólo muertos. Tal vez haya bajado. Bueno, vámonos de aquí.
Kate y yo cogimos las carteras de mano y nos dirigimos hacia la escalera.
– ¿Puede aterrizar solo este avión? -pregunté a uno de los del Servicio de Emergencia-. ¿Con piloto automático, quiero decir?
– Sí… el piloto automático lo podría hacer… pero… Dios santo, ¿cree que están todos muertos? Sí… el vacío de radio…
Los dos policías del Servicio de Emergencia empezaron a hablar rápidamente. Oí las palabras vacío de radio, inversores de marcha, gases tóxicos, algo llamado el caso Saudí y el nombre de Andy, que supuse que era McGill.
Ya estábamos todos en la zona despejada de abajo, y me dirigí a uno de los policías de la Autoridad Portuaria:
– Quédese, por favor, en esta escalera y no deje subir a nadie a la cúpula hasta que lleguen los del laboratorio del FBI.
– Conozco el sistema.
Las cortinas que daban paso a las secciones turista y de primera clase habían sido descorridas, y pude ver que la cabina estaba libre pero seguía habiendo gente congregada en las puertas de la escalera móvil.
Oía golpes y ruidos bajo los pies, y comprendí que los descargadores estaban vaciando la bodega.
– Detenga la descarga de equipajes -dije a uno de los agentes-, y, por favor, ordene que todo el mundo se aleje del aparato.
Entramos en el compartimento de primera clase, que estaba compuesto por veinte butacas solamente, la mitad de las cuales estaban vacías. Practicamos un rápido registro de la zona. Aunque yo quería salir de aquel avión, éramos los dos únicos federales allí -los dos únicos federales vivos- y teníamos que recoger cuanta información pudiésemos. Mientras lo observábamos todo, Kate dijo:
– Yo creo que Jalil gaseó todo el aparato.
– Eso parece.
– Debía de tener un cómplice que trajo esas dos botellas de oxígeno que hemos encontrado en el armario.
– Una de oxígeno, pero la otra, no.
– Sí, lo sé. -Me miró y añadió-: No puedo creer que Phil y Peter estén muertos… y Jalil… hemos perdido a nuestro prisionero.
– Desertor -corregí.
Me miró con irritación pero no dijo nada.
Se me ocurrió que había cien maneras más fáciles de entrar en el país. Pero aquel individuo -Asad Jalil- había elegido la más retorcida que podía imaginar. Era un tipo perverso. Y estaba suelto en Estados Unidos. Un león en las calles. No quería ni pensar en lo que haría para coronar su actuación.
Por lo visto, Kate estaba pensando algo parecido.
– En nuestras propias narices. Ha matado a trescientas personas antes incluso de aterrizar.
Salimos del compartimento de primera clase y pasamos al espacio despejado próximo a la escalera de caracol.
– A propósito, ¿qué es el caso Saudí? -pregunté al policía de la Autoridad Portuaria a quien había pedido que vigilase la escalera.
El hombre nos lo explicó, y añadió:
– Esto es diferente. Esto es algo nuevo.
Kate y yo nos alejamos del policía.
– ¿Y qué hay del caso Drácula? -le pregunté.
– ¿Qué quieres decir?
– Ya sabes, el conde Drácula está en un ataúd a bordo de un barco que se dirige desde Transilvania a Inglaterra. Su cómplice abre el ataúd, y Drácula sale y chupa la sangre de todos los hombres que hay a bordo. El barco llega solo, como por arte de magia, con todos los tripulantes y pasajeros muertos, y Drácula se introduce en la pacífica campiña inglesa para cometer más espantosos horrores. -Si yo hubiera sido un buen católico, me habría santiguado en el acto.