– Eso ya está en marcha. También he lanzado una alerta a toda la ciudad.
– Compruebe también las terminales de salida por si el sujeto está allí-añadió Kate.
– Lo haré.
– Ahí fuera hay un vehículo de Trans-Continental -le dije al teniente-. Uno de esos transportes de equipajes. Creo que es el utilizado por el criminal, así que hágalo llevar a un área de procesado. Comuníquenos si encuentra un uniforme o un mono de Trans-Continental en algún lugar.
El teniente de la Autoridad Portuaria encendió la radio y llamó a su centro de mando.
Todo estaba en marcha, pero Asad Jalil se había movido con más celeridad, y hacía unos diez o quince minutos que se habían esfumado las posibilidades de retenerlo en el interior del aeropuerto.
Foster estaba empezando a ponerse nervioso con todos aquellos agentes de la policía de Nueva York y la Autoridad Portuaria pululando por el lugar.
– Muy bien, hagan el favor de marcharse todos -ordenó-. Se ha cometido un crimen, y necesitamos mantener todo intacto hasta que lleguen los del laboratorio. No dejen entrar a nadie. Gracias.
Salieron todos, a excepción de un sargento de la Autoridad Portuaria, que nos hizo un gesto en dirección al mostrador de Nancy. Señaló una taza de té vacía, y la miramos. Dentro de la taza, sobre un centímetro de té, había dos pulgares.
– ¿Qué diablos es eso? -preguntó el sargento.
– No tengo ni idea -respondió George Foster, aunque sabía de dónde procedían los pulgares. Es mejor adoptar rápidamente una postura de disimulo y mantenerla hasta el momento en que uno está declarando bajo juramento. Y aun entonces, viene bien algún que otro fallo de memoria. Cuestión de seguridad nacional y todo eso.
Lo que había empezado como una misión rutinaria terminaba como el crimen del siglo. La mierda cae incluso en un hermoso día de primavera.
CAPÍTULO 12
Salimos todos del Club Conquistador a la luz del sol y vimos que llegaban más vehículos. Nuestro jefe de equipo, el señor George Foster, se dirigió a nosotros:
– Voy a llamar al cuartel general para que alerten a todos nuestros puestos e incrementen la vigilancia.
La BAT, dicho sea de paso, vigila casas de terroristas conocidos y sospechosos de serlo, lanzadores de bombas, sus amigos, familiares y simpatizantes. Los agentes de la policía de Nueva York que trabajan para la BAT proporcionan la mano de obra necesaria. Los federales dan a la ciudad de Nueva York más dinero del que vale el trabajo, y todo el mundo contento.
– Aumentaremos los pinchazos telefónicos -continuó Foster-, detendremos a varios informantes y enviaremos la foto de Jalil a todos los puestos de policía del país.
George Foster siguió un rato más, asegurándose de que nos dábamos cuenta de que estaba por encima de las cosas y fortaleciendo la confianza y la moral de todos, además de crearse un poco de credibilidad para el momento en que tuviera que rendir cuentas ante los jefazos.
Y, hablando de eso, finalmente iba a acabar apareciendo por allí alguien a quien no podríamos dar largas, así que sugerí:
– Tal vez debamos volver a Federal Plaza y por el camino ir poniendo en orden nuestros datos.
A todo el mundo le pareció una buena idea. Las mentes turbadas piensan todas igual.
Pero necesitábamos una cabeza de turco que se quedase allí, y Foster comprendió que ése era él.
– Id vosotros tres -dijo-. Yo tengo que quedarme aquí e… informar a quien se presente. También tengo que difundir la alerta y llamar a los del laboratorio. -Y añadió, yo creo que para convencerse a sí mismo-: No puedo irme. Ésta es una instalación segura del FBI, y…
– Y no queda nadie para protegerla -sugerí.
Pareció irritado por primera vez desde que lo conocía.
– Es una área restringida -replicó-, con datos clasificados y… -Se enjugó una gota de sudor del labio y miró al suelo.
Naturalmente, George Foster se estaba dando cuenta de que el señor Asad Jalil había tenido conocimiento de la existencia de aquel sanctasanctórum, había penetrado hasta su mismo corazón y había dejado buena señal de su paso. Foster sabía también cómo había sucedido aquello con relación al falso desertor de febrero. Seis toneladas de mierda estaban a punto de caerle encima a George Foster, y él lo sabía.
– Esto es mi responsabilidad y mi… mi… -Dio media vuelta y se alejó.
El señor Ted Nash, naturalmente, pertenecía a una organización especializada en esquivar caídas de toneladas de mierda, y yo sabía que su bien cortado traje no recibiría ni una salpicadura. Se volvió y echó a andar en dirección al coche patrulla de Simpson.
En cuanto a mí, habiendo sido destinado recientemente a aquel selecto equipo, estaba bastante limpio, y así permanecería probablemente, a menos que Nash idease la forma de arrojarme bajo la lluvia de mierda. Quizá era por eso por lo que quería tenerme allí. Kate Mayfield, al igual que George Foster, no llevaba paraguas, pero se había cubierto un poco al unirse a mí en mi viaje hasta el avión.
– Yo no tengo nada que perder aquí -le dije-; procuraré protegerte.
– Gracias -respondió, forzando una sonrisa-, pero expondremos las cosas tal como han sucedido, y Washington decidirá si alguno de nosotros ha actuado mal.
Hice rodar los ojos, pero ella fingió no advertirlo.
– Tengo intención de continuar en este caso -añadió.
– Tendrás suerte si no te mandan otra vez a Contabilidad.
– Nosotros no funcionamos así -me informó fríamente-. La política es mantener a un agente en un caso en el que ha actuado torpemente, siempre que sea sincero y no les mienta.
– ¿De veras? Creo que los boy scouts tienen una política similar.
No respondió.
Estaba sonando una bocina. Era Ted Nash, que esperaba con impaciencia en el asiento del copiloto del coche del agente Simpson. Fuimos hasta el vehículo y nos instalamos en el asiento de atrás, donde estaban las dos carteras de mano.
– El agente Simpson ha obtenido autorización para llevarnos al bajo Manhattan -nos informó Nash.
– Estoy tan metido en la mierda por culpa de ustedes que ya no importa lo que haga -dijo Simpson.
– Yo me ocuparé de eso -respondió Kate-. Ha hecho usted un trabajo excelente.
– ¡Yupi! -exclamó Simpson.
Permanecimos unos minutos en silencio mientras el coche avanzaba hacia una de las salidas próximas a los almacenes.
Finalmente, Nash se dirigió a mí:
– Has hecho un buen trabajo, detective.
Sus palabras me cogieron un poco por sorpresa. Me quedé sin habla, y empecé a pensar que quizá había interpretado mal al bueno de Ted. Quizá pudiéramos congeniar, quizá debería extender la mano, revolverle el pelo y decir: «¡Grandísimo granuja… te quiero!»
De todos modos, llegamos a una puerta de salida, y, tras echarnos un vistazo superficial, un policía de la Autoridad Portuaria nos hizo seña de que siguiéramos. Evidentemente, la orden no había llegado a todo el mundo. Le dije a Simpson que detuviese el coche.
Bajé del automóvil, mostré mi credencial del FBI y me dirigí al hombre:
– Agente, ¿no ha recibido orden de parar y registrar todos los vehículos?
– Sí… pero no coches policiales.
Resultaba frustrante, y me sacaba de quicio. Me incliné hacia el interior del coche y saqué un dossier. Extraje la foto y se la enseñé.
– ¿Ha visto a este hombre?
– No… Creo que recordaría esa cara.
– ¿Cuántos vehículos han pasado por aquí desde que recibió usted la alerta?
– No muchos. Hoy es sábado. Una docena tal vez.
– ¿Los ha parado y registrado?
– Sí… pero todos eran grandes camiones llenos de bultos y cajas. No puedo abrir todas las cajas, a menos que el sello de la aduana presente indicios de haber sido manipulado. Todos los conductores tenían la documentación aduanera en regla.