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Me di cuenta de que Kate estaba mirándome.

– Nosotros no sabemos lo que ha sucedido, John, así que no haremos conjeturas -dijo suavemente-. Nos abstendremos de hablar con los periodistas.

– Exacto. Justo lo que estaba pensando. -Comprendí que debía tener cuidado con lo que decía.

Lo que también estaba pensando era que las agencias federales de policía y de información eran como una especie de cruce entre la Gestapo y los boy scouts, el puño de hierro en el guante de terciopelo y todo eso. «No haremos conjeturas» significaba «cierra el pico». No quería acabar bajo vigilancia durante más de un año, o quizá algo peor, por lo que dije con auténtica seriedad:

– Haré lo que tenga que hacer para llevar a ese tipo ante la justicia. Dejadme continuar en el caso.

Ninguno de mis compañeros de equipo replicó, aunque habrían podido recordarme que no hacía tanto tiempo que yo quería irme.

El superespía Ted Nash le dio al agente Simpson una dirección a una manzana de distancia de Federal Plaza. Santo Dios, el hombre es policía, y, aunque fuese idiota, podía imaginar que íbamos o a 26 Federal Plaza o a Broadway 290, el nuevo edificio federal situado enfrente de Federal Plaza. De hecho, dijo:

– ¿Quieren ir andando a Federal Plaza?

Me eché a reír.

– Pare aquí -dijo Nash.

El agente Simpson detuvo el coche en Chambers Street, junto al Palacio de Justicia Tweed, y todos salimos. Le di las gracias por habernos llevado.

– Tengo abollada la parte delantera del coche patrulla -me recordó él.

– Cárgueselo a los federales -respondí-. Están recaudando un billón de dólares hoy en día.

Empezamos a subir andando por el bajo Brooklyn. Estaba oscuro ya, pero siempre está oscuro allí abajo, en las cavernas de rascacielos del bajo Manhattan. No era un distrito residencial ni comercial, era un distrito administrativo, por lo que un sábado no había mucha gente, y las calles estaban relativamente tranquilas.

– Tengo la impresión de que quizá vosotros sabíais que íbamos a tener un problema hoy -le dije a Nash mientras caminábamos.

– Hoy es quince de abril -respondió al cabo de un rato.

– Sí. Ayer hice mi declaración de impuestos. Estoy limpio.

– Los extremistas islámicos conceden gran importancia a los aniversarios. Tenemos muchos anotados en nuestro calendario.

– ¿Sí? ¿Y cuál es hoy?

– Hoy -respondió Ted Nash- es el aniversario de cuando bombardeamos Libia en 1986.

– ¿De veras? ¿Tú lo sabías? -le pregunté a Kate.

– Sí pero, a decir verdad, no le di mayor importancia.

– Nunca ha habido ningún incidente en esta fecha -añadió Nash-, pero todos los años tal día como hoy, Muammar al-Gadafi pronuncia un discurso antiestadounidense, y hoy también lo ha hecho.

Reflexioné unos momentos sobre aquello, tratando de decidir si me habría comportado de manera distinta de haberlo sabido. Quiero decir que esa clase de cosas no estaba en mi arsenal de pistas pero, si hubiera estado, al menos podría haberlo incluido en mi reserva de paranoia. Me encanta ser un hongo, como podéis imaginar, oculto en la oscuridad y alimentado con un montón de mierda.

– ¿Se os olvidó decírmelo? -les pregunté.

– No parecía importante. Importante que lo supieras, quiero decir.

– Comprendo -lo que, naturalmente, significa «que te den por saco». Pero estaba aprendiendo la jerga-. ¿Cómo sabía Jalil que sería transportado hoy? -pregunté.

– Bueno, no lo sabía con seguridad -respondió Nash-. Pero nuestra embajada en París no puede o no quiere retener a un hombre como ése durante más de veinticuatro horas. Eso probablemente lo sabía. Y, si lo hubiéramos retenido en París más tiempo, nada habría cambiado mucho, salvo que se habría perdido el simbolismo de la fecha.

– Muy bien, pero le habéis seguido el juego y lo habéis transportado aquí el 15 de abril.

– Cierto -respondió el señor Nash-. Le hemos seguido el juego queriendo detenerlo aquí el 15.

– Creo que vas a perder el simbolismo de la fecha.

– Tomamos extraordinarias precauciones de seguridad en París -dijo-, en el aeropuerto, y luego en el avión. De hecho, había también a bordo dos agentes secretos del servicio aéreo de seguridad.

– Estupendo. Entonces nada podía ir mal.

Pasó por alto mi sarcasmo.

– Hay una expresión hebrea -dijo-, compartida por los árabes, que dice: «El hombre hace planes, y Dios se ríe.»

– Muy bueno.

Finalmente llegamos al rascacielos de veintiocho pisos llamado 26 Federal Plaza.

– Hablaremos Kate y yo. Tú habla sólo si te preguntan -me ordenó Nash.

– ¿Puedo contradecirte?

– No habrá motivo para ello -respondió-. Éste es el único lugar en que solamente se dice la verdad.

Así que con esa orwelliana información en mi cabeza, entramos en el gran Ministerio de la Verdad y la Justicia.

Pensé que el 15 de abril ahora era aborrecible por dos razones.

SEGUNDA PARTE

Libia, 15 de abril de 1986

El ataque aéreo no sólo reducirá la capacidad del coronel Gadafi para exportar terror, le proporcionará además incentivos y razones para modificar su conducta criminal.

Presidente Ronald Reagan

Es un tiempo de confrontación, de guerra. Coronel Muammar al-Gadafi

CAPÍTULO 13

El teniente Chip Wiggins, oficial de sistemas de armamento de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, permanecía inmóvil y en silencio en el asiento derecho del reactor de ataque F-111F, de nombre cifrado Karma 57. Para ahorrar combustible, el avión volaba a una velocidad de 350 nudos. Wiggins miró a su piloto, el teniente Bill Satherwaite, que estaba sentado a su izquierda.

Desde que despegaron de la base Lakenheath de la Royal Air Forcé en Suffolk, Inglaterra, unas dos horas antes, ninguno de los dos había hablado gran cosa. De todos modos, Satherwaite era callado por naturaleza, pensó Wiggins, nada dado a la charla ociosa. Pero Wiggins quería oír una voz humana, así que dijo:

– Tenemos enfrente Portugal.

– Lo sé -respondió Satherwaite.

– De acuerdo.

Sus voces poseían un timbre metálico ya que las palabras se filtraban a través del interfono de la carlinga, que era el único medio de conexión verbal entre los dos hombres. Wiggins inspiró profundamente, bajo su casco de vuelo, y el flujo incrementado de oxígeno hizo que la conexión del interfono reverberase un momento. Wiggins volvió a inspirar profundamente.

– ¿Te importaría no respirar? -dijo Satherwaite.

– Lo que tú digas, jefe.

Wiggins rebulló un poco en su asiento. Se estaba quedando entumecido después de tantas horas sentado en el incómodo asiento del F-111. El negro cielo se estaba tornando opresivo pero podía ver luces en la lejana costa de Portugal, y eso lo hacía sentirse mejor.

Se dirigían a Libia, pensó Wiggins, con la misión de derramar una lluvia de muerte y destrucción sobre el irritante país de Muammar al-Gadafi como represalia por el ataque terrorista libio que había tenido lugar un par de semanas antes contra una discoteca de Berlín Occidental frecuentada por militares norteamericanos. Wiggins recordaba que el oficial que les había dado las instrucciones tuvo buen cuidado de que supieran por qué estaban arriesgando la vida en aquella difícil misión. Sin demasiados rodeos, les dijo que el ataque libio a la discoteca La Belle, que causó la muerte a un militar norteamericano y heridas a varias docenas más, era sólo el último de una serie de actos de abierta agresión a los que había que responder con una exhibición de decisión y fuerza. «Por lo tanto -dijo el oficial-, vais a hacer saltar en pedazos a los libios.»

Sonaba bien dicho así, en la sala de instrucciones, pero no a todos los aliados de Estados Unidos les parecía buena idea. Los aviones de ataque procedentes de Inglaterra se habían visto obligados a seguir un largo camino para llegar a Libia porque los franceses y los españoles se habían negado a conceder autorización para cruzar su espacio aéreo. Esto había enfurecido a Wiggins, pero a Satherwaite no parecía importarle. Wiggins sabía que el conocimiento que Satherwaite tenía de geopolítica era nulo; la vida de Bill Satherwaite era volar, y volar era su vida. Wiggins pensaba que si a Satherwaite le hubiesen ordenado bombardear París, Satherwaite lo habría hecho sin pararse a pensar ni por un momento por qué estaba atacando a un aliado de la OTAN. Lo terrible, pensó Wiggins, era que Satherwaite haría lo mismo con Washington, D. C, o con Walla Walla, Washington, sin hacer preguntas.