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Detrás del mostrador estaba Nancy Tate, la recepcionista, una especie de señorita Rothenmeyer, modelo de eficiencia y sexualidad reprimida. Por alguna razón, yo le caía bien y me saludó alegremente:

– Buenas tardes, señor Corey.

– Buenas tardes, señora Tate.

– Ya han llegado todos.

– Me he retrasado por culpa del tráfico.

– En realidad, llega usted con diez minutos de antelación.

– Oh…

– Me gusta su corbata.

– Se la quité a un búlgaro muerto en el tren nocturno a Estambul.

Ella soltó una risita.

La zona de recepción era toda ella de cuero y madera chapeada y lujosa moqueta azul, y en la pared, justo detrás de Nancy, había otro logotipo del ficticio Club Conquistador. Y, en mi opinión, la señora Tate era un holograma.

A la izquierda de la señora Tate había un pasillo con la indicación «Zona de conferencias y negocios» que, en realidad, conducía a las salas de interrogatorios que supongo que podrían denominarse Zona de Conferencias y Negocios. A la derecha, un letrero anunciaba «Salón» y «Bar». Ojalá fuese cierto. En realidad, aquél era el camino para ir al centro de comunicaciones y operaciones.

– Centro de Operaciones. Hay cinco personas, incluido usted -me dijo la señora Tate.

– Gracias.

Crucé la puerta, atravesé un corto pasillo y entré en una sala cavernosa y sin ventanas que contenía mesas, consolas de ordenador, cubículos y otras cosas por el estilo. Sobre la pared del fondo había un enorme mapamundi en color hecho por ordenador que podía ser programado para mostrar un mapa detallado de lo que uno quisiera, como el distrito central de Islamabad, por ejemplo. Como es típico de la mayoría de las instalaciones federales, aquel lugar tenía todo tipo de requilorios. El dinero no es problema para los federales.

En cualquier caso, aquel local no era mi lugar de trabajo, que está en el antes mencionado 26 de Federal Plaza, en el bajo Manhattan. Pero allí era donde yo tenía que estar aquel sábado por la tarde para recibir y saludar a un tipo árabe que estaba cambiando de bando y al que había que transportar sano y salvo al centro de la ciudad para que se pasara unos años suministrando información.

Hice como si no viera a mis compañeros de equipo y me dirigí al bar, que, a diferencia del que teníamos en la policía, es pulcro, limpio y bien provisto, cortesía de los contribuyentes federales.

Me dispuse con toda cachaza a ponerme un café, que era mi forma de evitar unos minutos más a mis colegas.

Preparé el café y me fijé en una bandeja de donuts en la que figuraba el nombre de la policía de Nueva York, una bandeja de croissants y brioches en la que ponía CÍA y otra de pastas de avena en la que ponía FBI. Alguien tenía sentido del humor.

El bar estaba en el sector de operaciones de la amplia sala y el sector de comunicaciones estaba un poco más alto, sobre una pequeña plataforma. Una agente de servicio permanecía allí arriba controlando toda una serie de chismes electrónicos.

Los miembros de mi equipo, en el sector de operaciones, estaban sentados en torno a una mesa vacía, y conversaban animadamente. Componían el equipo los ya mencionados Ted Nash, de la CÍA, y George Foster, del FBI, más Nick Monti, de la policía de Nueva York, y Kate Mayfield, del FBI. Americanos típicos, todos ellos.

Kate Mayfield se acercó a la barra y empezó a prepararse un té. Se supone que Kate es mi mentora, sea lo que sea lo que eso signifique. Mientras no signifique socio.

– Me gusta esa corbata -me dijo.

– Una vez estrangulé con ella a un guerrero ninja. Es mi favorita.

– ¿De veras? ¿Y qué tal te va por aquí?

– Dímelo tú.

– Bueno, es demasiado pronto para que lo diga. Dime tú por qué has solicitado la sección del IRA.

– Pues porque los musulmanes no beben, no logro escribir bien sus nombres en mis informes y no hay manera de seducir a las mujeres.

– Ésa es la observación más racista y sexista que he oído en muchos años.

– No alternas mucho.

– Esto no es la policía de Nueva York, señor Corey.

– No pero yo sí soy policía de Nueva York. Acabé acostumbrándome.

– ¿Ya hemos terminado de intentar sorprender y asustar?

– Sí. Mira, Kate, gracias por tu entrometimiento, quiero decir, por tu asesoramiento, pero dentro de una semana estaré en la sección del IRA o fuera del puesto.

Ella no respondió.

La miré mientras se ocupaba en exprimir un limón. Tendría unos treinta años, supongo, y era rubia, de piel clara, complexión atlética, dientes blancos y perfectos, sin joyas y con maquillaje suave. Wendy Wasp de Wichita. No tenía ni un defecto que yo pudiera ver, ni un grano en la cara, ni una mota de caspa en su chaqueta blazer azul marino. De hecho, parecía como si la hubieran barnizado. Probablemente practicaba tres deportes en la escuela superior, se daba duchas frías, pertenecía a un club cívico juvenil y organizaba reuniones para hacer acopio de ánimo antes de las competiciones. La odiaba. Bueno, no realmente, pero casi. Lo único que teníamos en común era varios órganos internos, y ni siquiera todos.

Además, su acento era difícil de identificar, y recordé que Nick Monti decía que su padre era agente del FBI y que vivían en lugares distintos del país.

Se volvió y me miró, y yo la miré a ella. Tenía los ojos penetrantes, color tinte azul del número dos.

– Vienes muy recomendado -me dijo.

– ¿Por quién?

– Por alguno de tus antiguos colegas de Homicidios.

No respondí.

– Y también por Ted y George -añadió, moviendo la cabeza en dirección a los dos mamones.

Casi me atraganto con el café. ¿Por qué aquellos dos tipos habrían de hablar bien de mí?

– No te tienen mucha simpatía, pero los impresionaste en aquel caso de Plum Island.

– Sí, yo mismo quedé impresionado.

– ¿Por qué no pruebas a ver qué tal te va en la sección de Oriente Medio? Si Ted y George son el problema -añadió-, podemos cambiarte a otro equipo dentro de la sección.

– Adoro a Ted y a George, pero la verdad es que tengo puesto el corazón en la sección anti-IRA.

– Lástima. Es aquí donde está la verdadera acción, donde realmente se puede hacer carrera. El IRA se comporta muy pacíficamente en este país -añadió.

– Estupendo. De todos modos, no necesito una nueva carrera.

– Los palestinos y los grupos islámicos, por el contrario, son potencialmente peligrosos para la seguridad nacional.

– Nada de «potencialmente» -repliqué-. Recuerda el World Trade Center.

No respondió.

Había descubierto que en la BAT esas palabras eran como «Recuerda Pearl Harbor». Los servicios de inteligencia fueron sorprendidos entonces con el culo al aire pero se rehicieron y resolvieron el caso, que se convirtió así en un motivo de estímulo.

Ella continuó:

– El país entero tiene mucho miedo a un ataque terrorista con armas biológicas o un ataque químico o nuclear. Tú lo viste en el caso de Plum Island, ¿verdad?

– Verdad.

– ¿Entonces? Todo lo demás en la BAT es un remanso. La verdadera acción está en la sección de Oriente Medio, y tú pareces un hombre de acción -sonrió.

Yo también sonreí.

– ¿Qué importancia tiene para ti lo que yo haga? -pregunté.

– Me caes bien. -Enarqué las cejas y entonces ella añadió^-: Me gustan los neanderthales de Nueva York.

– Me dejas sin habla.

– Piénsalo.

– Lo haré. -Volví la vista hacia un monitor de televisión cercano y vi que el vuelo que estábamos esperando, el 175 de Trans-Continental procedente de París, se hallaba próximo a llegar con toda puntualidad. Le pregunté a Mayfield-: ¿Cuánto crees que tardará esto?

– Dos o tres horas quizá. Una hora de papeleo aquí, nos vamos a Federal Plaza con nuestro supuesto desertor y luego ya veremos.