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Wiggins prosiguió sus cavilaciones.

– Bill, ¿has oído ese rumor de que uno de nuestros aviones va a tirar una bomba en el patio trasero de la embajada francesa en Trípoli? -le preguntó al cabo de un rato a su compañero.

Satherwaite no contestó.

Wiggins insistió:

– También he oído que uno de nosotros va a soltar la carga en la residencia Al Azziziyah de Gadafi. Se supone que estará allí esta noche.

Satherwaite siguió sin contestar.

Finalmente, Wiggins, irritado y frustrado, dijo:

– Eh, Bill, ¿estás despierto?

– Mira, Chip -respondió Satherwaite-, cuanto menos sepamos tú y yo, mejor para nosotros.

Chip Wiggins se sumió en un hosco silencio. Le agradaba Bill Satherwaite, y le agradaba el hecho de que su piloto tuviera la misma graduación que él y no pudiese ordenarle que se callara. Pero en vuelo, Satherwaite podía ser un taciturno hijo de puta. Era mejor en tierra. De hecho, después de haberse tomado unas copas parecía casi humano.

Wiggins consideraba que quizá Satherwaite estuviera nervioso, lo cual era comprensible. Al fin y al cabo, aquélla era, según la información suministrada al impartirles las instrucciones, la misión de ataque con reactores más larga jamás intentada. La Operación Cañón El Dorado iba a hacer historia, aunque Wiggins no sabía aún de qué clase. Había otros sesenta aviones en alguna parte alrededor de ellos, y su unidad, la 48 Escuadrilla Táctica de Cazas, había aportado cuatro reactores de ala móvil F-l 11F a la misión. La flota de aviones cisterna que volaba con ellos, a menor altura y más atrás, estaba compuesta por los enormes KC-10 y los KC-135, más pequeños; los 10 para aprovisionar a los cazas, y los 135 para aprovisionar a los KC-10. Habría tres maniobras de suministro de combustible a lo largo de la ruta de cuatro mil quinientos kilómetros hasta Libia. El tiempo de vuelo desde Inglaterra hasta la costa libia era de seis horas, el tiempo de vuelo hacia Trípoli en la fase previa al ataque, de media hora, y el tiempo sobré el objetivo duraría diez larguísimos minutos. Y luego regresarían. No todos, pero sí la mayoría.

– Historia -dijo Wiggins-. Estamos volando a la historia.

Satherwaite no respondió.

– Hoy es el último día para la declaración de la renta -dijo Chip-. ¿La has presentado a tiempo?

– No. Pedí una prórroga.

– Hacienda se fija en los que presentan tarde la declaración.

Satherwaite soltó un gruñido a modo de respuesta.

– Si te hacen una inspección, arroja una bomba de napalm sobre la sede central de Hacienda. Se lo pensarán dos veces antes de revisarle la declaración a Bill Satherwaite. -Wiggins soltó una risita.

Satherwaite clavó la vista en los instrumentos.

Wiggins no pudo lograr que su piloto le siguiera la conversación, por lo que volvió a sumirse en sus pensamientos. Consideró el hecho de que aquello era una prueba de resistencia para tripulaciones y material, y él nunca había sido entrenado para realizar una misión semejante.

Pero hasta el momento todo iba bien. El F-l 11 se comportaba admirablemente. Miró a través del costado transparente de la carlinga. El ala variable estaba extendida en un ángulo de treinta y cinco grados con el fin de dar al avión sus mejores características de crucero para el largo vuelo en formación. Más tarde, retraerían hidráulicamente las alas a fin de situarlas inclinadas hacia la cola en posición aerodinámica para el ataque, y eso señalaría el momento de la fase de combate real de la misión. Combate. Wiggins no podía creer que fuera a entrar realmente en combate.

Aquello era la culminación de todo su período de adiestramiento.

Ni él ni Satherwaite habían intervenido en Vietnam, y ahora estaban volando hacia un territorio desconocido y hostil para atacar a un enemigo cuya potencia antiaérea no era bien conocida. El oficial instructor les había dicho que las defensas aéreas libias se cerraban rutinariamente después de medianoche pero Wiggins no podía creer que los libios fuesen tan estúpidos. Estaba convencido de que su avión sería detectado por el radar libio, que la Fuerza Aérea libia se apresuraría a interceptarlos, que una andanada de misiles tierra-aire se elevaría en el cielo para aniquilarlos y que serían recibidos por la Triple A, que no significaba Asociación Automovilística Americana precisamente, sino Artillería Antiaérea.

– Marco Aurelio.

– ¿Qué?

– El único monumento romano que todavía existe en Trípoli. El Arco de Marco Aurelio. Siglo II antes de Cristo.

Satherwaite sofocó un bostezo.

– Si alguien lo destruye por error se meterá en un buen lío. Es un monumento declarado patrimonio de la humanidad por las Naciones Unidas. ¿Prestaste atención cuando nos daban las instrucciones?

– Chip, ¿por qué no mascas chicle o algo?

– Empezamos el ataque justo al oeste del Arco. Espero poder echarle un vistazo. Esa clase de cosas me interesan.

Satherwaite cerró los ojos y exhaló con exagerada expresión de impaciencia.

Chip Wiggins retornó a sus pensamientos de combate. Sabía que había varios veteranos de Vietnam en aquella misión, pero la mayoría de los que la formaban carecían de experiencia en combate. Además, todo el mundo desde el presidente para abajo estaba observando, esperando y conteniendo el aliento. Después de Vietnam, y después del fiasco del Pueblo y dé la chapucera misión de rescate enviada por Cárter a Irán y de toda una década de fracasos militares sufridos tras la guerra de Vietnam, todos esperaban una gran victoria.

Las luces estaban encendidas en el Pentágono y en la Casa Blanca. Paseaban de un lado a otro y rezaban. Muchachos, tenemos que ganar ésta para el presi. Chip Wiggins no les iba a decepcionar. Esperaba que ellos no le decepcionaran a él. Le habían dicho que la misión podría ser cancelada en cualquier momento, y temía oír crepitar la radio con las palabras en clave que comunicaban la cancelación: «Hierba Verde.» Como las verdes praderas de Norteamérica.

Pero una cierta parte de su ser habría recibido con agrado esas palabras. Se preguntó qué le harían en Libia si se veía obligado a saltar en paracaídas. ¿A qué viene esa idea? Otra vez estaba empezando a pensar cosas malas. Miró a Satherwaite, que se hallaba apuntando algo en su cuaderno de ruta. Satherwaite bostezó de nuevo.

– ¿Cansado? -preguntó Wiggins.

– No.

– ¿Asustado?

– Todavía no.

– ¿Hambriento?

– Cierra el pico, Chip.

– ¿Sediento?

– ¿Por qué no te echas a dormir? -exclamó Satherwaite-. O, mejor aún, yo duermo y tú pilotas.

Wiggins sabía que aquello era una forma no demasiado sutil de recordarle que el oficial de sistemas de armamento no era piloto.

Quedaron de nuevo en silencio. Wiggins consideró la posibilidad de descabezar un sueñecito pero no quería dar a Satherwaite la oportunidad de contar a todo el mundo en Lakenheath que Wiggins se había pasado todo el trayecto hasta Libia durmiendo. Al cabo de una media hora, Chip Wiggins miró su carta de navegación y sus instrumentos. Además de oficial de sistemas de armamento, era también el navegante.