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Y ahora Asad lo estaba arriesgando todo, su vida, su honor, su familia… ¿por qué? Por una mujer. No tenía sentido pero… Estaba lo otro… Lo que él sabía pero no se resolvía a pensar… Lo de su madre y Muammar al-Gadafi… Sí, había algo allí, y él sabía lo que era, y era lo mismo que lo había llevado hasta la azotea a esperar a Bahira.

Pensó que si la relación entre su madre y el Gran Líder no era un pecado, entonces no toda relación sexual fuera del matrimonio era pecaminosa. Muammar al-Gadafi no haría nada pecaminoso, nada que estuviese fuera de la Sharia, la conducta aceptada. Por lo tanto, si Asad Jalil era apresado, llevaría su caso directamente al Gran Líder y explicaría su confusión con respecto a aquellos asuntos. Explicaría que fue el padre de Bahira quien llevó a casa la revista alemana que mostraba fotos de hombres y mujeres desnudos, y era aquella inmundicia de Occidente lo que lo había corrompido.

Bahira había encontrado la revista escondida en su casa detrás de unos sacos de arroz y se la había enseñado a Jalil. Habían mirado juntos las fotografías, un pecado que les habría reportado una tanda de latigazos si hubieran sido sorprendidos cometiéndolo. Pero, en lugar de hacerles sentir repugnancia y i vergüenza, aquellas fotografías habían sido la causa de que hablaran de lo que estaba prohibido hablar. Ella le había dicho: «Quiero mostrarme a ti como estas mujeres. Quiero mostrarte todo lo que tengo. Quiero verte, Asad, y tocar tu piel.»

Y así, Satán había entrado en ella y a través de ella había entrado en él. Asad había leído la historia de Adán y Eva en el libro hebreo del Génesis, y su mousyed, su maestro espiritual, le había dicho que las mujeres eran débiles y lascivas y habían cometido el pecado original y atraerían a los hombres al pecado si los hombres no eran fuertes.

Y, sin embargo…, pensó, hasta grandes hombres como el coronel podían ser corrompidos por las mujeres. Si lo llevaban preso, explicaría todo aquello al coronel. Quizá no lapidaran a Bahira y los dejaran ir con sólo unos latigazos.

La noche era fría, y Jalil se estremeció. Permaneció arrodillado en la alfombra con el Corán en las manos. A las dos y diez, sonó un ruido en la escalera, y, al levantar los ojos, vio una silueta oscura de pie en la puerta del alpende.

– Alá, ten piedad -musitó.

CAPÍTULO 15

– Tenemos un fuerte viento de costado. Es ese viento sur que sopla del desierto. ¿Cómo se llama? -preguntó el teniente Chip Wiggins.

– Se llama el viento sur que sopla del desierto -respondió el teniente Bill Satherwaite.

– Exacto. De todos modos, será un viento de cola soberbio para largarnos de allí… y con cuatro bombas menos de peso.

Satherwaite masculló una respuesta.

Wiggins miró por el parabrisas a la oscura noche. No tenía ni idea de si vería amanecer. Pero sabía que si llevaban a cabo su misión serían unos héroes… aunque héroes anónimos. Porque aquélla no era una guerra ordinaria, era una guerra contra terroristas internacionales cuyo radio de acción se extendía mucho más allá de Oriente Medio. Por eso, los nombres de los pilotos participantes en la misión no se comunicarían a la prensa ni al público y quedarían clasificados como material de alto secreto. Había en todo aquello algo que irritaba a Wiggins; era el reconocimiento de que los malos podían proyectar su poder hasta el corazón mismo de Norteamérica y vengarse en los pilotos y tripulantes o en sus familias. Por otra parte, aunque no habría desfiles ni ceremonias públicas de homenaje, aquel anonimato lo hacía sentirse un poco más cómodo. Mejor ser un héroe anónimo que un objetivo terrorista con nombre y apellidos.

Continuaban volando en dirección este sobre el Mediterráneo. Wiggins pensó en cuántas guerras se habían librado en torno a aquel antiguo mar y especialmente en las costas de África del Norte… los fenicios, los egipcios, los griegos, los cartagineses, los romanos, los árabes, continuamente durante miles de años hasta la segunda guerra mundial… los italianos, el Afrika Korps alemán, los británicos, los norteamericanos… El mar y las arenas de África del Norte eran una inmensa tumba de soldados, marineros y aviadores. A las costas de Trípoli -se dijo para sus adentros, consciente de que no era el único aviador que esa noche pensaba en aquellas palabras-. Libraremos las batallas de nuestro país…

– ¿Tiempo para virar? -preguntó Satherwaite.

Wiggins salió de sus ensoñaciones y comprobó su posición.

– Doce minutos.

– Atento al reloj.

– De acuerdo.

Doce minutos después, la formación inició un viraje de noventa grados en dirección sur. La escuadrilla entera, con la excepción de los aviones cisterna, volaba rumbo a la costa libia. Satherwaite accionó los reguladores de combustible, y el F-111 aumentó su velocidad.

Bill Satherwaite consultó el reloj y los instrumentos de vuelo. Se estaban aproximando al punto en que comenzarían los preparativos y perfiles dé ataque. Observó que su velocidad en aire era de 480 nudos y su altitud de 7 500 metros. Estaban a menos de 350 kilómetros de la costa y se dirigían en línea recta hacia Trípoli. Oyó en la radio una serie de chasquidos, a los que respondió de la misma manera, y, con el resto de la escuadrilla, inició el descenso.

Satherwaite se sentía inclinado a comenzar ya las listas de comprobación finales pero sabía que era un poco pronto, que cabía la posibilidad de alcanzar la altitud de ataque antes de tiempo, y ésa no era una forma inteligente de entrar en combate. Esperó.

Wiggins carraspeó, lo que por el interfono sonó como un rugido, y ambos se sobresaltaron.

– Ciento cincuenta kilómetros hasta lo seco -dijo Wiggins, utilizando la expresión usada entre aviadores para designar la tierra.

– Recibido.

Ambos miraron la pantalla de radar pero no había nada que saliera de Libia para recibirlos. Al llegar a sólo cien metros sobre el nivel del mar pasaron a vuelo horizontal.

– Ciento veinte kilómetros.

– Muy bien, empecemos la revisión de ataque.

– Listo.

Satherwaite y Wiggins comenzaron la letanía de la lista de comprobación y las revisiones. Justo en el momento en que terminaron, Wiggins levantó los ojos y vio las luces de Trípoli al frente.

– Ahí está.

Satherwaite alzó también la vista y asintió con la cabeza. Movió la palanca hidráulica de posición del ala, y las alas extendidas del F-111 empezaron a inclinarse hacia la cola, como las de un halcón que divisara a su presa en el suelo.

Wiggins notó que se le habían acelerado un poco los latidos del corazón y se dio cuenta de que tenía mucha sed.

Satherwaite volvió a incrementar la velocidad mientras los F-111 se aproximaban en formación a la costa. Volaban ahora a quinientos nudos. Era la una y cincuenta minutos. Pocos minutos después romperían la formación y pondrían rumbo a sus objetivos individuales en Trípoli y sus alrededores.

Wiggins escuchó atentamente el silencio de sus auriculares y luego oyó un gorjeo que indicaba la detección de un radar. Miró rápidamente la pantalla de su radar. Oh, mierda.

– Alerta misil tierra-aire en la una -dijo con la mayor serenidad de que fue capaz.

Satherwaite asintió con la cabeza.

– Supongo que están despiertos.

– Me gustaría darle una patada en los huevos a aquel oficial instructor.

– Él no es el problema, y tampoco lo son estos misiles.

– Cierto…

El F-111 volaba demasiado bajo y a demasiada velocidad para que los misiles pudieran hacer blanco pero, a cien metros de altitud ahora, estaban de lleno en el objetivo de los cañones antiaéreos.

Wiggins vio cómo dos misiles se elevaban en su pantalla de radar y esperó que aquellos trastos de fabricación soviética no pudiesen localizarlos a la velocidad y altura que llevaban. Pocos segundos después, Wiggins divisó por estribor a los dos misiles, que ascendían hacia el cielo nocturno con sus ardientes colas de llamas rojas y anaranjadas.