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– Un derroche de costoso combustible para cohetes -comentó Satherwaite con sequedad.

Ahora le correspondió a Wiggins guardar silencio. Se había quedado sin habla. En absoluto contraste con él, Satherwaite se mostraba locuaz y continuó hablando de la forma del litoral y de la ciudad de Trípoli y de otras cuestiones triviales. Wiggins sentía deseos de decirle que se callara y pilotase el aparato.

Sobrevolaron la costa, y bajo ellos yacía Trípoli. Satherwaite observó que, a pesar de la incursión aérea, el alumbrado público continuaba encendido.

– Idiotas. -Tuvo un atisbo del Arco de Marco Aurelio y dijo a Wiggins-: Ahí está tu arco. En las nueve.

Pero Wiggins había perdido interés por la historia, y toda su atención se centraba en el presente.

– Vira.

Satherwaite se separó de la formación y puso rumbo hacia Al Azziziyah.

– ¿Cómo dijiste esa palabra?

– ¿Cuál?

– El sitio adónde vamos.

Wiggins sintió que el cuello se le cubría de sudor mientras repartía su atención entre los instrumentos, el radar y las observaciones visuales directas a través del parabrisas.

– ¡Mierda! ¡Triple A!

– ¿Estás seguro? Creía que era Al y algo.

A Wiggins no le agradó el súbito humor de Satherwaite.

– Al Azziziyah -replicó-. ¿Qué carajo importa eso ahora?

– Tienes razón -respondió Satherwaite-. Mañana lo llamarán ruinas. -Y soltó una carcajada.

Wiggins rió también, pese a que estaba tremendamente asustado. Arcos de balas trazadoras disparadas por la artillería rasgaban la negrura de la noche muy cerca de su avión. No podía creer que realmente le estuvieran disparando. Era horrible. Pero resultaba excitante también.

– Al Azziziyah, eso es. Listos.

– Ruinas -respondió Wiggins-. Ruinas, cascotes, sangre y destrucción. Listo para lanzar. Que te jodan, Muammar.

CAPÍTULO 16

– Asad.

A Asad Jalil casi se le paró el corazón.

– Sí… sí, por aquí. ¿Estás sola? -preguntó en un susurro.

– Claro. -Bahira caminó en dirección al lugar de donde provenía su voz y lo vio arrodillado sobre la alfombra de oración.

– Agáchate -murmuró él roncamente.

Bahira se encorvó bajo el parapeto mientras avanzaba hacia él. Luego, se arrodilló a su vez en la alfombra de oración, enfrente de Asad.

– ¿Va todo bien?

– Sí. Pero te has retrasado.

– He tenido que eludir a los guardias. El Gran Líder…

– Sí, lo sé.

Asad Jalil miró a Bahira bajo la luz de la luna. Llevaba la flotante túnica blanca que era el atuendo habitual de una joven al anochecer, y también llevaba velo y echarpe. Era tres años mayor que él y había llegado a una edad en que la mayoría de las mujeres de Libia ya estaban casadas o prometidas. Pero su padre había rechazado a numerosos pretendientes, y los más ardientes de ellos habían sido exiliados de Trípoli. Asad sabía que si su propio padre viviera, las dos familias habrían accedido sin duda alguna a la boda entre él y Bahira. Pero, aunque su padre era un héroe y un mártir, el hecho era que estaba muerto y que la familia Jalil no gozaba de una posición elevada, salvo como pensionistas privilegiados del Gran Líder. Por supuesto, había una relación entre el Gran Líder y la madre de Asad pero se trataba de un pecado y no servía.

Permanecieron arrodillados uno frente a otro en silencio. Los ojos de Bahira se posaron en el Corán que reposaba en el ángulo de la alfombra, y luego pareció reparar en la alfombra misma. Miró a Asad, cuya expresión parecía decir: «Si vamos a cometer el pecado de fornicación, ¿qué importa que cometamos además una blasfemia?»

Bahira asintió con la cabeza en silencio.

Fue ella quien tomó la iniciativa y apartó a un lado el velo que le cubría la cara. Sonreía pero Jalil pensó que se trataba de una sonrisa de azoramiento por estar sin velo a menos de un metro de distancia de un hombre.

Se quitó el echarpe de la cabeza y se soltó los cabellos, que cayeron en largas hebras rizadas sobre sus hombros.

Asad Jalil inspiró profundamente y la miró fijamente a los ojos. Era hermosa, pensó, aunque tenía poco con que comparar. Carraspeó.

– Eres muy hermosa -dijo.

Ella sonrió, extendió los brazos y le tomó las manos en las suyas.

Jalil nunca había cogido las manos de una mujer y le sorprendió lo pequeñas y suaves que eran las de Bahira. Su piel era cálida, más cálida que la suya, probablemente como consecuencia del ejercicio realizado al recorrer los trescientos metros que separaban su casa de aquel lugar. Observó también que las manos de Bahira estaban secas y las suyas, en cambio, húmedas. Se acercó más, siempre de rodillas, y percibió el aroma de flores que emanaba de ella. Al moverse, descubrió que estaba completamente excitado.

Ninguno de los dos parecía saber qué hacer después. Finalmente, Bahira le soltó las manos y empezó a acariciarle la cara. Él la imitó. Ella se acercó más y sus cuerpos se tocaron; luego se abrazaron, y él notó sus pechos bajo su túnica. Asad Jalil estaba loco de deseo pero una parte de su cerebro se encontraba en otro lugar, un instinto primitivo le estaba diciendo que se mantuviese alerta.

Antes de que Asad advirtiera lo que sucedía, Bahira había retrocedido y se estaba desabrochando la túnica.

Jalil la miró y aguzó los oídos en busca de alguna señal de peligro. Si eran descubiertos entonces, podían darse por muertos.

– ¿Qué esperas, Asad? -la oyó decir.

La miró mientras se arrodillaba ante él. Ahora estaba completamente desnuda, y miró fijamente sus pechos, luego su vello pubiano, luego sus muslos y finalmente de nuevo la cara.

– Asad.

Él se sacó la blusa por la cabeza; luego dejó deslizarse hasta los tobillos el pantalón y el calzoncillo y los apartó con el pie.

Ella lo miró a la cara, evitando posar los ojos sobre su erecto pene, pero luego los bajó a lo largo de su cuerpo.

Asad no sabía muy bien qué hacer. Había creído que lo sabría, conocía la postura que adoptarían, pero no estaba seguro de cómo llegar hasta ella.

De nuevo Bahira tomó la iniciativa y se tendió de espaldas sobre la alfombra de oración, apoyando la cabeza en sus ropas.

Asad se abalanzó hacia adelante y se encontró encima de ella y sintió sus firmes pechos y su cálida piel bajo la suya propia. Advirtió que las piernas de Bahira se separaban y notó que la punta de su pene tocaba carne húmeda y caliente. En un instante estuvo a medias dentro de ella. Bahira lanzó un leve grito de dolor. Él empujó más, venció la resistencia y la penetró completamente. Antes de que pudiera moverse, notó que las caderas de Bahira se elevaban y descendían, se elevaban y descendían, y súbitamente descargó dentro de ella.

Permaneció inmóvil, tratando de recobrar el aliento, pero ella continuó alzando y descendiendo las caderas, aunque Asad no sabía por qué lo hacía después de que él había quedado ya satisfecho. Bahira empezó a gemir y a respirar pesadamente; luego comenzó a decir su nombre:

– Asad, Asad, Asad…

Rodó a un lado y quedó tendido boca arriba, mirando al cielo nocturno. La media luna se estaba poniendo por el oeste, las estrellas tenían un resplandor mortecino sobre el recinto iluminado, en pálido remedo de las brillantes estrellas que fulgían en el desierto.

– Asad.

Él no respondió. Su mente no podía comprender aún lo que acababa de hacer.

Bahira se acercó más a él, de modo que sus hombros y sus piernas se tocaban, pero el deseo había huido de Asad.

– ¿Estás enfadado? -preguntó ella.

– No. -Se incorporó hasta quedar sentado-. Deberíamos vestirnos.