Ella se incorporó también y apoyó la cabeza en su hombro.
Asad deseaba apartarse de ella pero no lo hizo. En su mente comenzaban a brotar ideas preocupantes. ¿Y si se quedaba embarazada? ¿Y si quería repetir aquello? La próxima vez seguro que los pillaban o ella se quedaba embarazada. En cualquiera de ambos casos podría morir uno de los dos, o los dos. La ley no estaba clara en algunos puntos, y eran generalmente las familias quienes decidían cómo había que actuar ante la deshonra. Conociendo al padre de Bahira, no podía imaginar clemencia para ninguno de los dos. Por alguna razón que no podía comprender, exclamó:
– Mi madre ha estado con el Gran Líder.
Bahira no respondió.
Jalil se enfureció consigo mismo por revelar aquel secreto. No sabía por qué lo había hecho ni sabía tampoco qué sentía por aquella mujer. Era vagamente consciente de que volvería a nacer su deseo hacia ella y por eso sabía que debía mostrarse cortés. Sin embargo, hubiera deseado encontrarse en cualquier sitio menos allí. Vio sus ropas en el extremo de la alfombra de oración. Advirtió también una mancha oscura en la parte de la alfombra donde ella había estado tendida.
Bahira lo rodeó con un brazo y con la otra mano le acarició el muslo.
– ¿Crees que nos permitirían casarnos? -preguntó.
– Tal vez.
Pero no lo creía. Miró la mano de ella sobre su muslo y advirtió entonces la sangre que tenía en el pene. Comprendió que debería haber llevado agua para lavarse.
– ¿Hablarás con mi padre? -preguntó ella.
– Sí -respondió, aunque no sabía si lo haría.
Casarse con Bahira Nadir, hija del capitán Habib Nadir, sería una buena cosa pero podría resultar peligroso pedirlo. Se preguntó si las viejas la examinarían y descubrirían que había perdido la virginidad. Se preguntó si estaría embarazada. Se preguntó muchas cosas, y no era la menos importante si quedaría impune el pecado que había cometido.
– Debemos irnos -dijo.
Pero ella no hizo ademán de separarse.
Continuaron sentados juntos. Jalil estaba empezando a ponerse nervioso.
Bahira comenzó a hablar pero Jalil la hizo callar. Tenía la inquietante sensación de que estaba sucediendo algo que él necesitaba conocer.
Su madre le había dicho una vez que, al igual que su tocayo, el león, había sido bendecido con un sexto sentido, o segunda vista, como lo llamaban las viejas. Él había dado por supuesto que, sin necesidad de ver ni oír nada, todo el mundo podía percibir el peligro o la proximidad de un enemigo. Pero había acabado comprendiendo que esta sensibilidad era un don especial y ahora se daba cuenta de que lo que había estado percibiendo toda la noche no tenía nada que ver con Bahira, ni con la policía militar ni con la posibilidad de ser sorprendido en fornicación; guardaba relación con algo distinto pero aún no sabía de qué se trataba. Lo único que sabía con seguridad era que algo marchaba mal allá fuera.
Chip Wiggins trató de ignorar las líneas que las balas trazadoras dibujaban ante su carlinga. No tenía, ni en su vida ni en todo su período de instrucción militar, ningún punto de referencia para lo que estaba sucediendo. La escena que se desarrollaba a su alrededor era tan irreal que no podía interpretarla como un peligro mortal. Se concentró en las pantallas de los instrumentos que componían la consola de vuelo que tenía delante. Carraspeó y se dirigió a Satherwaite:
– Estamos llegando.
Satherwaite se dio por enterado con voz carente de inflexiones.
– Menos de dos minutos para el objetivo -dijo Wiggins.
– Recibido.
Satherwaite sabía que ahora debía activar los quemadores adicionales para incrementar la velocidad pero ello produciría una estela muy larga y muy visible de gases tras el aparato, lo que atraería hacia él las bocas de todos los cañones. No se esperaba que hubiera tanto fuego antiaéreo, pero lo había y debía tomar una decisión.
– Quemadores adicionales, Bill -dijo Wiggins.
Satherwaite vaciló. El plan de ataque exigía la mayor velocidad que proporcionarían los quemadores adicionales. Si no, corría el peligro de que su compañero de escuadrilla -Remit 22-, que estaba a sólo treinta segundos por detrás de él, lo embistiera por la cola.
– Bill…
– Está bien.
Satherwaite activó los quemadores adicionales, y el F-111 saltó hacia adelante. Tiró de la palanca, y el morro del aparato se alzó. Satherwaite miró un instante por encima del panel de vuelo y vio una complicada maraña de letales trayectorias pasar de largo por el costado de babor.
– Esos gilipollas no saben apuntar.
Wiggins no estaba tan seguro.
– Sobre el objetivo, treinta segundos para lanzar.
Bahira cogió del brazo a su amante.
– ¿Qué ocurre, Asad?
– Calla.
Escuchó atentamente y le pareció oír gritar a alguien a lo lejos. Un vehículo se puso en marcha cerca de ellos. Gateó hasta su ropa y se puso la blusa. Luego se irguió y atisbo por encima del parapeto. Sus ojos escrutaron el terreno del recinto cercado. Después, algo en el horizonte atrajo su atención, y miró al norte y al este, en dirección a Trípoli.
Bahira estaba ahora a su lado, tapándose los pechos con la ropa.
– ¿Qué pasa? -preguntó insistentemente.
– No lo sé. Estate callada.
Algo marchaba terriblemente mal pero, fuera lo que fuese, no se podía ver ni oír aún, aunque él lo sentía ahora con extraordinaria intensidad. Clavó la vista en la noche y escuchó.
Bahira atisbo también por encima del parapeto.
– ¿Guardias?
– No. Algo… por allí…
Entonces lo vio, incandescentes regueros de brillante fuego elevándose desde el resplandor de la ciudad de Trípoli hacia el oscuro firmamento que se extendía sobre el Mediterráneo.
Bahira los vio también.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
– Misiles. -En nombre de Alá, el misericordioso…-. Misiles y fuego antiaéreo.
Bahira le apretó el brazo.
– Asad…, ¿qué está pasando?
– Ataque enemigo.
– ¡No! ¡No! Oh, por favor… -Se dejó caer al suelo y empezó a vestirse-: Debemos ir a los refugios.
– Sí. -Se puso el pantalón y los zapatos, olvidando el calzoncillo.
De pronto, el estridente aullido de una sirena de alarma aérea rasgó la noche. Varios hombres empezaron a gritar y a salir corriendo de los edificios circundantes, se oyó un estruendo de motores que se ponían en marcha, las calles se llenaron de ruido.
Bahira empezó a correr descalza hacia la escalera pero Jalil la alcanzó y la hizo agacharse.
– ¡Espera! No puedes dejar que te vean salir de este edificio. Espera a que los demás lleguen antes a los refugios.
Ella lo miró y asintió con la cabeza.
Seguro de que se quedaría donde estaba, Jalil volvió al parapeto y miró hacia la ciudad.
– En nombre de Alá…
Brotaban grandes llamaradas en Trípoli, y ahora podía ver y sentir las distantes explosiones, semejantes al retumbante trueno del desierto.
Luego, sus ojos captaron algo; y vio una sombra borrosa que se abalanzaba hacia él, recortándose sobre las luces y los incendios de Trípoli. De la sombra emergía un enorme penacho rojo y blanco, y Jalil comprendió que estaba mirando los gases de los tubos de escape de un reactor que volaba en línea recta hacia él. Se quedó inmóvil, paralizado por el terror, y ni un solo grito pudo brotar de su garganta.
Bill Satherwaite apartó de nuevo los ojos de las pantallas electrónicas y echó otro rápido vistazo a través del parabrisas. Delante de ellos pudo reconocer en la oscuridad la vista aérea de Al Azziziyah que había contemplado cien veces en fotos tomadas por satélite.
– Preparado -dijo Wiggins.
Satherwaite volvió nuevamente su atención a las pantallas y se concentró en la tarea de pilotar el avión y en la pauta de lanzamiento de bombas que ejecutaría pocos segundos después.