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– Tres, dos, uno, ya -dijo Wiggins.

Satherwaite sintió inmediatamente que el avión se tornaba más ligero y pugnó por controlarlo mientras daba comienzo a las maniobras evasivas a gran velocidad que les permitirían largarse de allí a toda prisa.

Wiggins estaba accionando los mandos que guiaban mediante rayos láser las bombas de mil kilos, haciéndoles seguir sus trayectorias hasta los objetivos previamente asignados.

– Buscando… -dijo-, buena imagen… lo tengo… avanzando… avanzando… ¡impacto! Una, dos, tres, cuatro. ¡Precioso!

No pudieron oír las detonaciones de las cuatro bombas en el interior del complejo de Al Azziziyah, pero ambos podían imaginar el estruendo y las llamaradas de las explosiones.

– Larguémonos de aquí -dijo Satherwaite.

– Adiós, señor árabe -añadió Wiggins.

Asad no podía dejar de mirar la increíble cosa que avanzaba hacia él dejando una estela de fuego tras de sí.

De pronto, el reactor atacante se elevó en el cielo nocturno y su rugido lo ahogó todo, excepto el grito de Bahira Nadir.

El reactor desapareció y el estruendo amainó, pero Bahira continuó gritando y gritando.

– ¡Cállate! -ordenó Jalil. Bajó la vista hacia la calle y vio que dos soldados miraban en su dirección. Se agazapó bajo el parapeto. Bahira estaba sollozando ahora.

Mientras pensaba qué hacer a continuación, la azotea saltó bajo sus pies y lo arrojó violentamente al suelo. Al instante, una enorme explosión sonó cerca de él. Luego hubo otra explosión, y otra, y otra. Se tapó los oídos con las manos. La tierra tembló, sintió el cambio de presión, le chasquearon los oídos y su boca se abrió en un grito silencioso. Una oleada de calor se abatió sobre él, el firmamento se tiñó de un color rojo sangre y trozos de piedras, cascotes y tierra empezaron a caer del cielo. Ten misericordia, Alá. Sálvame… El mundo estaba siendo destruido a su alrededor. No tenía aire en los pulmones y pugnó por tomar aliento. Todo se hallaba extrañamente silencioso, y se dio cuenta de que estaba sordo. También se dio cuenta de que se había orinado encima.

Poco a poco, fue recuperando la audición, y advirtió que Bahira estaba gritando de nuevo en un estallido de puro y absoluto terror. La muchacha se puso en pie, avanzó tambaleándose hasta el parapeto del otro extremo y empezó a gritar hacia el patio que se extendía abajo.

– ¡Calla!

Corrió hasta ella y la agarró del brazo, pero Bahira se desasió y empezó a correr por todo el perímetro del parapeto, sembrado de cascotes, gritando con todas sus fuerzas.

Cuatro explosiones más resonaron en el extremo este del complejo.

Jalil vio en la azotea contigua a varios hombres que montaban una ametralladora antiaérea. Bahira los vio también y extendió los brazos hacia ellos, gritando:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Ellos la vieron pero continuaron montando la ametralladora.

– ¡Ayudadme! ¡Socorro!

Jalil la agarró por detrás y la tiró al suelo.

– ¡Cállate!

Bahira luchó contra él, y Jalil se sintió asombrado de su fuerza. Continuó gritando, se desasió de sus brazos y le clavó las uñas en la cara, abriéndole largos arañazos en las mejillas y en el cuello.

De pronto, la ametralladora instalada en el edificio contiguo abrió fuego, y el tableteo sonó mezclado con el aullido de la sirena y el fragor de explosiones lejanas. Balas trazadoras rojas brotaban de la ametralladora, y esto hizo que Bahira gritara de nuevo.

Jalil le tapó la boca con la mano pero ella le mordió un dedo. Luego le dio un rodillazo en la ingle, y él retrocedió tambaleándose.

Bahira estaba completamente histérica, y no veía cómo podría calmarla.

Pero había una manera.

Le rodeó el cuello con las manos y apretó.

El F-111 se alejó en dirección sur sobre el desierto, luego Satherwaite inclinó el avión a estribor y le hizo describir un cerrado giro de ciento cincuenta grados que los llevaría de nuevo a la costa, a cien kilómetros al oeste de Trípoli.

– Un vuelo perfecto, jefe -dijo Wiggins.

Satherwaite no hizo ningún comentario al respecto, pero pidió:

– Atento a ver si aparece la fuerza aérea libia, Chip.

Wiggins manipuló los mandos de su pantalla de radar.

– Cielos despejados. Los pilotos de Gadafi ahora están lavándose la ropa interior.

– Esperemos. -El F-111 no tenía misiles aire-aire, y los idiotas que lo diseñaron ni siquiera lo habían equipado con una ametralladora Gatling, de modo que su única defensa contra otro reactor era la velocidad y la agilidad de maniobra-. Esperemos -repitió, y transmitió una señal de radio indicando que Karma 57 figuraba entre los vivos.

Permanecieron en silencio aguardando las otras señales. Y finalmente empezaron a llegar: Remit 22, con Terry Waycliff a los mandos y Bill Hambrecht como oficial de sistemas de armamento; Remit 61, con Bob Callum y Steve Cox; Elton 38, con Paul Grey y Jim McCoy.

Toda su escuadrilla había salido ilesa.

– Espero que los demás estén bien -dijo Wiggins.

Satherwaite asintió con la cabeza. Hasta el momento, la misión se desarrollaba perfectamente y eso lo hacía sentirse bien. Le gustaba que todo saliese conforme a lo planeado. Aparte de los misiles y la Triple A, que de todos modos no le habían causado ningún daño ni a él ni a sus compañeros, ésta podría haber sido una misión de entrenamiento con bombas reales en el desierto del Mojave. «Una perita en dulce», anotó Satherwaite en su cuaderno de ruta,

– Coser y cantar -convino Wiggins.

Asad Jalil continuó apretando, y finalmente Bahira dejó de gritar. Lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos. Apretó con más fuerza, y ella empezó a retorcerse y a agitarse. Volvió a apretar con más fuerza aún, y los movimientos se convirtieron en espasmos musculares. Luego, incluso éstos cesaron. Mantuvo la presión sobre la garganta de Bahira y miró sus ojos, completamente abiertos y fijos ya.

Contó hasta sesenta y retiró las manos. Había resuelto el problema del presente y todos los problemas del futuro con un acto relativamente sencillo.

Se puso en pie, depositó el Corán sobre la alfombra de oración, que seguidamente enrolló, ató y se echó al hombro, y, bajando la escalera del edificio, salió a la calle.

Todas las luces del complejo militar estaban apagadas, y atravesó la oscuridad en dirección a su casa. Con cada paso que se alejaba del edificio en cuya azotea yacía muerta Bahira, se alejaba también, física y mentalmente, de cualquier implicación con la muchacha muerta.

Delante de él había un edificio en ruinas, y a la luz de las llamas que envolvían la estructura vio soldados muertos por todo su alrededor. La cara de un hombre lo miraba fijamente, con la blanca piel enrojecida por el reflejo de las llamas. Los ojos habían reventado, y le brotaba sangre de las cuencas, de la nariz, de los oídos, de la boca. Jalil luchó por reprimir la náusea que le levantaba el estómago pero le llegó una vaharada de carne quemada, y vomitó.

Descansó un momento y luego continuó, llevando todavía su alfombra de oración.

Deseaba rezar pero el Corán prohibía específicamente que un hombre rezase después de haber copulado con una mujer, a menos que antes se lavara la cara y las manos.

Vio una cisterna rota que vertía agua por el costado de un edificio, y se detuvo para lavarse la cara y las manos; luego se lavó la sangre y la orina de sus genitales.

Continuó andando, recitando largos pasajes del Corán, orando por la seguridad de su madre, sus hermanas y sus hermanos.

Vio hogueras que llameaban en la dirección hacia donde él se encaminaba, y echó a correr.

Aquella noche, pensó, había comenzado en pecado y terminado en infierno. La lujuria conducía al pecado, el pecado conducía a la muerte. Las llamas del averno crepitaban a su alrededor. El Gran Satán mismo los había castigado a él y a Bahira. Pero Alá el misericordioso le había perdonado la vida, y mientras corría rogaba porque Alá hubiera salvado también a su familia.