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También rogó por la familia de Bahira y por el Gran Líder.

Mientras corría a través de las ruinas de Al Azziziyah, Asad Jalil, de dieciséis años de edad, comprendió que había sido puesto a prueba por Satán y por Alá, y que de aquella noche de pecado, muerte y fuego emergería convertido en un hombre.

CAPÍTULO 17

Asad Jalil continuó corriendo hacia su casa. Había más personas en aquella zona del distrito, soldados, mujeres, unos cuantos niños, y todos corrían o caminaban lentamente, como aturdidos; se dio cuenta de que algunos estaban de rodillas, rezando.

Jalil dobló una esquina y se paró en seco. La hilera de casas de estuco adosadas en que vivía parecía extrañamente diferente.

Advirtió luego que no había postigos en las ventanas y reparó en los escombros desparramados por la plaza situada ante las casas. Pero más extraño aún era el hecho de que la luz de la luna penetraba a través de las ventanas y las puertas abiertas. Se dio cuenta de pronto de que los tejados se habían hundido en el interior de los edificios y habían hecho saltar puertas, ventanas y postigos. Alá, te lo ruego, por favor, no…

Sintió como si estuviera a punto de desmayarse. Inspiró profundamente y corrió hacia su casa, tropezando con pedazos de cemento y dejando caer la alfombra de oración, hasta llegar finalmente a la puerta de entrada. Titubeó un momento y luego se precipitó al interior, en dirección a lo que había sido la estancia delantera.

Toda la azotea se había desplomado sobre la estancia, cubriendo el suelo embaldosado, las alfombras y los muebles de losas de cemento rotas, vigas de madera y estuco. Levantó la vista hacia el firmamento despejado. En nombre del misericordioso…

Cogió aire nuevamente y trató de dominarse. En la pared del fondo estaba el armario de madera y ladrillo que había construido su padre. Jalil avanzó por encima de los cascotes hasta el armario, cuyas puertas estaban abiertas. Encontró dentro la linterna y la encendió.

Paseó por la habitación el fino y potente haz luminoso y entonces pudo ver toda la amplitud de los daños producidos. De la pared colgaba aún una fotografía enmarcada del Gran Líder, y esto le tranquilizó en cierto modo.

Sabía que tenía que entrar en los dormitorios, pero no se decidía a enfrentarse a lo que podría haber allí.

Finalmente, se dijo a sí mismo: Tienes que ser un hombre. Debes ver si están muertos o vivos.

Avanzó hacia una abertura arqueada que conducía a los aposentos posteriores de la casa. La cocina y el comedor habían sufrido los mismos daños que la estancia delantera. Observó que todos los platos y cuencos de cerámica de su madre habían caído de sus anaqueles.

Atravesó aquella escena de destrucción hasta llegar a un pequeño patio interior, en el que se abrían tres puertas que daban a los tres dormitorios. Empujó la puerta de la habitación que había compartido con sus dos hermanos, Esam, de cinco años, y Qadir, de catorce. Esam era hijo póstumo de su padre, siempre enfermizo y mimado por sus hermanas y su madre. El propio Gran Líder había mandado llamar una vez a un médico europeo para que lo examinara durante una de sus enfermedades. Qadir, sólo dos años menor que Asad, estaba muy desarrollado para su edad, y a veces lo tomaban por gemelo suyo. Asad Jalil albergaba la esperanza y el sueño de que Qadir y él ingresaran juntos en el ejército, se hicieran grandes guerreros y se convirtieran finalmente en comandantes del ejército y ayudantes del Gran Líder.

Asad Jalil se aferraba a esta imagen mientras empujaba la puerta, que ofrecía cierta resistencia. Empujó con más fuerza y finalmente logró introducirse por la estrecha abertura y penetrar en el cuarto.

En la pequeña habitación había tres camas individuales, la suya, que estaba aplastada bajo una losa de cemento, la cama de Qadir, sepultada también bajo cascotes de cemento, y la cama de Esam, sobre la que Asad pudo ver una enorme viga.

Jalil trepó sobre los escombros hasta la cama de Esam y se arrodilló a su lado. El pesado madero había caído longitudinalmente encima del lecho, y debajo del madero, debajo de la manta, yacía el cuerpo aplastado y sin vida de Esam. Jalil se cubrió la cara con las manos y lloró.

Cuando consiguió calmarse un poco, se volvió hacia la cama de Qadir. Todo el lecho se hallaba sepultado bajo un trozo del techo de cemento y estuco. Alumbró con la linterna el montón de cascotes y vio una mano y un brazo que asomaban bajo los pedazos de cemento. Se inclinó y agarró la mano pero al instante soltó la carne muerta.

Lanzó un largo y quejumbroso gemido y se arrojó sobre el montón de cascotes que cubría la cama de Qadir. Lloró durante uno o dos minutos, pero luego comprendió que debía encontrar a los demás. No sin esfuerzo, se puso en pie.

Antes de salir de la habitación, se volvió, proyectó de nuevo el haz de la linterna sobre su cama y miró como hipnotizado la losa de cemento bajo la que yacía aplastado el lecho en el que él había estado tendido hacía solamente unas horas.

Jalil cruzó el pequeño patio y empujó la astillada puerta de la habitación de sus hermanas. La puerta se había salido de sus goznes y cayó hacia adentro.

Sus hermanas, Adara, de nueve años, y Lina, de once, compartían una cama doble. Adara era una niña alegre por la que Jalil sentía una predilección especial, y se comportaba con ella más como un padre que como un hermano mayor. Lina era seria y estudiosa, una delicia para sus maestros.

Jalil no podía resolverse a dirigir sobre la cama la luz de la linterna, ni siquiera a mirarla. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, luego los abrió y proyectó el haz luminoso sobre la amplia cama. Dejó escapar una exclamación entrecortada. La cama estaba volcada y parecía como si la habitación entera hubiera sido sacudida por un gigante. Jalil vio entonces que la pared trasera exterior se había desplomado hacia adentro, y percibió un potente y acre olor a explosivos. Comprendió que la bomba había detonado no lejos de allí, y la onda expansiva había derrumbado la pared y había llenado la habitación de fuego y humo. Todo estaba carbonizado, zarandeado y reducido a fragmentos irreconocibles.

Pasó sobre los escombros amontonados junto a la puerta, dio unos pasos y se detuvo, petrificado, con una pierna delante de la otra. En el extremo del haz luminoso de la linterna había una cabeza cortada, de rostro carbonizado y ennegrecido y el pelo casi completamente quemado. Jalil no podía distinguir si era Lina o Adara.

Dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, tropezó, cayó, trepó a cuatro patas sobre los escombros y sintió que su mano tocaba un cuerpo inerte.

Se encontró tendido en el pequeño patio, encogido sobre sí mismo, sin poder ni querer moverse.

A lo lejos oía sirenas, vehículos, gritos y, más cerca, lamentos de mujeres. Jalil comprendió que habría muchos funerales en los próximos días y sería preciso excavar muchas tumbas, rezar muchas oraciones y consolar a muchos supervivientes.

Permaneció allí tendido, paralizado de dolor por la pérdida de sus dos hermanos y sus dos hermanas. Finalmente, trató de incorporarse pero sólo consiguió arrastrarse hacia la habitación de su madre. Observó que la puerta había desaparecido sin dejar rastro.

Se puso en pie y entró en la habitación. El suelo estaba relativamente limpio de escombros, y vio que el techo había resistido, aunque todo lo que había en la habitación, incluida la cama, parecía que hubiera sido arrastrado hacia la pared del fondo. Jalil vio que las cortinas y los postigos habían sido arrancados de las estrechas ventanas y comprendió que la onda expansiva había penetrado por aquellas ventanas y había llenado la estancia con una violenta explosión.

Corrió a la cama de su madre, que había sido arrojada contra la pared, y la vio allí tendida, despojada de su manta y su almohada y con el camisón y las sábanas cubiertas de polvo gris.