Al principio pensó que estaba dormida o que la violencia del choque contra la pared la había dejado inconsciente. Pero luego reparó en la sangre que tenía alrededor de la boca y en la que le había salido de los oídos. Recordó cómo a él casi le habían estallado los oídos y los pulmones a consecuencia de las explosiones y supo lo que le había sucedido a su madre.
La sacudió.
– ¡Madre! ¡Madre! -Continuó sacudiéndola-. ¡Madre!
Faridah Jalil abrió los ojos y trató de fijar la vista en su hijo mayor. Empezó a hablar pero tosió y escupió una espuma sanguinolenta.
– ¡Madre! ¡Soy Asad!
Ella movió levemente la cabeza.
– Madre, voy a buscar ayuda…
Ella le agarró el brazo con sorprendente fuerza y sacudió la cabeza. Le estiró del brazo, y Asad comprendió que quería que se acercase.
Asad Jalil se inclinó sobre ella de tal modo que su rostro quedó a unos centímetros del de su madre.
Ésta intentó hablar de nuevo pero volvió a escupir sangre, cuyo olor llegó ahora hasta Jalil.
– Te pondrás bien, madre. Voy a buscar a un médico.
– ¡No! -replicó ella.
Le sorprendió oír su voz, que no se parecía en nada a la voz de su madre. Le preocupaba la posibilidad de que tuviese lesiones internas que le produjeran hemorragias. Pensó que tal vez pudiera salvarla si la llevaba al hospital del distrito. Pero ella no le dejaba irse. Sabía que se estaba muriendo y quería tenerlo a su lado cuando exhalase su último aliento.
La mujer le susurró al oído:
– ¿Qadir… Esam… Lina… Adara…?
– Sí… Están bien. Están… Estarán… -Asad se encontró sollozando tan intensamente que no pudo continuar.
– Mis pobres hijos… mi pobre familia… -susurró Faridah.
Asad lanzó un largo gemido y luego clamó:
– Alá, ¿por qué nos has abandonado?
Lloró sobre el pecho de su madre, sintió bajo su mejilla los latidos de su corazón y oyó su susurro:
– Mi pobre familia…
Luego, su corazón se detuvo, y Asad Jalil permaneció muy quieto, aguzando el oído, esperando que su pecho se elevara y descendiera de nuevo. Esperó.
Continuó largo tiempo apoyado sobre sus pechos, luego se levantó y salió de la habitación. Vagó en estado de trance por entre los escombros de su hogar, y se encontró fuera, delante de la casa. Quedó allí contemplando la escena de caos que lo rodeaba. Cerca, alguien gritó:
– ¡Toda la familia Atiyeh está muerta!
Los hombres maldecían, las mujeres lloraban, los niños gritaban, llegaban ambulancias, las camillas se llevaban heridos, pasó un camión lleno de cadáveres envueltos en sudarios blancos.
Oyó a un hombre decir que la cercana casa del Gran Líder había sido alcanzada por una bomba. El Gran Líder se había salvado pero habían muerto varios miembros de su familia.
Asad Jalil permanecía de pie y escuchaba todo cuanto se decía a su alrededor. Percibía algo de lo que estaba sucediendo pero todo parecía muy lejano.
Empezó a andar sin rumbo y a punto estuvo de ser atropellado por un coche de bomberos que pasó a toda velocidad. Continuó andando y se encontró cerca del almacén de municiones en cuya azotea yacía muerta Bahira. Se preguntó si su familia habría sobrevivido. En cualquier caso, quien la buscase lo haría entre los escombros de la zona de viviendas. Pasarían días o semanas antes de que fuese encontrada en la azotea, y para entonces el cuerpo estaría… Se daría por supuesto que había muerto por efecto de la onda expansiva.
Asad Jalil advirtió con asombro que, a pesar de su dolor, todavía pensaba con claridad respecto a ciertas cosas.
Se alejó rápidamente del almacén de municiones. No quería tener ninguna relación más con aquel lugar.
Caminó a solas con su pensamiento, solo en el mundo. Todos mis familiares son mártires del islam -se dijo-. Yo he sucumbido a una tentación fuera de la Sharia, y debido a ello no estaba en mi cama y me he salvado de la suerte que ha corrido mi familia. Pero Bahira sucumbió a la misma tentación y ha sufrido una suerte distinta. Trató de extraer algún sentido de todo aquello y pidió a Alá que le ayudase a comprender el significado de aquella noche.
El ghabli silbaba a través del campamento, levantando polvo y arena. La noche era más fría ahora y la luna se había puesto, dejando el oscurecido campamento sumido en tinieblas. Nunca se había sentido tan solo, tan asustado, tan desvalido.
– Alá, te lo ruego, hazme entender…
Se prosternó en la negra carretera, mirando hacia La Meca. Oró, pidió una señal, pidió orientación, trató de pensar con claridad.
No tenía la, menor duda de quién era el que había arrojado sobre ellos toda aquella destrucción. Circulaban desde hacía meses rumores de que el loco, Reagan, los iba a atacar, y ya había sucedido. Acudió a su mente la imagen de su madre hablándole. «Mi pobre familia debe ser vengada.» Sí, eso era lo que había dicho, o lo que iba a decir.
De pronto, comprendió que él había sido elegido para vengar no sólo a su familia, sino también a su nación, a su religión y al Gran Líder. Él sería instrumento de Alá para la venganza. Él, Asad Jalil, ya no tenía nada que perder ni tampoco nada por lo que vivir, a menos que emprendiera la yihad y llevara la guerra santa hasta las costas del enemigo.
La mente del joven Asad Jalil estaba ahora centrada en la venganza y el castigo. Iría a América y degollaría a todos los que habían tomado parte en aquel cobarde ataque. Ojo por ojo, diente por diente. Ésta era la lucha a muerte árabe, la lucha de sangre, más antigua aún que el Corán o la yihad, tan antigua como el ghabli.
– Juro ante Alá que vengaré esta noche -dijo Asad en voz alta.
– ¿Todas en el blanco? -preguntó el teniente Bill Satherwaite a su oficial de armamento.
– Sí -respondió Chip Wiggins-. Bueno, una de ellas tal vez se haya desviado… -añadió-. Pero ha dado en algo. Una fila de pequeños edificios…
– Estupendo. Siempre que no le hayas dado al Arco de Mario.
– Marco.
– Es igual. Me debes una cena, Chip.
– No, tú me debes a mí una cena.
– Has fallado un blanco. Tú pagas.
– De acuerdo, te pago una cena si vuelas otra vez sobre el Arco de Marco Aurelio.
– Ya he pasado sobre el Arco al venir. Si no te has fijado -añadió Satherwaite-, ya lo verás cuando vuelvas como turista.
Chip Wiggins no tenía intención de volver jamás a Libia, como no fuese a bordo de un caza.
Sobrevolaron el desierto y de pronto apareció bajo ellos la costa, y se encontraron sobre el Mediterráneo. Ya no necesitaban mantener la radio en silencio, y Satherwaite transmitió:
– Sobrevolando el mar.
Pusieron rumbo al punto de reunión con el resto de la escuadrilla.
– No volveremos a tener noticias de Muammar durante algún tiempo -comentó Wiggins-. Quizá nunca más -añadió.
Satherwaite se encogió de hombros. No ignoraba que aquellos ataques quirúrgicos tenían su propia finalidad, aparte de poner a prueba su pericia como piloto. Sabía que surgirían problemas políticos y diplomáticos después de aquello. Pero le interesaban más las conversaciones de los vestuarios en Lakenhead. Estaba deseando informar del desarrollo de la misión. Pensó fugazmente en las cuatro bombas de mil kilos guiadas por láser que habían lanzado, y confió en que todo el mundo allá abajo hubiera tenido tiempo de acudir a los refugios. Realmente, él no quería causar daño a nadie.
Wiggins interrumpió sus pensamientos.
– Al amanecer, Radio Libia informará de que hemos alcanzado seis hospitales, siete orfanatos y diez mezquitas -dijo.
Satherwaite no respondió.
– Dos mil civiles muertos… mujeres y niños todos ellos.
– ¿Cómo andamos de combustible?