– Unas dos horas.
– Excelente. ¿Te has divertido?
– Sí, hasta la Triple A.
– Tú no querías bombardear un objetivo indefenso, ¿no?
Wiggins se echó a reír y dijo:
– Ahora ya somos veteranos de combate.
– Es cierto.
Wiggins permaneció unos momentos en silencio y luego observó:
– Me pregunto si habrá represalias. -Y añadió-: Quiero decir que ellos nos joden, nosotros los jodemos, ellos nos joden, nosotros los jodemos… ¿dónde termina la cosa?
TERCERA PARTE
Cabalgaba terrible y solo
Con su espada yemení por toda ayuda;
No llevaba más ornamento
que las muescas de la hoja.
La Venganza de la muerte Canto de guerra árabe
Asad Jalil, recién llegado de París por vía aérea y único superviviente del vuelo 175 de Trans-Continental, se hallaba confortablemente sentado en el asiento posterior de un taxi de Nueva York. Miró por la ventanilla derecha, y observó los altos edificios que pasaban ante su vista. Observó también que, allí, en Estados Unidos, muchos de los coches eran más grandes que en Europa o en Libia. El tiempo era agradable pero, como en Europa, había demasiada humedad para un hombre acostumbrado al árido clima de África del Norte. También como en Europa, había una abundante vegetación. El Corán prometía un Paraíso de verdor, ondulantes arroyos, sombra constante, frutas, vino y mujeres. Era curioso, pensó, que las tierras de los infieles pareciesen semejar el Paraíso. Pero sabía que la semejanza era sólo superficial. O quizá Europa y América eran el Paraíso prometido en el Corán y solamente esperaban la llegada del islam.
Asad Jalil volvió su atención hacia el taxista, Gamal Yabbar, su compatriota cuyo nombre y fotografía se mostraban de forma destacada en una licencia colocada sobre el salpicadero.
El Servicio de Inteligencia libio en Trípoli había dicho a Jalil que su chófer sería uno de cinco hombres determinados. Había muchos taxistas musulmanes en Nueva York, y se podía persuadir a muchos de ellos para que hiciesen un pequeño favor, aunque no fuesen selectos luchadores por la libertad. El agente que Jalil tenía asignado en Trípoli, a quien conocía por el nombre de Malik -el Rey, o el Maestro-, había dicho con una sonrisa: «Muchos taxistas tienen parientes en Libia.»
– ¿Qué carretera es ésta? -le preguntó a Gamal Yabbar.
– La llaman la carretera de circunvalación -respondió Yabbar en árabe con acento libio-. El océano Atlántico queda por allí. Esta parte de la ciudad se conoce con el nombre de Brooklyn. Aquí viven muchos de nuestros correligionarios.
– Lo sé. ¿Por qué estás tú aquí?
A Yabbar no le gustó el tono de la pregunta ni la implicación que latía en ella, pero tenía preparada una respuesta.
– Sólo para ganar dinero en esta "maldita tierra -contestó-. Dentro de seis meses regresaré a Libia y estaré con mi familia.
Jalil sabía que eso no era cierto, no porque creyera que Yabbar mentía, sino porque Yabbar estaría muerto antes de una hora.
Jalil miró por la ventanilla hacia el océano que se extendía a su izquierda, luego hacia los altos edificios de apartamentos que se alzaban a su derecha y finalmente hacia el lejano horizonte de Manhattan, al frente. Había pasado suficiente tiempo en Europa para no sentirse excesivamente impresionado por lo que veía aquí. Las tierras de los infieles eran populosas y prósperas pero las gentes se habían alejado de su Dios y eran débiles. Gentes que no creían en nada más que en llenarse la barriga y la cartera no eran adversarios para los guerrilleros islámicos.
– ¿Practicas tu religión aquí, Yabbar? -preguntó Jalil.
– Sí, por supuesto. Hay una mezquita cerca de mi casa.
– Excelente. Y por lo que estás haciendo hoy tienes asegurado un lugar en el Paraíso.
Yabbar no respondió.
Jalil se recostó en el asiento y reflexionó en la última hora transcurrida de aquel importante día.
Salir del área de servicio del aeropuerto, subir al taxi y enfilar la carretera general había resultado muy sencillo, pero Jalil sabía que diez o quince minutos después podría no haber sido tan fácil. Se había sentido sorprendido a bordo del avión cuando oyó al hombre alto de traje decir «se ha cometido un crimen», y luego el hombre lo miró y le ordenó que bajase de la escalera de caracol. Jalil se preguntó cómo sabía tan pronto que se trataba de un crimen. Quizá, pensó, el bombero llegado a bordo había dicho algo por su radio. Pero Jalil y Yusef Haddad, su cómplice, habían tenido cuidado de no dejar ninguna evidencia de un crimen. De hecho, pensó Jalil, él se había tomado la molestia de romperle el cuello a Haddad para no dejar pruebas de una herida de bala o de cuchillo.
Había otras posibilidades, pensó Jalil. Quizá el bombero había visto que los agentes federales tenían los pulgares cortados. O quizá la policía había sospechado al interrumpirse el contacto por radio con el bombero.
Jalil no tenía intención de matarlo, pero cuando el hombre intentó abrir la puerta del lavabo no tuvo más remedio que hacerlo. Por lo único que sentía la muerte del bombero era porque con ella dejaba tras de sí otra prueba en un momento crítico de sus planes.
En cualquier caso, la situación cambió rápidamente cuando el hombre del traje subió a bordo, y Jalil tuvo entonces que actuar con más rapidez. Sonrió al recordar que aquel hombre le había dicho que bajara la escalera de caracol, que era lo que ya estaba haciendo. Salir del avión no sólo había sido sencillo, es que se le había ordenado hacerlo.
Subir al furgón de equipajes, que estaba con el motor en marcha, y alejarse en él, había sido más fácil aún. De hecho, había una docena de vehículos desocupados entre los que elegir, tal como le había dicho el Servicio de Inteligencia libio, que tenía un amigo trabajando como mozo de equipajes para la Trans-Continental.
El mapa del aeropuerto utilizado por Jalil procedía de una página web de Internet, y el emplazamiento del lugar llamado Club Conquistador había sido determinado con toda exactitud por Boutros, el hombre que lo había precedido en febrero. La Inteligencia libia le había hecho ensayar a Jalil todo el trayecto desde el área de seguridad hasta el Club Conquistador, y Jalil habría podido recorrerlo a ciegas después de cien ensayos en carreteras simuladas en las cercanías de Trípoli.
Pensó en Boutros, a quien solamente había visto una vez…, no en el hombre mismo, sino en la facilidad con que Boutros había engañado a los americanos en París, en Nueva York y luego en Washington. Los miembros de los servicios de Inteligencia americanos no eran estúpidos pero eran arrogantes, y la arrogancia llevaba al exceso de confianza y, por ende, a la negligencia.
– ¿Conoces el significado de este día? -le preguntó a Yabbar.
– Desde luego. Soy de Trípoli. Era un niño cuando llegaron los bombarderos americanos, malditos sean.
– ¿Sufriste daños personales en el ataque?
– Perdí un tío en Bengasi, un hermano de mi padre. Su muerte me entristece aún ahora.
A Jalil le sorprendía la gran cantidad de libios que habían perdido amigos y parientes en el bombardeo que causó la muerte de menos de cien personas. Hacía tiempo que había asumido el hecho de que todos mentían. Y ahora probablemente estaba en presencia de otro embustero.
Jalil no solía hablar de sus propios sufrimientos a consecuencia del ataque aéreo, y jamás revelaría semejante cosa fuera de Libia. Pero como dentro de muy poco Yabbar ya no supondría ningún riesgo para la seguridad, le dijo:
– Toda mi familia murió en Al Azziziyah.
Yabbar permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: